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Benito Pérez Galdós Trafalgar IntraText CT - Texto |
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- IV -
«Señor Marcial - dijo ésta con redoblado furor: - si quiere usted ir a la escuadra a que le den la última mano, puede embarcar cuando quiera; pero lo que es este no irá.
- Bueno - contestó el marinero, que se había sentado en el borde de una silla, ocupando sólo el espacio necesario para sostenerse - : iré yo solo. El demonio me lleve, si me quedo sin echar el catalejo a la fiesta.»
Después añadió con expresión de júbilo:
«Tenemos quince navíos, y los francesitos veinticinco barcos. Si todos fueran nuestros, no era preciso tanto... ¡Cuarenta buques y mucho corazón embarcado!»
Como se comunica el fuego de una mecha a otra que está cercana, así el entusiasmo que irradió del ojo de Marcial encendió los dos, ya por la edad amortiguados, de mi buen amo.
«Pero el Señorito - continuó Medio - hombre - , traerá muchos también. Así me gustan a mí las funciones: mucha madera donde mandar balas, y mucho jumo de pólvora que caliente el aire cuando hace frío.»
Se me había olvidado decir que Marcial, como casi todos los marinos, usaba un vocabulario formado por los más peregrinos terminachos, pues es costumbre en la gente de mar de todos los países desfigurar la lengua patria hasta convertirla en caricatura. Observando la mayor parte de las voces usadas por los navegantes, se ve que son simplemente corruptelas de las palabras más comunes, adaptadas a su temperamento arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas las funciones de la vida, y especialmente el lenguaje. Oyéndoles hablar, me ha parecido a veces que la lengua es un órgano que les estorba.
Marcial, como digo, convertía los nombres en verbos, y éstos en nombres, sin consultar con la Academia. Asimismo aplicaba el vocabulario de la navegación a todos los actos de la vida, asimilando el navío con el hombre, en virtud de una forzada analogía entre las partes de aquél y los miembros de éste. Por ejemplo, hablando de la pérdida de su ojo, decía que había cerrado el portalón de estribor; y para expresar la rotura del brazo, decía que se había quedado sin la serviola de babor. Para él el corazón, residencia del valor y del heroísmo, era el pañol de la pólvora, así como el estómago el pañol del viscocho. Al menos estas frases las entendían los marineros; pero había otras, hijas de su propia inventiva filológica, de él sólo conocidas y en todo su valor apreciadas. ¿Quién podría comprender lo que significaban patigurbiar, chingurria y otros feroces nombres del mismo jaez? Yo creo, aunque no lo aseguro, que con el primero significaba dudar, y con el segundo tristeza. La acción de embriagarse la denominaba de mil maneras distintas, y entre éstas la más común era ponerse la casaca, idiotismo cuyo sentido no hallarán mis lectores, si no les explico que, habiéndole merecido los marinos ingleses el dictado de casacones, sin duda a causa de su uniforme, al decir ponerse la casaca por emborracharse, quería significar Marcial una acción común y corriente entre sus enemigos. A los almirantes extranjeros los llamaba con estrafalarios nombres, ya creados por él, ya traducidos a su manera, fijándose en semejanzas de sonido. A Nelson le llamaba el Señorito, voz que indicaba cierta consideración o respeto; a Collingwood el tío Calambre, frase que a él le parecía exacta traducción del inglés; a Jerwis le nombraba como los mismos ingleses, esto es, viejo zorro; a Calder el tío Perol, porque encontraba mucha relación entre las dos voces; y siguiendo un sistema lingüístico enteramente opuesto, designaba a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el apodo de Monsieur Corneta, nombre tomado de un sainete a cuya representación asistió Marcial en Cádiz. En fin, tales eran los disparates que salían de su boca, que me veré obligado, para evitar explicaciones enojosas, a sustituir sus frases con las usuales, cuando refiera las conversaciones que de él recuerdo.
Sigamos ahora. Doña Francisca, haciéndose cruces, dijo así:
«¡Cuarenta navíos! Eso es tentar a la Divina Providencia. ¡Jesús!, y lo menos tendrán cuarenta mil cañones, para que estos enemigos se maten unos a otros.
- Lo que es como Mr. Corneta tenga bien provistos los pañoles de la pólvora - contestó Marcial señalando al corazón - , ya se van a reír esos señores casacones. No será ésta como la del cabo de San Vicente.
