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Bartolomé de las Casas De las antiguas gentes del Perú IntraText CT - Texto |
Prólogo
Aunque no lo dijera (que voy a decirlo ahora mismo), pronto sabría el lector a que atenerse respecto al título y condiciones del libro publicado en este tomo con el nombre del P. Fr. Bartolomé de las Casas; bastaríale llegar al comienzo de la Declaración que precede al primer capítulo. Pero me creo obligado a declararlo yo antes que lo averigüe, advirtiéndole desde que las primeras líneas del Prólogo, de que, si bien es verdad que sólo unos pocos de sus párrafos son conocidos y han visto la luz en obra de difícil consulta para muchos, el texto De las antiguas
gentes del Perú no constituye por sí tratado aparte ni tal fue la mente de su verdadero autor, ni tampoco es cosa nueva o ignorada de eruditos y bibliófilos, sino sencillamente una ordenada agrupación de los capítulos íntegros o en extracto que atañen al Perú en la Apologética historia sumaria cuanto a las cualidades, disposición, descripción, cielo y suelo de las tierras, y condiciones naturales, policías, repúblicas, maneras de vivir y costumbres de las gentes destas indias occidentales y meridionales, cuyo imperio soberano pertenece a los Reyes Castilla.
Por lo cual, en realidad y esencia, mi trabajo es mera continuación del comenzado por los Señores Marques de la Fuensanta del Valle y D. José Sancho Rayón en el Apéndice a la Historia de las Indias del mismo P. Las Casas 1, sustituyéndolos, previo el consentimiento
indispensable, en la pacientísima tarea de proseguir su primer propósito, ya anunciado en la Advertencia preliminar del tomo con que finaliza la parte conocida de la expresada Historia, de publicar, «sino todo lo que quedaba inédito de la Apologética, al menos lo que se refiere a México y al Perú, que es la mayor parte».
Como del imperio de Moctezuma se me alcanza muy poco, y por otra parte, mis preferentes aficiones han sido y continúan siendo por el de los Incas, he optado por éste dejando el primero para otros de más competencia en el asunto.
Los ilustrados y diligentes editores de la Col. de docum. inéd. para la Historia de España, en la parte publicada de la Apologética, adoptaron un plan que me parece excelente y sobre todo muy práctico, dadas las condiciones de esta obra: ceñirse a lo pertinente a su principal objeto y descargarla del refuerzo y máquina de alegaciones y citas que
el Apóstol de los indios llama en auxilio y defensa de su tema. Porque, no obstante el calificativo de sumaria que le impuso y de llamarla obrecilla alguna que otra vez, compone un volumen en folio de 830 fol. con multitud de intercalación es y adiciones marginales, y calculando por lo corto, de esos 830 fol. una tercera parte corresponde a los textos auxiliares, aducidos con frecuencia in extenso y sacados de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y de los filósofos, historiadores y poetas clásicos; estupendo y magnífico alarde de erudición para aquel tiempo, ilustración necesaria a la generalidad de los que entonces habían de persuadirse a favor de los indios y de la excelencia de todas sus cosas, pero hoy casi del todo inútil, porque el convencimiento de los modernos americanistas no suele venir por el camino de aquellas autoridades, y las que algún prestigio pudieran conservar, han descendido ya a simples rudimentos de erudición histórica y científica
. Perdóneme, pues, el insigne prelado chiapense si imito el ejemplo de los Señores Fuensanta y Sancho Rayón, si bien más en pequeño, y agradézcame en cambio la vista que he perdido y la paciencia de indio que he gastado en desenmarañar los capítulos de mi texto, adivinando a veces la escritura, toda de su mano, llena de tachones, enmiendas y arrepentimientos no siempre corregidos, reflejo fiel de su estilo, como su carácter, vehemente, apresurado, febril, a pesar de las trabas de un hipérbaton tan complicado y de remate tan tardío, que no parece sino que sentía en el alma arrancar del regazo materno nuestro gallardo y ya en aquella sazón vigoroso romance.
Descartada de sus accesorios y anejos la materia esencial de los capítulos que agrupamos con el epígrafe De las antiguas gentes del Perú, basta un ligero examen, acaso una sola lectura, para convencerse de que no es homogénea ni todos sus elementos componentes
el mismo valor. Desde luego da motivos a la distinción, el lugar donde Las Casas compuso algunos de los antedichos capítulos comparado con la fecha de varios de los documentos que en ellos utiliza. El lugar es la Isla Española, que vio por última vez el año de 1544, y los documentos a que aludo son de 1547, 1552 y 1553; incompatibilidad que por ventura depende de no haber tenido tiempo de dar las últimas manos a su obra y corregir estos descuidos y otros, como las llamadas y citas de capítulos que aún no debía haber escrito 2. Pero, apurado un poco más el análisis y lectura de ellos, afírmase enteramente aquella convicción con la coincidencia, en muchos casos literal, de varios pajes de la Apologética con lugares de escritores conocidos o que pueden fácilmente conocerse.
