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XVII -
Traté de
retardar el momento de presentarme a mi amo; pero, al fin, el hambre, la desnudez
en que me hallaba y la falta de asilo, me obligaron a ir. Mi corazón, al
aproximarme a la casa de Doña Flora, palpitaba con tanta fuerza, que a cada
paso me detenía para tomar aliento. La inmensa pena que iba a causar anunciando
la muerte del joven Malespina, gravitaba sobre mi alma con tan atroz
pesadumbre, que si yo hubiera sido responsable de aquel desastre, no me habría
sentido más angustiado. Llegué por fin, y entré en la casa. Mi presencia en el
patio produjo gran sensación; sentí fuertes pasos en las galerías altas, y aún
no había tenido tiempo de decir una palabra, cuando me abrazaron estrechamente.
No tardé en reconocer el rostro de Doña Flora, más pintorreado aquel día que un
retablo, y ferozmente desfigurado con la alegría que mi presencia causó en el
espíritu de la excelente vieja. Los dulces nombres de pimpollo, remono,
angelito, y otros que me prodigó con toda largueza, no me hicieron - 257 -
sonreír. Subí, y todos estaban en movimiento. Oí a mi amo que decía: «¡Ahí
está! Gracias a Dios». Entré en la sala, y Doña Francisca se adelantó hacia mí
preguntándome con mortal ansiedad:
«¿Y D.
Rafael? ¿Qué ha sido de D. Rafael?»
Permanecí
confuso por largo rato. La voz se ahogaba en mi garganta y no tenía valor para
decir la fatal noticia. Repitieron la pregunta, y entonces vi a mi amita que
salía de una pieza inmediata, con el rostro pálido, espantados los ojos y
mostrando en su ademán la angustia que la poseía. Su vista me hizo prorrumpir
en amargo llanto, y no necesité pronunciar una palabra. Rosita lanzó un grito
terrible y cayó desmayada. D. Alonso y su esposa corrieron a auxiliarla, ocultando su pesar en el fondo del alma. Doña
Flora se entristeció, y llamándome aparte para cerciorarse de que mi persona
volvía completa, me dijo:
«¿Con que ha muerto ese caballerito? Ya me lo figuraba yo, y así se lo he dicho a
Paca; pero ella, reza que te reza, ha creído que lo podía salvar. Si cuando
está de Dios una cosa... Y tú bueno y sano, ¡qué placer! ¿No has perdido nada?»
La
consternación que reinaba en la casa es imposible de pintar. Por espacio de un
cuarto - 258 -
de hora no se oyeron más que llantos, gritos y sollozos,
porque la familia de Malespina estaba allí también. ¡Pero qué singulares cosas
permite Dios para sus fines! Había pasado, como he dicho, un cuarto de hora
desde que di la noticia, cuando una ruidosa y chillona voz hirió mis oídos. Era
la de D. José María Malespina, que vociferaba en el patio, llamando a su mujer,
a D. Alonso y a mi amita. Lo que más me sorprendió fue que la voz del embustero
parecía tan alegre como de costumbre, lo cual me parecía altamente indecoroso
después de la desgracia ocurrida. Corrimos a su encuentro, y me maravillé
viéndole gozoso como unas pascuas.
«Pero D. Rafael... -
le dijo mi amo con asombro.
- Bueno y sano
- contestó D. José María - . Es decir, sano, no; pero fuera de peligro
sí, porque su herida ya no ofrece cuidado. El bruto del cirujano opinaba que se
moría; pero bien sabía yo que no. ¡Cirujanitos a mí! Yo lo he curado, señores;
yo, yo, por un procedimiento nuevo, inusitado, que yo solo conozco».
Estas
palabras, que repentinamente cambiaban de un modo tan radical la situación,
dejaron atónitos a mis amos; después una - 259 -
viva alegría sucedió a la
anterior tristeza, y, por último, cuando la fuerte emoción les permitió
reflexionar sobre el engaño, me interpelaron con severidad, reprendiéndome por
el gran susto que les había ocasionado. Yo me disculpé diciendo que me lo
habían contado tal como lo referí, y D. José María se puso furioso, llamándome
zascandil, embustero y enredador.