- Hay que tener en cuenta - dijo mi amo con placer, viendo mencionado su tema favorito - , que si el almirante Córdova hubiera mandado virar a babor a los navíos San José y Mejicano, el Sr. de Jerwis no se habría llamado Lord Conde de San Vicente. De eso estoy bien seguro, y tengo datos para asegurar que con la maniobra a babor, hubiéramos salido victoriosos.
- ¡Victoriosos! - exclamó con desdén Doña Francisca - . Si pueden ellos más... Estos bravucones parece que se quieren comer el mundo, y en cuanto salen al mar parece que no tienen bastantes costillas para recibir los porrazos de los ingleses.
- ¡No! - dijo Medio - hombre enérgicamente y cerrando el puño con gesto amenazador - . ¡Si no fuera por sus muchas astucias y picardías!... Nosotros vamos siempre contra ellos con el alma a un largo, pues, con nobleza, bandera izada y manos limpias. El inglés no se larguea, y siempre ataca por sorpresa, buscando las aguas malas y las horas de cerrazón. Así fue la del Estrecho, que nos tienen que pagar. Nosotros navegábamos confiados, porque ni de perros herejes moros se teme la traición, cuantimás de un inglés que es civil y al modo de cristiano. Pero no: el que ataca a traición no es cristiano, sino un salteador de caminos. Figúrese usted, señora - añadió dirigiéndose a Doña Francisca para obtener su benevolencia - , que salimos de Cádiz para auxiliar a la escuadra francesa que se había refugiado en Algeciras, perseguida por los ingleses. Hace de esto cuatro años, y entavía tengo tal coraje que la sangre se me emborbota cuando lo recuerdo. Yo iba en el Real Carlos, de 112 cañones, que mandaba Ezguerra, y además llevábamos el San Hermenegildo, de 112 también; el San Fernando, el Argonauta, el San Agustín y la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa, que tenía cuatro navíos, tres fragatas y un bergantín, salimos de Algeciras para Cádiz a las doce del día, y como el tiempo era flojo, nos anocheció más acá de punta Carnero. La noche estaba más negra que un barril de chapapote; pero como el tiempo era bueno, no nos importaba navegar a obscuras. Casi toda la tripulación dormía: me acuerdo que estaba yo en el castillo de proa hablando con mi primo Pepe Débora, que me contaba las perradas de su suegra, y desde allí vi las luces del San Hermenegildo, que navegaba a estribor como a tiro de cañón. Los demás barcos iban delante. Pusque lo que menos creíamos era que los casacones habían salido de Gibraltar tras de nosotros y nos daban caza. ¿Ni cómo los habíamos de ver, si tenían apagadas las luces y se nos acercaban sin que nos percatáramos de ello? De repente, y anque la noche estaba muy obscura, me pareció ver... yo siempre he tenido un farol como un lince... me pareció que un barco pasaba entre nosotros y el San Hermenegildo. «José Débora - dije a mi compañero - ; o yo estoy viendo pantasmas, o tenemos un barco inglés por estribor».
José Débora miró y me dijo:
«Que el palo mayor se caiga por la fogonadura y me parta, si hay por estribor más barco que el San Hermenegildo.
- Pues por sí o por no - dije - , voy a avisarle al oficial que está de cuarto».
No había acabado de decirlo, cuando pataplús... sentimos el musiqueo de toda una andanada que nos soplaron por el costado. En un minuto la tripulación se levantó... cada uno a su puesto... ¡Qué batahola, señora Doña Francisca! Me alegrara de que usted lo hubiera visto para que supiera cómo son estas cosas. Todos jurábamos como demonios y pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en cada dedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al alcázar y mandó disparar la andanada de estribor... ¡zapataplús! La andanada de estribor disparó en seguida, y al poco rato nos contestaron... Pero en aquella trapisonda no vimos que con el primer disparo nos habían soplado a bordo unas endiabladas materias comestibles (combustibles quería decir), que cayeron sobre el buque como si estuviera lloviendo fuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra. ¡Ah, señora Doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello!... Nuestro comandante mandó meter sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Aquí te quiero ver... Yo estaba en mis glorias... En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picas para el abordaje... el barco enemigo se nos venía encima, lo cual me encabrilló (me alegró) el alma, porque así nos enredaríamos más pronto... Mete, mete a estribor... ¡qué julepe! Principiaba a amanecer: ya los penoles se besaban; ya estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del buque enemigo. Entonces nos quedamos todos tiesos de espanto, porque vimos que el barco con que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.