Uno de ellos es Miguel Estete, cuya relación de viaje, impresa con la de Francisco de Xerez, menciona por la edición de Salamanca de 1547. Otro, el mismo Xerez, sin nombrarlo; otro, Pedro de Cieza de León, omitiendo asimismo su nombre, y el cuarto, un seglar, como Las Casas le llama, y que según todas las señas es el P. Cristóbal de Molina, autor de la Relación de muchas cosas acaecidas en el Perú, en suma, para entender a la letra la manera que se tuvo en la conquista y poblazon destos reinos, etc., escrita uno o dos años después del fallecimiento del virey D. Antonio de Mendoza, acaecido en la noche del 21 de julio de 1552. De todos cuatro toma lo que le conviene, y a veces, no diré falseándolo, porque se trata de un respetable prelado, pero si aderezándolo de manera que resulte lo más apologético posible. En la cosecha, sin embargo, merece sus preferencias el seglar, como puede verse, por los trozos de su relación, que, acotados con llamadas
a las páginas del texto principal, damos por Apéndice.
Lo demás que no encuentro en estos escritores, ignoro quién pudo prestárselo a Las Casas. Sus repetidas y terminantes afirmaciones 3 de que lo sabia por relaciones de religiosos de su Orden y de otras y aun de seglares, no bastan para dar con el autor, aunque garanticen la legitimidad de su procedencia. Pero lo que a mi juicio es indudable, es que ni por tales relaciones ni con motivo de ellas ni de las citas de los de autores conocidos, resulta que el de la Apologética recogiera personalmente el más mínimo dato en el Perú. Hasta de las cosas más triviales y sabidas de aquel país habla por referencia. Un ejemplo: ¿quién de los que estuvieron un día siquiera entre aimaraes y quíchuas por los años de
Las Casas, hubiera escrito como él acerca del hayo de Tierra Firme: «Y esta yerba es la misma coca que en las provincias del Perú es tan preciada, como parece por testimonios de religiosos y de indios que han venido del Perú que la vieron y conocieron en la dicha isla de Cuba y con mucha abundancia?» 4
Deslindados, aunque someramente, los orígenes de las noticias del antiguo Perú recopiladas por Las Casas en la más genial y apasionada de sus obras, no huelga que expongamos nuestro parecer acerca de su valor documental y del provecho que pueden reportar a la historia y protohistoria de aquel famoso imperio en la forma a y manera que el recopilador nos las ofrece.
Respecto a las procedentes de las relaciones de Estete, Xerez y de la crónica de Cieza de León, ya sabemos a
qué atenernos, pues conocemos los originales y estamos acostumbrados a la autoridad de que gozan hace siglos; y en cuanto al P. Molina, aunque apasionado, es testigo presencial de lo que narra.
Las restantes, que son las más y mejores, hay que recibirlas con su cuenta y razón; porque es casi indudable, que antes de pasar a las páginas de la Apologética, tuvieron que sufrir modificaciones más o menos esenciales a fin de acomodarse, a la intención y deliberado propósito de demostrar con ellas la suprema excelencia de las razas americanas y ponerlas, no al nivel, pero encima de las más famosas del antiguo mundo. El traslado de los textos de Cieza y Molina confirma nuestra suposición y nos ofrece a mayor abundamiento una prueba de las demasías del fanatismo apologético del Apóstol indiano, en las descripciones de los monumentos arquitectónicos y otras obras de arte de los primitivos peruanos.
Para él representaban lo más ostentoso, estupendo y sublime de esa manifestación del espíritu humano; la serenidad y gracia divinas de los templos griegos, la abrumadora magnificencia de las fábricas romanas, el místico idealismo de nuestras góticas catedrales y el encanto y primor exquisitos de los alcázares sevillanos y granadinos, ni un recuerdo le merecen al entusiasmarse con los bárbaros muros ciclópeos de la Casa del Sol, aforrada de toscos y pesados tablones de oro y techada de paja.
Conviene también que reparemos en el método expositivo de la sucesión y relaciones cronológicas y otras, más intimas de los fenómenos y manifestaciones de la antigua sociedad peruana, máximamente en la era de los Incas, apogeo de su cultura, en concepto de casi todos los que recogieron a raíz de la conquista y en tiempos inmediatos y elevaron a historia, las tradiciones y leyendas tomadas a boca de los hijos,
deudos, cortesanos y servidores de aquellos monarcas. Yo no dudo en que estos celosos investigadores las trasladaron concienzudamente al papel o las fiaron sin segunda intención a su honrada memoria; pero lo cierto es que en los escritos suyos llegados hasta nosotros se notan dos maneras diferentes, y por lo regular bien definidas, de exponer los hechos más culminantes y trascendentales de la vida y cultura de la raza inqueña. Unos los acumulan en un solo reinado, el de Huiracocha, el de Pachacútec o el de Túpac-Inca-Yupanqui, dejando a sus ascendientes (salvo el gran Manco-Cápac, a quien rodean casi siempre las prestigiosas nieblas de la fábula) en la semioscuridad de la insignificancia, y para sus descendientes el oficio de meros continuadores del estado de cosas que encontraron al ceñir a sus sienes la mascapaicha o borla imperial, y sin otra obligación, demás de ésta, que la de extender a los cuatro suyus o rumbos
cardinales, por medio de amigables anexiones o por la fuerza de las armas, el territorio del imperio, la religión solar y la sagrada y servil obediencia, con los cuantiosos provechos que le correspondían como hijo del astro más luminoso del cielo. Otros reparten los hechos y adelantos realizados por la dinastía de Manco entre los diferentes soberanos, siguiendo una ley ascendente o progresiva, con la cual se acomoda mejor (o se contenta) nuestro moderno criterio y se libra de meterse en más honduras y tiene lo suficiente para asentar un fundamento razonable de la paleohistoria peruana.