Efectivamente,
D. Rafael vivía y estaba fuera de peligro; mas se había quedado en Sanlúcar en
casa de gente conocida, mientras su padre vino a Cádiz en busca de su familia
para llevarla al lado del herido. El lector no comprenderá el origen de la
equivocación que me hizo anunciar con tan buena fe la muerte del joven; pero
apuesto a que cuantos lean esto sospechan que algún estupendo embuste del viejo
Malespina hizo llegar a mis oídos la noticia de una desgracia supuesta. Así
fue, ni más ni menos. Según lo que supe después al ir a Sanlúcar acompañando a
la familia, D. José María había forjado una novela de heroísmo y habilidad por
parte suya; en diversos corrillos refirió el extraño caso de la muerte de su
hijo, suponiendo pormenores, circunstancias tan dramáticas, que por algunos
días el fingido protagonista fue objeto de las - 260 -
alabanzas de todos
por su abnegación y valentía. Contó que, habiendo zozobrado la lancha, él tuvo
que optar entre la salvación de su hijo y la de todos los demás, decidiéndose
por esto último, en razón de ser más generoso y humanitario. Adornó su leyenda
con detalles tan peregrinos, tan interesantes y a la vez tan verosímiles, que
muchos se lo creyeron. Pero la superchería se descubrió pronto y el engaño no
duró mucho tiempo, aunque sí el necesario para que llegase a mis oídos,
obligándome a transmitirlo a la familia. Aunque tenía muy mala idea de la
veracidad del viejo Malespina, jamás pude creer que se permitiera mentir en
asuntos tan serios.
Pasadas
aquellas fuertes emociones, mi amo cayó en profunda melancolía; apenas hablaba;
diríase que su alma, perdida la última ilusión, había liquidado toda clase de
cuentas con el mundo y se preparaba para el último viaje. La definitiva
ausencia de Marcial le quitaba el único amigo de aquella su infantil senectud,
y no teniendo con quién jugar a los barquitos, se consumía en honda tristeza.
Ni aun viéndole tan abatido cejó Doña Francisca en su tarea de mortificación, y
el día de mi llegada oí que le decía:
«Bonita la
habéis hecho... ¿Qué te parece? - 261 -
¿Aún no estás satisfecho? Anda, anda
a la escuadra. ¿Tenía yo razón o no la tenía? ¡Oh!, si se hiciera caso de mí...
¿Aprenderás ahora? ¿Ves cómo te ha castigado Dios?
- Mujer, déjame en paz - contestaba dolorido mi amo.
- Y ahora nos hemos quedado sin escuadra, sin
marinos, y nos quedaremos hasta sin modo de andar si seguimos unidos con los
franceses... Quiera Dios que estos señores no nos den un mal pago. El que se ha
lucido es el Sr. Villeneuve. Vamos, que también Gravina, si se hubiera opuesto
a la salida de la escuadra, como opinaban Churruca y Alcalá Galiano, habría
evitado este desastre que parte el corazón.
- Mujer... ¿qué entiendes tú de eso? No me mortifiques - dijo mi amo muy contrariado.
- ¿Pues no he de entender? Más que tú. Sí,
señor, lo repito. Gravina será muy caballero y muy valiente; pero lo que es
ahora... buena la ha hecho.
- Ha hecho lo que debía. ¿Te parece bien que
hubiéramos pasado por cobardes?
- Por cobardes no, pero sí por prudentes. Eso
es. Lo digo y lo repito. La escuadra española no debía salir de Cádiz, cediendo
a las - 262 -
genialidades y al egoísmo de M. Villeneuve. Aquí se ha contado
que Gravina opinó, como sus compañeros, que no debían salir. Pero Villeneuve,
que estaba decidido a ello, por hacer una hombrada que le reconciliase con su
amo, trató de herir el amor propio de los nuestros. Parece que una de las
razones que alegó Gravina fue el mal tiempo, y mirando el barómetro de la
cámara, dijo: «¿No ven ustedes que el barómetro anuncia mal tiempo? ¿No ven
ustedes cómo baja?». Entonces Villeneuve dijo secamente: «Lo que baja aquí es
el valor». Al oír este insulto, Gravina se levantó ciego de ira y echó en cara
al francés su cobarde comportamiento en el cabo de Finisterre. Se cruzaron
palabritas un poco fuertes, y, por último, exclamó nuestro almirante: «¡A la
mar mañana mismo!». Pero yo creo que Gravina no debía haber hecho caso de las
baladronadas del francés, no, señor; que antes que nada es la prudencia, y más
conociendo, como conocía, que la escuadra combinada no tenía condiciones para
luchar con la de Inglaterra».
Esta
opinión, que entonces me pareció un desacato a la honra nacional, más tarde me
pareció muy bien fundada. Doña Francisca tenía razón. Gravina no debió haber
cedido a - 263 -
la exigencia de Villeneuve. Y digo esto, menoscabando
quizás la aureola que el pueblo puso en las sienes del jefe de la escuadra
española en aquella memorable ocasión.
Sin negar
el mérito de Gravina, yo creo hiperbólicas las alabanzas de que fue objeto
después del combate y en los días de su muerte. Todo indicaba que Gravina era
un cumplido caballero y un valiente marino; pero quizás por demasiado cortesano
carecía de aquella resolución que da el constante hábito de la guerra, y
también de la superioridad que en carreras tan difíciles como la de la Marina
se alcanza sólo en el cultivo asiduo de las ciencias que la constituyen.