- Eso sí que estuvo bueno - dijo Doña Francisca mostrando algún interés en la narración - . ¿Y cómo fueron tan burros que uno y otro...?
- Diré a usted: no tuvimos tiempo de andar con palabreo. El fuego del Real Carlos se pasó al San Hermenegildo, y entonces... ¡Virgen del Carmen, la que se armó! ¡A las lanchas!, gritaron muchos. El fuego estaba ya ras con ras con la Santa Bárbara, y esta señora no se anda con bromas... Nosotros jurábamos, gritábamos insultando a Dios, a la Virgen y a todos los santos, porque así parece que se desahoga uno cuando está lleno de coraje hasta la escotilla.
- ¡Jesús, María y José!, ¡qué horror! - exclamó mi ama - . ¿Y se salvaron?
- Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete en el chinchorro: éstos recogieron al segundo del San Hermenegildo. José Débora se aferró a un pedazo de palo y arribó más muerto que vivo a las playas de Marruecos.
- ¿Y los demás?
- Los demás... la mar es grande y en ella cabe mucha gente. Dos mil hombres apagaron fuegos aquel día, entre ellos nuestro comandante Ezguerra, y Emparán el del otro barco.
- Válgame Dios - dijo Doña Francisca - . Aunque bien empleado les está, por andarse en esos juegos. Si se estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda...
- Pues la causa de este desastre - dijo Don Alonso, que gustaba de interesar a su mujer en tan dramáticos sucesos - , fue la siguiente. Los ingleses, validos de la obscuridad de la noche, dispusieron que el navío Soberbio, el más ligero de los que traían, apagara sus luces y se colocara entre nuestros dos hermosos barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas, puso su aparejo en facha con mucha presteza, orzando al mismo tiempo para librarse de la contestación. El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndose atacados inesperadamente, hicieron fuego; pero se estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que cerca del amanecer y estando a punto de abordarse, se reconocieron y ocurrió lo que tan detalladamente te ha contado Marcial.
- ¡Oh!, ¡y qué bien os la jugaron! - dijo la dama - . Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
- Qué ha de ser - añadió Medio - hombre - . Entonces yo no los quería bien; pero dende esa noche... Si están ellos en el Cielo, no quiero ir al Cielo, manque me condene para toda la enternidad...
- ¿Pues y la captura de las cuatro fragatas que venían del Río de la Plata? - dijo D. Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
- También en esa me encontré - contestó el marino - , y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, navegábamos muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de pronto... Le diré a usted cómo fue, señora Doña Francisca, para que vea las mañas de esa gente. Después de lo del Estrecho, me embarqué en la Fama para Montevideo, y ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la escuadra recibió orden de traer a España los caudales de Lima y Buenos Aires. El viaje fue muy bueno, y no tuvimos más percance que unas calenturillas, que no mataron ni tanto así de hombre... Traíamos mucho dinero del Rey y de particulares, y también lo que llamamos la caja de soldadas, que son los ahorrillos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto, si no me engaño, eran cosa de cinco millones de pesos, como quien no dice nada, y además traíamos pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de estaño y cobre y maderas finas... Pues, señor, después de cincuenta días de navegación, el 5 de Octubre, vimos tierra, y ya contábamos entrar en Cádiz al día siguiente, cuando cátate que hacia el Nordeste se nos presentan cuatro señoras fragatas. Anque era tiempo de paz, y nuestro capitán, D. Miguel de Zapiaín, parecía no tener maldito recelo, yo, que soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dije que el tiempo me olía a pólvora... Bueno: cuando las fragatas inglesas estuvieron cerca, el general mandó hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al poco rato nos encontramos a tiro de pistola de una de las inglesas por barlovento.
Entonces el capitán inglés nos habló con su bocina y nos dijo... ¡pues mire usted que me gustó la franqueza!... nos dijo que nos pusiéramos en facha porque nos iba a atacar. Hizo mil preguntas; pero le dijimos que no nos daba la gana de contestar. A todo esto, las otras tres fragatas enemigas se habían acercado a las nuestras, de tal manera que cada una de las inglesas tenía otra española por el costado de sotavento.
- Su posición no podía ser mejor - apuntó mi amo.