Por desgracia, nuestro obispo, o los autores de los documentos que aprovechó, siguen el primer camino; pero en compensación, Las Casas es de los pocos que conceden importancia, si bien no toda la debida, a los pueblos y sociedades gobernadas por curacas, sinchis y otros reyezuelos con mucha anterioridad a la época de los Incas, sin
caer en las ridículas exageraciones y devaneos pseudo-bíblicos del Licenciado Don Fernando de Montesinos.
Estas generalidades con más apariencia que realidad de crítica, son, en mi concepto, las únicas observaciones que acerca de los capítulos de la Apologética relativos al Perú, caben en tan estrecho lugar como un prólogo que tiene que acomodarse a las imprescindibles condiciones de nuestra edición. Por otra parte, descender al examen, cotejo y apreciación de todos los materiales nuevos o viejos para la historia que puedan contener, sería dar principio, sin poder darle fin, a un estudio, largo, minucioso, dificilísimo. El contingente tributado por Las Casas con su Apologética a la antigua historia del Perú, constituye una pequeña, aunque valiosa, porción del tesoro que poseemos, fruto de pacientes e ignoradas investigaciones. Cuando se logre agrupar estos materiales en un solo y ordenado conjunto cuya forma nos
ahorre tiempo, paciencia y, además, hipótesis, probabilidades, suposiciones y otras aventuras del ingenio, será ocasión de avalorar equitativamente y sin cargos de conciencia la certidumbre, duda o falsedad, importancia y utilidad histórica de los hechos y la fe y autoridad que merecen el documento o la persona por donde los conocemos. Otra cosa es gastar el tiempo en ejercicios de habilidad y de fantasía, que, si para algo sirven, es para fingir reputaciones y hacer alardes, interesados o inocentes, de saber lo que se ignora.
Al señalar hace poco algunas deduciones de la lectura de la Apologética como fuertes indicios, casi pruebas, de que su autor no estuvo en el Perú, no se me ocultaba que iba a encontrarme frente a frente con tres textos muy graves y celebrados: la Historia de la provincia de San Vicente de Chiapas y Guatemala, etc., por el Presentado Fr. Antonio
de Remesal, y dos biografías de Las Casas, una por el Sr. Carlos Gutiérrez, guatemalteco expatriado y muerto hará dos o tres años en Donostiarra, otra por el Excmo. Sr. D. Antonio María Fabié, exministro reciente de Ultramar.
En realidad de verdad, insistir, después de leídos los capítulos titulados De las antiguas gentes del Perú, en la demostración de que Las Casas no puso jamás los pies en esta tierra, tiene algo, y aun algos de lo que llaman nuestros vecinos enfoncer une porte ouverte. Más, por deferencia, por consideración a la insigne trinidad biográfica (tres biógrafos distintos y uno solo verdadero), he de hacerme cargo de sus 5 razones, siquiera sea para rectificarlas o combatirlas, pues que pasarlas en silencio fuera afectado e irrespetuoso desdén que nunca 6 merecerían, por malas que pareciesen, viniendo de tan alto. Y como para mí el solo verdadero es el P. Remesal (dicho sea sin menoscabo de la reputación literaria de los otros
dos), con él voy a tratar directamente de la jornada de Fr. Bartolomé, sin perjuicio de acudir, cuando el caso lo exija, a los Sres, Gutiérrez y Fabié. Para lo cual, ya que dichos señores, aunque devotos obsecuentes del cronista dominico, trasladaron a sus biografías con cierta negligencia y no con toda religiosidad el texto que los guiaba, es preciso poner anticipadamente ante los ojos los dos párrafos que aquel consagra al apostólico viaje de su hermano, en, el cap. IV del lib. III, págs. 104 y 105 de la citada Historia; no sin advertir, empero, para más clara inteligencia de su contenido y bajo la fe del mismo cronista, que el objeto del viaje de Las Casas era notificar con toda urgencia a los capitanes D. Diego de Almagro y D. Francisco Pizarro, ocupados a la sazón en la conquista del Perú 7, una cédula que había obtenido
para ellos sobre la libertad de los indios a fuerza de sermones, alegatos y luchas diplomáticas en Corte, durante seis meses del año de 1530 8; cédula «que está (habla Remesal) en el primer tomo de los cuatro que por orden del rey Prudente se imprimieron del gobierno de las Indias».