Gravina era un buen jefe de división; pero nada más. La previsión, la
serenidad, la inquebrantable firmeza, caracteres propios de las organizaciones
destinadas al mando de grandes ejércitos, no las tuvieron sino D. Cosme Damián
Churruca y D. Dionisio Alcalá Galiano.
Mi señor D.
Alonso contestó a las últimas palabras de su mujer; y cuando ésta salió,
observé que el pobre anciano rezaba con tanta piedad como en la cámara del
Santa Ana la - 264 -
noche de nuestra separación. Desde aquel día, el Sr. de
Cisniega no hizo más que rezar, y rezando se pasó el resto de su vida, hasta
que se embarcó en la nave que no vuelve más.
Murió mucho
después de que su hija se casara con D. Rafael Malespina, acontecimiento que
hubo de efectuarse dos meses después de la gran función naval que los españoles
llamaron la del 21 y los ingleses Combate de Trafalgar, por haber ocurrido
cerca del cabo de este nombre. Mi amita se casó en Vejer al amanecer de un día
hermoso, aunque de invierno, y al punto partieron para Medinasidonia, donde les
tenían preparada la casa. Yo fui testigo de su felicidad durante los días que
precedieron a la boda; mas ella no advirtió la profunda tristeza que me
dominaba, ni advirtiéndola hubiera conocido la causa. Cada vez se crecía ella
más ante mis ojos, y cada vez me encontraba yo más humillado ante la doble
superioridad de su hermosura y de su clase. Acostumbrándome a la idea de que
tan admirable conjunto de gracias no podía ni debía ser para mí, llegué a
tranquilizarme, porque la resignación, renunciando a toda esperanza, es un
consuelo parecido a la muerte, y por eso es un gran consuelo.
Se casaron,
y el mismo día en que partieron - 265 -
para Medinasidonia, Doña Francisca
me ordenó que fuera yo también allá para ponerme al servicio de los desposados.
Fui por la noche, y durante mi viaje solitario iba luchando con mis ideas y
sensaciones, que oscilaban entre aceptar un puesto en la casa de los novios, o
rechazarlo para siempre. Llegué a la mañana siguiente, me acerqué a la casa,
entré en el jardín, puse el pie en el primer escalón de la puerta y allí me
detuve, porque mis pensamientos absorbían todo mi ser y necesitaba estar
inmóvil para meditar mejor. Creo que permanecí en aquella actitud más de media
hora.
Silencio
profundo reinaba en la casa. Los dos esposos, casados el día antes, dormían sin
duda el primer sueño de su tranquilo amor, no turbado aún por ninguna pena. No
pude menos de traer a la memoria las escenas de aquellos lejanos días en que
ella y yo jugábamos juntos. Para mí, era Rosita entonces lo primero del mundo.
Para ella, era yo, si no lo primero, al menos algo que se ama y que se echa de
menos durante ausencias de una hora. En tan poco tiempo, ¡cuánta mudanza!
Todo lo que
estaba viendo me parecía expresar la felicidad de los esposos y como un insulto
a mi soledad. Aunque era invierno, se - 266 -
me figuraba que los árboles
todos del jardín se cubrían de follaje, y que el emparrado que daba sombra a la
puerta se llenaba inopinadamente de pámpanos para guarecerles cuando salieran
de paseo. El sol era muy fuerte y el aire se entibiaba, oreando aquel nido
cuyas primeras pajas había ayudado a reunir yo mismo cuando fui mensajero de
sus amores. Los rosales ateridos se me representaban cubiertos de rosas, y los
naranjos de azahares y frutas que mil pájaros venían a picotear, participando
del festín de la boda. Mis meditaciones y mis visiones no se interrumpieron
sino cuando el profundo silencio que reinaba en la casa se interrumpió por el
sonido de una fresca voz, que retumbó en mi alma, haciéndome estremecer.
Aquella voz alegre me produjo una sensación indefinible, una sensación no sé si
de miedo o de vergüenza: lo que sí puedo asegurar es que una resolución súbita
me arrancó de la puerta, y salí del jardín corriendo, como un ladrón que teme
ser descubierto.
Mi
propósito era inquebrantable. Sin perder tiempo salí de Medinasidonia, decidido
a no servir ni en aquella casa ni en la de Vejer. Después de reflexionar un
poco, determiné ir a Cádiz para desde allí trasladarme a Madrid. Así lo hice,
venciendo los halagos de Doña - 267 -
Flora, que trató de atarme con una
cadena formada de las marchitas rosas de su amor; y desde aquel día, ¡cuántas
cosas me han pasado dignas de ser referidas! Mi destino, que ya me había
llevado a Trafalgar, llevome después a otros escenarios gloriosos o menguados, pero
todos dignos de memoria. ¿Queréis saber mi vida entera? Pues aguardad un poco,
y os diré algo más en otro libro.
FIN DE TRAFALGAR
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