- Eso digo yo - continuó Marcial - . El jefe de nuestra escuadra, D. José Bustamante, anduvo poco listo, que si hubiera sido yo... Pues, señor, el comodón (quería decir el comodoro) inglés envió a bordo de la Medea un oficialillo de estos de cola de abadejo, el cual, sin andarse en chiquitas, dijo que anque no estaba declarada la guerra, el comodón tenía orden de apresarnos. Esto sí que se llama ser inglés. El combate empezó al poco rato; nuestra fragata recibió la primera andanada por babor; se le contestó al saludo, y cañonazo va, cañonazo viene... lo cierto del caso es que no metimos en un puño a aquellos herejes por mor de que el demonio fue y pegó fuego a la Santa Bárbara de la Mercedes, que se voló en un suspiro, ¡y todos con este suceso, nos afligimos tanto, sintiéndonos tan apocados...!, no por falta de valor, sino por aquello que dicen... en la moral... pues... denque el mismo momento nos vimos perdidos. Nuestra fragata tenía las velas con más agujeros que capa vieja, los cabos rotos, cinco pies de agua en bodega, el palo de mesana tendido, tres balazos a flor de agua y bastantes muertos y heridos. A pesar de esto, seguíamos la cuchipanda con el inglés; pero cuando vimos que la Medea y la Clara, no pudiendo resistir la chamusquina, arriaban bandera, forzamos de vela y nos retiramos defendiéndonos como podíamos. La maldita fragata inglesa nos daba caza, y como era más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos y tuvimos también que arriar el trapo a las tres de la tarde, cuando ya nos habían matado mucha gente, y yo estaba medio muerto sobre el sollao porque a una bala le dio la gana de quitarme la pierna. Aquellos condenados nos llevaron a Inglaterra, no como presos, sino como detenidos; pero carta va, carta viene entre Londres y Madrid, lo cierto es que se quedaron con el dinero, y me parece que cuando a mí me nazca otra pierna, entonces el Rey de España les verá la punta del pelo a los cinco millones de pesos.
- ¡Pobre hombre!... ¿y entonces perdiste la pata? - le dijo compasivamente Doña Francisca.
- Sí señora: los ingleses, sabiendo que yo no era bailarín, creyeron que tenía bastante con una. En la travesía me curaron bien: en un pueblo que llaman Plinmuf (Plymouth) estuve seis meses en el pontón, con el petate liado y la patente para el otro mundo en el bolsillo... Pero Dios quiso que no me fuera a pique tan pronto: un físico inglés me puso esta pierna de palo, que es mejor que la otra, porque aquélla me dolía de la condenada reúma, y ésta, a Dios gracias, no duele aunque la echen una descarga de metralla. En cuanto a dureza, creo que la tiene, aunque entavía no se me ha puesto delante la popa de ningún inglés para probarla.
- Muy bravo estás - dijo mi ama - ; quiera Dios no pierdas también la otra. «El que busca el peligro...»
Concluida la relación de Marcial, se trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la escuadra. Persistía Doña Francisca en la negativa, y D. Alonso, que en presencia de su digna esposa era manso como un cordero, buscaba pretextos y alegaba toda clase de razones para convencerla.
«Iremos sólo a ver, mujer; nada más que a ver - decía el héroe con mirada suplicante.
- Dejémonos de fiestas - le contestaba su esposa - . Buen par de esperpentos estáis los dos.
- La escuadra combinada - dijo Marcial - , se quedará en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la entrada.
- Pues entonces - añadió mi ama - , pueden ver la función desde la muralla de Cádiz; pero lo que es en los barquitos... Digo que no y que no, Alonso. En cuarenta años de casados no me has visto enojada (la veía todos los días); pero ahora te juro que si vas a bordo... haz cuenta de que Paquita no existe para ti.
- ¡Mujer! - exclamó con aflicción mi amo - . ¡Y he de morirme sin tener ese gusto!
- ¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se matan esos locos! Si el Rey de las Españas me hiciera caso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría: «Mis vasallos queridos no están aquí para que ustedes se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faena unos con otros si quieren juego». ¿Qué creen? Yo, aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el Primer Cónsul, Emperador, Sultán, o lo que sea, quiere acometer a los ingleses, y como no tiene hombres de alma para el caso, ha embaucado a nuestro buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad es que nos está fastidiando con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va ni le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días cañonazo y más cañonazo por una simpleza? Antes de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño nos habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran caso de lo que yo digo, el señor de Bonaparte armaría la guerra solo, o si no que no la armara!