Dicen los párrafos anunciados:
«I. -Todos los religiosos [Fr. Bartolomé de las Casas, Fr. Bernardino de Minaya y Fr. Pedro de Angulo] salieron de México a principios del año de 1534 y habiéndose de embarcar en el puerto de Realejo, que es en la provincia de Nicaragua, les fue forzoso pasar por la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala. Aposentáronse en el convento de Santo Domingo, que había un año que estaba sin morador, causándoles mucha lástima aquellas paredes desiertas en tierra tan
necesitada de predicación y dotrina. A la voz de que había frailes en el convento de Santo Domingo, acudió toda la ciudad a verlos y a saber la causa de su venida. Pero cuando se encontraron con el Padre Fr. Bartolomé de las Casas, continuo fiscal de conquistadores, se les aguó el contento que llevaban, porque entendieron que traía algunas cédulas y provisiones reales contra ellos, que el servicio de los esclavos no les tenía muy seguras las conciencias, y de cualquier aire se temían. Con todo eso, como discretos, disimularon y mostraron gusto con tan honrados huéspedes, y mucho mayor y con más exceso sin disimulación ni fingimiento alguno el Licenciado Francisco Marroquín, cura de la parroquial de aquella ciudad, que como tan letrado y buen cristiano, deseoso del bien de los naturales, se holgara harto que salieran ciertos los miedos de los feligreses. En el discurso de la conversación se supo el viaje de los
Padres, que era al Perú, a fundar conventos y predicar en la tierra, y como no dijeron más, todos se convertían en ruegos y plegarias que se quedasen allí en donde ya tenían convento fundado y la tierra sosegada y pacífica (cosa que aun no se había alcanzado en el Pirú) y con mucha necesidad de dotrina. Instaba más en esto el Padre Cura, no entendiendo cuan imposibilitados iban los Padres de darle gusto. Súpose esto en la ciudad y contentáronse con detenerlos quince días, en que el Padre Fr. Bernardino de Minaya les predicó tres sermones de grande espíritu y edificación; y de cuanto fruto hayan sido, lo vi escrito en un memorial del Obispo Marroquín 9. Apresuraba 10
el P. Fr. Bartolomé de las Casas su jornada, porque en el prevenir los capitanes del Pirú antes que tomasen posesión de hacer esclavos, tenía librado todo el buen suceso de la jornada, y por esto se salió de la ciudad más presto que los vecinos quisieran. Al fin se partieron dejando el convento tan solo como le hallaron, después de haber sido muy regalados de la gente noble, que con gran liberalidad les dio todo lo necesario para el camino».
«2. -Llegaron al puerto del Realejo, y fue a tan buena ocasión, que se estaba apercibiendo un navío para el Pirú que llevaba gente y bastimentos a Diego de Almagro y Don Francisco Pizarro, y con solos veinticuatro días que se detuvieron, se embarcaron en él; lo cual no fuera así a decir el despacho, que llevaban, porque como la mayor riqueza de aquellos reinos era el trato de los esclavos, no permitieran ir en su compañía quien les iba a quitar su interés y ganancia. Notificada la cédula
real a los dos capitanes, prometieron de guardarla y obedecerla como en ella se contenía y la publicaron por todo el ejército con mucho ruido de pífaros y atambores, añadiendo penas a las que traía expresadas para poner más puntualidad en su ejecución y guarda; porque; como aquella conquista no se hacía a costa del Rey, sino de Don Hernando de Luque, que era ya obispo de Panamá, y de los dos Diego de Almagro y Don Francisco Pizarro, para mostrar su fidelidad al Rey de Castilla, y cómo, aunque peleaban, y ganaban la tierra a su costa, le eran obedientes vasallos, se esmeraron siempre en obedecer todo lo que se les mandaba, aunque fuese tan contra su gusto e interés como esto. Hecha esta primera diligencia, trató el P. Fr. Bartolomé de las Casas de la segunda comisión, que era fundar conventos y asentar la orden para la enseñanza de los naturales en aquella tierra; y después que comunicó este intento con
Fr. Vicente de Valverde, varón doctísimo y de gran virtud, que estaba nombrado por primer obispo de aquella tierra, y con el P. Fr. Reginaldo de Peraza, vicario general de los Padres de Santo Domingo, que andaban en compañía de los españoles, viendo que las cosas estaban poco sosegadas, por no se haber acabado la conquista, y los indios alterados por las guerras y muerte de su gran señor Atabaliba, túvose por buen consejo volverse a la provincia de Santa Cruz o a la Nueva España hasta que la tierra del Pirú se acabase de pacificar. Algunos religiosos que andaban con los conquistadores estaban muy descontentos por la poca seguridad que traían de la vida, los incomportables trabajos de la conquista y la poca esperanza que se tenía que en breve se dispondrían las cosas, de modo que la predicación del Evangelio se comenzase con la paz y sosiego que se requiere en el alma de quien la ha de recibir, y viendo la determinación
del P. Fr. Bartolomé de las Casas y sus dos compañeros, la abrazaron ellos también y se embarcaron juntos para Panamá; a donde, después de haberse detenido algunos días, se vinieron al puerto del Realejo, que es en la provincia de Nicaragua, dos meses andados del año de 1532».
Aquí viene de molde aquello de «vamos por partes», porque lo que hay que decir y preguntar de cada una de las del texto de Remesal no puede reducirse a conjunto ni expresarse en tal forma.