- Es verdad - dijo mi amo - , que la alianza con Francia nos está haciendo mucho daño, pues si algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los desastres son para nosotros.
- Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillas con esta guerra?
- El honor de nuestra nación está empeñado - contestó D. Alonso - , y una vez metidos en la danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta alianza con Francia, y el maldito tratado de San Ildefonso, que por la astucia de Bonaparte y la debilidad de Godoy se ha convertido en tratado de subsidios, serán nuestra ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios no lo remedia, y, por tanto, la ruina de nuestras colonias y del comercio español en América. Pero, a pesar de todo, es preciso seguir adelante».
- Bien digo yo - añadió doña Francisca - , que ese Príncipe de la Paz se está metiendo en cosas que no entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi hermano el arcediano, que es partidario del príncipe Fernando, dice que ese señor Godoy es un alma de cántaro, y que no ha estudiado latín ni teología, pues todo su saber se reduce a tocar la guitarra y a conocer los veintidós modos de bailar la gavota. Parece que por su linda cara le han hecho, primer ministro. Así andan las cosas de España; luego, hambre y más hambre... todo tan caro... la fiebre amarilla asolando a Andalucía... Está esto bonito, sí, señor... Y de ello tienen ustedes la culpa - continuó engrosando la voz y poniéndose muy encarnada - , sí señor, ustedes que ofenden a Dios matando tanta gente; ustedes, que si en vez de meterse en esos endiablados barcos, se fueran a la iglesia a rezar el rosario, no andaría Patillas tan suelto por España haciendo diabluras.
- Tú irás a Cádiz también - dijo D. Alonso ansioso de despertar el entusiasmo en el pecho de su mujer - ; irás a casa de Flora, y desde el mirador podrás ver cómodamente el combate, el humo, los fogonazos, las banderas... Es cosa muy bonita.
- ¡Gracias, gracias! Me caería muerta de miedo. Aquí nos estaremos quietos, que el que busca el peligro en él perece.
Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido. Mas acontece con frecuencia que los hechos muy remotos, correspondientes a nuestra infancia, permanecen grabados en la imaginación con mayor fijeza que los presenciados en edad madura, y cuando predomina sobre todas las facultades la razón.
Aquella noche D. Alonso y Marcial siguieron conferenciando en los pocos ratos que la recelosa Doña Francisca los dejaba solos. Cuando ésta fue a la parroquia para asistir a la novena, según su piadosa costumbre, los dos marinos respiraron con libertad como escolares bulliciosos que pierden de vista al maestro. Encerráronse en el despacho, sacaron unos mapas y estuvieron examinándolos con gran atención; luego leyeron ciertos papeles en que había apuntados los nombres de muchos barcos ingleses con la cifra de sus cañones y tripulantes, y durante su calurosa conferencia, en que alternaba la lectura con los más enérgicos comentarios, noté que ideaban el plan de un combate naval.
Marcial imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de las escuadras, la explosión de las andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos combatientes; con su cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique; con su mano, el subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero silbido, el mando del contramaestre; con los porrazos de su pie de palo contra el suelo, el estruendo del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos y singulares voces del combate; y como mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad, quise yo también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo, y dando natural desahogo a esa necesidad devoradora de meter ruido que domina el temperamento de los chicos con absoluto imperio. Sin poderme contener, viendo el entusiasmo de los dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación, pues la confianza con que por mi amo era tratado me autorizaba a ello; remedé con la cabeza y los brazos la disposición de una nave que ciñe el viento, y al mismo tiempo profería, ahuecando la voz, los retumbantes monosílabos que más se parecen al ruido de un cañonazo, tales como ¡bum, bum, bum!... Mi respetable amo, el mutilado marinero, tan niños como yo en aquella ocasión, no pararon mientes en lo que yo hacía, pues harto les embargaban sus propios pensamientos. ¡Cuánto me he reído después recordando aquella escena, y cuán cierto es, por lo que respecta a mis compañeros en aquel juego, que el entusiasmo de la ancianidad convierte a los viejos en niños, renovando las travesuras de la cuna al borde mismo del sepulcro!
Muy enfrascados estaban ellos en su conferencia, cuando sintieron los pasos de Doña Francisca que volvía de la novena.
«¡Qué viene! - exclamó Marcial con terror.
Y al punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama, seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como éstas, pronunciadas con el mayor desparpajo: ¡la mura a estribor!... ¡orza!... ¡la andanada de sotavento!... ¡fuego!... ¡bum, bum!... Ella se llegó a mí furiosa, y sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano derecha con tan buena puntería, que me hizo ver las estrellas.
«¡También tú! - gritó vapuleándome sin compasión - . Ya ves - añadió mirando a su marido con centelleantes ojos - : tú le enseñas a que pierda el respeto... ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta, pedazo de zascandil?
La zurra continuó en la forma siguiente: yo caminando a la cocina, lloroso y avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en defenderme contra tan superior enemigo; Doña Francisca detrás dándome caza y poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina eché el ancla, lloroso, considerando cuán mal había concluido mi combate naval.
- V -
Para oponerse a la insensata determinación de su marido, Doña Francisca no se fundaba sólo en las razones anteriormente expuestas; tenía, además de aquéllas, otra poderosísima, que no indicó en el diálogo anterior, quizá por demasiado sabida.
Pero el lector no la sabe y voy a decírsela. Creo haber escrito que mis amos tenían una hija. Pues bien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco mayor que la mía, pues apenas pasaba de los quince años, y ya estaba concertado su matrimonio con un joven oficial de Artillería llamado Malespina, de una familia de Medinasidonia, lejanamente emparentada con la de mi ama. Habíase fijado la boda para fin de Octubre, y ya se comprende que la ausencia del padre de la novia habría sido inconveniente en tan solemnes días.
Voy a decir algo de mi señorita, de su novio, de sus amores, de su proyectado enlace y... ¡ay!, aquí mis recuerdos toman un tinte melancólico, evocando en mi fantasía imágenes importunas y exóticas como si vinieran de otro mundo, despertando en mi cansado pecho sensaciones que, a decir verdad, ignoro si traen a mi espíritu alegría o tristeza. Estas ardientes memorias, que parecen agostarse hoy en mi cerebro, como flores tropicales trasplantadas al Norte helado, me hacen a veces reír, y a veces me hacen pensar... Pero contemos, que el lector se cansa de reflexiones enojosas sobre lo que a un solo mortal interesa.
Rosita era lindísima. Recuerdo perfectamente su hermosura, aunque me sería muy difícil describir sus facciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. La singular expresión de su rostro, a la de ningún otro parecida, es para mí, por la claridad con que se ofrece a mi entendimiento, como una de esas nociones primitivas, que parece hemos traído de otro mundo, o nos han sido infundidas por misterioso poder desde la cuna. Y sin embargo, no respondo de poderlo pintar, porque lo que fue real ha quedado como una idea indeterminada en mi cabeza, y nada nos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente a toda apreciación descriptiva, como un ideal querido.
Al entrar en la casa, creí que Rosita pertenecía a un orden de criaturas superior. Explicaré mis pensamientos para que se admiren ustedes de mi simpleza. Cuando somos niños, y un nuevo ser viene al mundo en nuestra casa, las personas mayores nos dicen que le han traído de Francia, de París o de Inglaterra. Engañado yo como todos acerca de tan singular modo de perpetuar la especie, creía que los niños venían por encargo, empaquetados en un cajoncito, como un fardo de quincalla. Pues bien: contemplando por primera vez a la hija de mis amos, discurrí que tan bella persona no podía haber venido de la fábrica de donde venimos todos, es decir, de París o de Inglaterra, y me persuadí de la existencia de alguna región encantadora, donde artífices divinos sabían labrar tan hermosos ejemplares de la persona humana.
Como niños ambos, aunque de distinta condición, pronto nos tratamos con la confianza propia de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar con ella, sufriendo todas sus impertinencias, que eran muchas, pues en nuestros juegos nunca se confundían las clases: ella era siempre señorita, y yo siempre criado; así es que yo llevaba la peor parte, y si había golpes, no es preciso indicar aquí quién los recibía.