Si era tan apretada y el único desvelo del impaciente procurador de los indios la urgencia de notificar la cédula, a tanta costa lograda, a los capitanes Pizarro y Almagro, que debían hallarse ya en Panamá, ¿por qué en vez de tomar el camino más corto y ordinaria y frecuentada travesía de la Isla Española a Nombre de Dios, dio el inmenso rodeo por México, Guatemala y Nicaragua para embarcarse en el Realejo
y navegar después hasta su encuentro con los conquistadores del Perú? ¿O por ventura en aquella sazón le importaron más las cuestiones electorales de su Orden que la libertad de los indios peruanos?
Me resisto a creer que fuese tan exclusiva, particular y limitada a dichos caudillos su misión apostólico política, que no pudiera utilizarla ni hacer valer el carácter y autoridad de que le revestía la sola circunstancia de llevarla, contra los mercaderes y tratantes de esclavos indígenas de Nicaragua, que descaradamente y a vista del legado y vicario dominico, y con el mismo barco en que se conducía a su destino se entregaban, a su inicuo comercio. Precisamente por aquellos años en ninguna parte de las Indias era tan escandaloso el cabotaje de estas piezas de mercancía como entre Nicaragua y Panamá. Diríase que el ardientísimo celo de Las Casas sufría intermitencias oportunistas. Así lo creo yo, como que la
humanidad del «gran padre y medianero de los indios», como le llamaba Fr. Pedro de Angulo, no llegaba al negro ni alcanzaba al blanco.
Dice el P. Remesal que Fr. Bartolomé y sus adláteres partieron de México para su legacía a principios del año 1531 ¿Cómo compaginar esta partida con la elección en la Española del Provincial Fr. Francisco de S. Miguel y la rebelde agitación que produjo entre los dominicos de aquella ciudad, apaciguada gracias a la prudencia de Las Casas, sucesos ambos acaecidos en los meses de agosto a noviembre del mismo año de 1531?
Gran salto da el cronista dominicano del Realejo a la notificación de la cédula; no hubieran estado de más el nombre del paraje y la fecha en que la notificó a los dos capitanes, pero sin duda no se atrevió con las serias dificultades que el caso ofrecía. Primero, porque don Francisco Pizarro salió de Panamá a principios del año de 1531 y
tardó todo él y más de la mitad del siguiente en llegar a los límites septentrionales del verdadero Perú. En agosto de 1532, cuatro meses después del regreso de Las Casas al Realejo; el conquistador no había pasado de Túmbez. Segundo, porque Diego de Almagro, el otro capitán, se quedó en Panamá, y no le acompañó en esta jornada. Los dos socios principales de la Conquista no se reunieron hasta mediado el mes de febrero de 1533, en Caxamarca.
El Maestre-escuela de la iglesia de Tierra Firme, Fernando de Luque, el consocio de Pizarro y de Almagro, no era ya, porque nunca lo fue, obispo de Panamá: la silla episcopal que obtuvo por la capitulación de la conquista del Perú, en cambio de los dineros con que ayudó a la empresa, fue la de Túmbez, en la que no llegó a sentarse.
Mal pudo tratar Las Casas con Fray Reginaldo de Pedraza (no Peraza) y el doctísimo y virtuoso varón Fr. Vicente
de Valverde que estaba ya nombrado por primer obispo de aquella tierra, el negocio de la fundación de los conventos, toda vez que el ferviente catequista y juez criminal de Atauhuállpac no obispó hasta el año de 1533, ocupando la sede eclesiástica peruana trasladada de Túmbez al Cuzco.
No pudieron tampoco ser obstáculo la fundación de conventos en el Perú y motivo del regreso de Las Casas y de sus compañeros, en unión con los Padres dominicos que andaban descontentos con los trabajos de la conquista y poca seguridad de la vida, las alteraciones de los indios ocasionadas de las guerras y muerte de su gran señor Atabaliba, porque este fue agarrotado por el mes de agosto de 1533 11. Y
acompañando a Pizarro y su gente por el tiempo en que, al decir de Remesal, se hallaba con ellos Las Casas, no había más que dos frailes dominicos de los seis que el gobernador del Perú sacó de España: su vicario Fr. Reginaldo de Pedraza y Fr. Vicente de Valverde; de los cuatro restantes, que fueron Fray Tomás de Toro, Fr. Alonso Burgales, Fr. Pablo de la Cruz y Fray Juan de Yepes, uno no llegó a Tierra Firme, dos quedaron en Nombre de Dios, y el otro regresó a España. Fray Reginaldo se volvió a Panamá por febrero de 1532, y habiendo enfermado, murió allí el 29 de mayo siguiente.
El Sr. Fabié, comprendiendo la absoluta imposibilidad de convenir las fechas de la elección de Fr. Francisco de S. Miguel y de las turbulencias lamentables
que produjo entre los dominicos de México, con la partida de Fr. Bartolomé para tierras peruanas, traslada este suceso a los principios del año siguiente: de 1532; mas sin caer en la cuenta de que, dejando, como deja, su regreso al Realejo en marzo del propio año, rebajando los treinta y nueve días de estada en Santiago de Guatemala y en aquel puerto y otros pocos en Panamá, quedábales al portador de la cédula y compañeros para acabar con su doble y larguísima jornada, menos de una quincena. Y en ese tiempo, a la verdad, apenas si los Ángeles de Isaías (Ite, Angeli veloces, etc.), de que tanto han abusado nuestros misioneros en América, hubieran podido cumplir con el encargo.