Ir a buscarla al salir de la escuela para acompañarla a casa, era mi sueno de oro; y cuando por alguna ocupación imprevista se encargaba a otra persona tan dulce comisión, mi pena era tan profunda, que yo la equiparaba a las mayores penas que pueden pasarse en la vida, siendo hombre, y decía: «Es imposible que cuando yo sea grande experimente desgracia mayor». Subir por orden suya al naranjo del patio para coger los azahares de las más altas ramas, era para mí la mayor de las delicias, posición o preeminencia superior a la del mejor rey de la tierra subido en su trono de oro; y no recuerdo alborozo comparable al que me causaba obligándome a correr tras ella en ese divino e inmortal juego que llaman escondite. Si ella corría como una gacela, yo volaba como un pájaro para cogerla más pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que encontraba más a mano. Cuando se trocaban los papeles, cuando ella era la perseguidora y a mí me correspondía el ser cogido, se duplicaban las inocentes y puras delicias de aquel juego sublime, y el paraje más obscuro y feo, donde yo, encogido y palpitante, esperaba la impresión de sus brazos ansiosos de estrecharme, era para mí un verdadero paraíso. Añadiré que jamás, durante aquellas escenas, tuve un pensamiento, una sensación, que no emanara del más refinado idealismo.
¿Y qué diré de su canto? Desde muy niña acostumbraba a cantar el olé y las cañas, con la maestría de los ruiseñores, que lo saben todo en materia de música sin haber aprendido nada. Todos le alababan aquella habilidad, y formaban corro para oírla; pero a mí me ofendían los aplausos de sus admiradores, y hubiera deseado que enmudeciera para los demás. Era aquel canto un gorjeo melancólico, aun modulado por su voz infantil. La nota, que repercutía sobre sí misma, enredándose y desenredándose, como un hilo sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía alejándose para volver descendiendo con timbre grave. Parecía emitida por un avecilla, que se remontara primero al Cielo, y que después cantara en nuestro propio oído. El alma, si se me permite emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo el sonido, y se contraía después retrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la melodía y asociando la música a la hermosa cantora. Tan singular era el efecto, que para mí el oírla cantar, sobre todo en presencia de otras personas, era casi una mortificación.
Teníamos la misma edad, poco más o menos, como he dicho, pues sólo excedía la suya a la mía en unos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo y raquítico, mientras ella se desarrollaba con mucha lozanía, y así, al cumplirse los tres años de mi residencia en la casa, ella parecía de mucha más edad que yo. Estos tres años se pasaron sin sospechar nosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegos no se interrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla trabajar.
Al cabo de lo tres años advertí que las formas de mi idolatrada señorita se ensanchaban y redondeaban, completando la hermosura de su cuerpo: su rostro se puso más encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos más vivos, si bien con la mirada menos errátil y voluble; su andar más reposado; sus movimientos no sé si más o menos ligeros, pero ciertamente distintos, aunque no podía entonces ni puedo ahora apreciar en qué consistía la diferencia. Pero ninguno de estos accidentes me confundió tanto como la transformación de su voz, que adquirió cierta sonora gravedad bien distinta de aquel travieso y alegre chillido con que me llamaba antes, trastornándome el juicio, y obligándome a olvidar mis quehaceres, para acudir al juego. El capullo se convertía en rosa y la crisálida en mariposa.
Un día mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi amita se presentó ante mí con traje bajo. Aquella transfiguración produjo en mí tal impresión, que en todo el día no hablé una palabra. Estaba serio como un hombre que ha sido vilmente engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que en mis soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento de mi amita era una felonía. Se despertó en mí la fiebre del raciocinar, y sobre aquel tema controvertía apasionadamente conmigo mismo en el silencio de mis insomnios. Lo que más me aturdía era ver que con unas cuantas varas de tela había variado por completo su carácter. Aquel día, mil veces desgraciado, me habló en tono ceremonioso, ordenándome con gravedad y hasta con displicencia las faenas que menos me gustaban; y ella, que tantas veces fue cómplice y encubridora de mi holgazanería, me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a todas éstas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una monada, ni una veloz carrera, ni un poco de olé, ni esconderse de mí para que la buscara, ni fingirse enfadada para reírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pescozón con su blanda manecita! ¡Terribles crisis de la existencia! ¡Ella se había convertido en mujer, y yo continuaba siendo niño!
No necesito decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volví a subir al naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativa fragancia; ya no corrimos más por el patio, ni hice más viajes a la escuela, para traerla a casa, tan orgulloso de mi comisión que la hubiera defendido contra un ejército, si éste hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita andaba con la mayor circunspección y gravedad; varias veces noté que al subir una escalera delante de mí, cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más arriba de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora me río considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.
Pero aún habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de su transformación, la tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la servidumbre, se ocupaban un día de cierto grave asunto. Aplicando mi diligente oído, luego me enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yo no le conocía ningún novio. Pero entonces lo arreglaban todo los padres, y lo raro es que a veces no salía del todo mal.
Pues un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron. Este joven vino a casa acompañado de sus padres, que eran una especie de condes o marqueses, con un título retumbante. El pretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyo honroso Cuerpo servía; pero a pesar de tan elegante jaez, su facha era muy poco agradable. Así debió parecerle a mi amita, pues desde un principio mostró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba de convencerla, pero inútilmente, y le hacía la más acabada pintura de las buenas prendas del novio, de su alto linaje y grandes riquezas. La niña no se convencía, y a estas razones oponía otras muy cuerdas.
Pero la pícara se callaba lo principal, y lo principal era que tenía otro novio, a quien de veras amaba. Este otro era un oficial de Artillería, llamado D. Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentil figura. Mi amita le había conocido en la iglesia, y el pérfido amor se apoderó de ella, mientras rezaba; pues siempre fue el templo lugar muy a propósito, por su poético y misterioso recinto, para abrir de par en par al amor las puertas del alma. Malespina rondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; y tanto se habló en Vejer de estos amores, que el otro lo supo, y se desafiaron. Mis amos supieron todo cuando llegó a casa la noticia de que Malespina había herido mortalmente a su rival.
El escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizó tanto con aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, y como Malespina fuese también persona bien nacida y rica, se notaron en la atmósfera política de la casa barruntos de que el joven D. Rafael iba a entrar en ella. Renunciaron al enlace los padres del herido, y en cambio el del vencedor se presentó en casa a pedir para su hijo la mano de mi querida amita. Después de algunas dilaciones, se la concedieron.
Me acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespina. Era un señor muy seco y estirado, con chupa de treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran coleto, y una nariz muy larga y afilada, con la cual parecía olfatear a las personas que le sostenían la conversación. Hablaba por los codos y no dejaba meter baza a los demás: él se lo decía todo, y no se podía elogiar cosa alguna, porque al punto salía diciendo que tenía otra mejor. Desde entonces le taché por hombre vanidoso y mentirosísimo, como tuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amos le recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo, que con él venía. Desde entonces, el novio siguió yendo a casa todos los días, sólo o en compañía de su padre.
Nueva transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tan marcada, que tocaba los límites del menosprecio. Entonces eché de ver claramente por primera vez, maldiciéndola, la humildad de mi condición; trataba de explicarme el derecho que tenían a la superioridad los que realmente eran superiores, y me preguntaba, lleno de angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos y sabios, mientras yo tenía por abolengo la Caleta, por única fortuna mi persona, y apenas sabía leer. Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño, comprendí que a nada podría aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizás todo aquello que no poseía.
En vista del despego con que ella me trataba, perdí la confianza; no me atrevía a desplegar los labios en su presencia, y me infundía mucho más respeto que sus padres. Entre tanto, yo observaba con atención los indicios del amor que la dominaba. Cuando él tardaba, yo la veía impaciente y triste; al menor rumor que indicase la aproximación de alguno, se encendía su hermoso semblante, y sus negros ojos brillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba al fin, le era imposible a ella disimular su alegría, y luego se estaban charlando horas y más horas, siempre en presencia de Doña Francisca, pues a mi señorita no se le consentían coloquios a solas ni por las rejas.
También había correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era el correo de los dos amantes. ¡Aquello me daba una rabia...! Según la consigna, yo salía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que un reloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela para entregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo, y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas veces sentía tentaciones de quemar aquellas cartas, no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuve serenidad para dominar tan feo propósito.
No necesito decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi sangre enardecida, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los peores modos posibles, deseoso de significarle mi alto enojo. Este despego que a ellos les parecía mala crianza y a mí un arranque de entereza, propio de elevados corazones, me proporcionó algunas reprimendas y, sobre todo, dio origen a una frase de mi señorita, que se me clavó en el corazón como una dolorosa espina. En cierta ocasión le oí decir:
«Este chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera de casa».
Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señalado ocurrió lo que ya conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderá que Doña Francisca tenía razones poderosas, además de la poca salud de su marido, para impedirle ir a la escuadra.
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