Otra alteración introduce el Sr. Fabié en el relato del P. Remesal, que dudo mucho quepa dentro de las atribuciones de un historiador que afirma o niega al amparo y bajo la responsabilidad de otro a quien sigue y copia,
pues no es de pura forma, sino que afecta esencialmente al sentido, valor e intención del testimonio aducido. Refiérome a la muerte de Atauhuállpac, de que hace caso omiso el ilustre biógrafo del Apóstol de los indios. Es evidente que aliviadas aquellas páginas de la crónica chiapense de este enorme anacronismo, resulta más en ayuda del que las aprovecha; pero también lo es que con enmiendas y reformas de esa clase, cualquier texto sirve para un apuro.
Más cauto el Sr. Gutiérrez, no entra en terreno tan dificultoso e inseguro como la narración del cronista dominico, sin prevenirse con la condicional de parece con dejar las fechas en vago y confesar además lealmente que el periodo de la vida de Las Casas (desde 1530 hasta el regreso a Nicaragua) «es asaz oscuro» y que «ni los escritores contemporáneos ni los que han venido después nos ayudan mucho para aclararlo». ¡Y tan oscuro!; como
que el buen Padre anda a tientas y sin poder topar con el apóstol viajero, ni en aquel periodo, ni en otros posteriores en que ejercitaba su ardentísimo celo por tierras y entre indios que correspondían a la jurisdición de la Crónica de Chiapa y Guatemala.
Escribe Remesal, y con lo escrito se conforman los Sres. Gutiérrez y Fabié, que en el año de 1534 intentó Las Casas un segundo viaje apostólico al Perú, que se frustró a causa de las malas condiciones del barco y de una furiosa tormenta que no le dejó pasar de la mitad del camino; y que en el mismo año (no dice si a la ida o a la vuelta) 12, en León de Nicaragua se opuso con su característica energía a cierta expedición proyectada por el gobernador Rodrigo de Contreras. La
tentativa es cierta; refiérelo el mismo Las Casas; el año no, porque fue en 1536, como consta por informaciones actuadas en aquella ciudad en 23 de marzo, 30 de junio y 23 de agosto de dicho año. Contreras, en cumplimiento de mandato real, proyectaba y disponía una expedición al descubrimiento del río San Juan o Desaguadero de la laguna de Nicaragua. Las Casas intentó disuadirle de la empresa, declamando ser en deservicio de Dios y de S. M., haciéndose, como era costumbre, por soldados bajo la conducta de un capitán. Que solamente sería lícita dirigiéndola él, poniendo a sus órdenes cincuenta hombres sin más capitán, con los cuales se obligaba a hacerla. El gobernador no vino en ello, si bien invitó a Las Casas a que fuese en la jornada como él la había ordenado; y Fr. Bartolomé se negó y desatose contra él en los púlpitos y excomulgó a cuantos fuesen a la jornada.
En la tercera de las informaciones,
la de 23 de agosto, hay testigos que concuerdan en sus declaraciones y confirman ciertos hechos que conviene consignar aquí, a saber: «que habrá dos meses, Fray Bartolomé de Las Casas y otros frailes dominicos que estaban en el monasterio de San Francisco (de León), quisieron irse, desamparando y dejando sólo el monasterio. Porque no lo hiciesen, fueron a hablar a Casas y su compañero Fray Pedro de Angulo, de parte del gobernador, los alcaldes Mateo de Lazcano y Juan Talavera, y los regidores Íñigo Martín, Juan de Chaves y el bachiller Guzmán. Viéndoles empeñados en irse, les rogaron que siquiera dejasen a Fray Pedro para doctrinar los indios, y no quisieron, y se fueron aquella tarde sin tener causa ni razón, pues se les ofreció se les daría todo lo necesario, como personas móviles y deseosos de mudanzas y novedades. Y así quedó el Monasterio, retablo e imágenes desamparados».
Se asemeja tanto este paso y sucedido a lo que Remesal cuenta del tránsito de Las Casas y de sus compañeros los padres Angulo y Minaya por Santiago de Guatemala el año de 1531, que estoy por asegurar que éste es una imitación de aquél.
No quiero meterme en el laberinto de rectificaciones que los documentos citados y otros que por la brevedad no cito, me sugieren. Me contento con que el lector, después de fijarse en las fechas, las compulse con las biografías compuestas por los Sres. Fabié y Gutiérrez, los cuales, a mi juicio, al tomar para ellas como señuelo, y seguirla como guía y baquiano la Crónica de Remesal, no han reparado lo bastante en que es modelo de literatura monástica; de esa literatura cultivada, por regla general, en el retiro de una celda, con la atención del espíritu fija constantemente en la mayor gloria de la Orden y en que sus méritos superen los de las otras, procediendo en la piadosa
labor por el método de estáticas contemplaciones, trasportes y arrebatos místicos y otras ausencias de la realidad, que privan de la vista y percepción de las cosas más vulgares y corrientes en el mundo de los profanos.
La relación original del lance por donde se ha sabido del segundo viaje desgraciado de Las Casas al Perú, difiere en algunos pormenores de la publicada por Remesal, y voy a trasladarla, no por este solo motivo, sino también por otro de más importancia.
«Yo vide un plático soldado muy solenne tahúr, y que según presumíamos iba con otros, muchos a robar los indios a los reynos del Perú. Andando que andábamos perdidos por la mar, acordamos de echar suertes sobre qué camino tomaríamos, o para ir al Perú donde él y los demás iban, porque bullía el oro, allí enderezados, sino que nos era el tiempo contrario, o a la provincia de Nicaragua,
donde no había oro, pero podíamos más presto y matar la hambre allí llegar. Y porque salió la suerte que prosiguiésemos el camino del Perú, rescibió tanta y tan vehemente alegría, que comenzó a llorar y derramar tantas lágrimas como una monja o muy devota beata, y dijo: «Por cierto no me parece sino que tengo tanto consuelo como si agora acabara de comulgar»; y otra cosa no hacía en todo el día sino jugar a los naipes y tan desenfrenadamente como los otros. Los que allí veníamos, que deseábamos salir de allí donde quiera que la mar nos echara, vista la causa de sus lágrimas, reyamos de su gran consuelo y devoción».
En este pasaje, o por mejor decir, en que el Padre Remesal afirma que Las Casas lo consignó en su Historia, y suponiendo que el Padre se refiere a la Historia general, funda el Sr. Fabié su opinión de que llegó a escribirse el libro IV de ésta; «el cual son sus palabras -
aunque hasta el presente no ha parecido, de seguro lo dejó escrito (Las Casas), pues no puede menos de referirse a él Remesal, cuando dice que Las Casas contó en su Historia general los grandes trabajos que pasó en la navegación que hizo el año de 1533 (sic) de Nicaragua al Perú, que no pudo tener cumplido efecto, porque le obligaron los temporales a volver de arribada al punto de salida 13».
La deducción es lógica y lo sería mucho más si en vez del adjetivo general hubiera aplicado a la Historia el de apologética, de cuyo capítulo 180 he sacado la copia de más arriba 14.
Pero, entretenido en la castigación de
los descuidos del P. Remesal con vulgaridades de la historia de la conquista del Perú y Tierra Firme, y en episodios, que, aunque parezcan inoportunos, al cabo han de redundar en el mejor conocimiento de la vida y sucesos del autor de la Apologética, casi me estoy olvidando de averiguar lo que hay de cierto en la más importante de las afirmaciones del cronista tocantes al viaje de Las Casas de 1531 o 32, pues en el hecho en que la funda estriba su causa principal, a saber, la existencia de la cédula para Pizarro y Almagro a tanta costa obtenida y que era urgentísimo notificarles. La cual, dice el cronista, «está en el primer tomo de los cuatro que por orden del rey Prudente se imprimieron del gobierno de las Indias para que los oidores y jueces las tuviesen ordinarias para gobernar y sentenciar por ellas como por leyes llenas de toda razón y justicia». En la Biblioteca 15 Pinelo-Barcia hay un artículo de las Leyes y Ordenanzas
nuevas hechas por S. M. para la gobernación de las Indias, y buen tratamiento de los indios, que se han de guardar en el Consejo y Audiencias reales que en ellas residen y por todos los otros gobernadores, jueces y personas particulares de ellas. En Madrid, 1585, en casa de Francisco Sánchez.- Si el P. Remesal se refiere a esta obra, como parece indicarlo la semejanza del título a la cita, nada puedo afirmar ni negar sobre aquel documento, porque no la conozco ni sé de nadie que la haya visto, ni en la Biblioteca se expresa el número de tomos de que se compone 16; y aunque, como poco
antes dejo demostrado, las afirmaciones del Padre dominico no son siempre exactas, en el caso presente solo me corresponde admitir como cierto un hecho que asegura con terminantes palabras. Pero esto no impedirá que manifieste mi extrañeza al no hallar siquiera una cédula, carta o provisión dirigida a Pizarro y Almagro en otra colección legislativa también sobre Indias, copiosísima, publicada con carácter oficial, en cuatro tomos, once años después, o sea en el de 1596 17. Únicamente en
el cuarto, a la sección correspondiente, titulada: Provisiones, cédulas, capítulos de las nuevas leyes y de cartas despachadas en diferentes tiempos, para que los indios sean libres y no esclavos, y pónese asimismo la PERMISIÓN QUE SE DABA EN LAS CONQUISTAS, para que se sepa y entienda su principio (p. 361), se registra una provisión, fecha en Madrid a 2 de agosto de 1530, «mandando que no se pueda cautivar ni hacer esclavo a ningún indio»; pero es general para las tres Audiencias, gobernadores, alcaldes mayores, regidores y demás autoridades y justicias y personas particulares de todas las Indias, islas y tierra firme del mar océano. Las que
atañen al Perú son muy posteriores al año de 1530.
¿Se suprimió en esta colección cédula tan importante como la mencionada por Remesal?; y en ese caso, ¿por qué se dejaron otras casi insignificantes?
En cuanto a la urgencia e imprescindible necesidad de que Las Casas notificara personalmente la cédula a los conquistadores del Perú, téngolas por pura candidez, aunque laudable y muy propia de un santo varón, alejado del tráfago mundanal y algo distraído, como lo era el cronista de Chiapa y Guatemala. ¿No estaban allí para notificarla la Audiencia de Santo Domingo y el gobernador o alcalde mayor de Panamá? ¿Cuándo se ha visto, habiendo autoridades competentes para ejercer una función que les es propia, encargársela a un simple fraile, que entonces no tenía, ni con mucho, la fama y el prestigio que alcanzó después?
Tampoco se comprenden las prisas por que Pizarro y Almagro supiesen
que no habían de hacer esclavos a los indios de su conquista, cuando en las capitulaciones del primero con la Emperatriz hay una, la última, que dice: «Con condición que en la dicha pacificación conquista y población y tratamiento de los indios en sus personas e bienes, seáis tenudos e obligados de guardar en todo e por todo lo contenido en las ordenanzas e instrucciones que para esto tenemos fechas e se hicieren e vos serán dadas en la nuestra carta e provisión que vos mandaremos dar para la encomienda de los dichos indios». Y entre las dichas ordenanzas e instrucciones no faltarían seguramente las de Valladolid y 23 de enero de 1513, con las aclaraciones que se les añadieron, y las impresas por abril de 1514, que se mandaron circular y circularon por las Islas, y Tierra Firme 18; y acaso la
provisión de Toledo y 20 de noviembre de 1528.
Pues no digamos de la virtud y eficacia de la notificación e intimación en Indias a la obediencia de un mandato real. Esa formalidad, por mucho que fuera el aparato y alardes con que se cumpliera, era de escasísima eficacia y de dudosos resultados. Más que notificarla y obedecerla importaba celar su
cumplimiento allí donde había de cumplirse y al lado de quien debía cumplirla, y estar con el ojo al Rey y a su Consejo de las Indias, por si al servicio de S. M. convenía revocarla o disponer en otra algo que empeciese a su observancia o la dificultase.
Y justamente acaeció librarse a los dos años, en 13 de enero de 1532, en Medina del Campo, otra cédula general mandando que no se herrasen indios aunque fuesen esclavos, con lo que resultaron fallidos, el viaje, la urgencia y la notificación del P. Las Casas. Y a mayor abundamiento, a 8 de marzo de 1533, se expidió otra cédula para que los pobladores del Perú pudiesen comprar los esclavos que los caciques tuviesen. Y si bien es verdad que S. M. el Emperador la revocó o anuló con otra de Fuensalida a 26 de octubre de 1541, no fue porque juzgara que la ley era injusta, sino por haberse abusado de ella, como reza el preámbulo, que con otros preceptos incluidos en la
misma obra, convendría que tuvieran presente los abolicionistas de ocasión y ensalzadores de las leyes de Indias por sólo el código relativamente moderno que las resume y recopila de una manera deficiente y confusa.
«Don Carlos etc. Por cuanto somos informados que a causa de estar permitido que los españoles que han ido a conquistar y poblar la provincia del Perú pudiesen rescatar y comprar de los caciques y principales y otras personas naturales de la dicha tierra los indios que le son sujetos Y tienen por esclavos, ha venido en tanto esceso que se han hecho muchos esclavos, a cuya causa no son tan bien tratados como convenía y son obligados porque los dan trabajos demasiados, etc., etc.».
¿En cuál de estas disposiciones, pregunto yo ahora, se vislumbra la influencia o se descubre la sombra de un precepto soberano anterior a ellas, donde se consignara, sino el derecho de los indios a su libertad, por lo menos la
terminante prohibición de esclavizarlos? El mandato real que llevaba Las Casas a los conquistadores del Perú, fue, sin duda, un relámpago de humanidad imperial sin más trueno que el ruido de los pífaros y atambores de marras.
Más, concedamos sin reservas ni cicaterías que la famosa cédula existió, y constaba donde el P. Remesal asegura; aun así nos quedan aquellos dos lugares de su historia plagados de errores tan graves y evidentes, que sobran para desautorizarlos de todo punto y convertirlos en falso testimonio del mismo caso que refieren: el viaje del Apóstol de los indios al Perú de 1531 a 32, que es en definitiva a lo que vamos. Del cual, por resumen de cuanto aquí llevo escrito en su obsequio y cómo abreviada expresión de lo que opino acerca de su autenticidad, diré (ínterin no se aduzcan más pruebas que aquellos lugares y las biografías compuestas por los Señores Fabié y Gutiérrez)
que el cronista dominico, con algunas noticias descabaladas e incompletas y el pasillo náutico del soldado tahúr, hizo de medio viaje uno y medio.
Los capítulos de la Apologética relativos al Perú, han sido utilizados en parte, pero relativamente muy pequeña, por Kingsborough, Torquemada, el P. Fr. Alonso Fernández, y no recuerdo si alguien más. Lo que el primero utilizó va señalado en mis notas. El segundo dice haber conocido el manuscrito original de la Apologética cuando éste se hallaba en el convento de Santo Domingo de México. Le aprovechó en especial para los capítulos siguientes de su Monarquía Indiana: XVI del lib. IX. -«De lo que se ha podido colegir y hallar del modo del sacerdocio de los reinos del Perú y sus ministros»; el que trata de las Mamacunas, sin olvidar el cuento de la vieja antigua prometida de Huaina Cápac; y XVI del lib. XII. -«De algunas
de las leyes que usaban las gentes del Pirú, etc.». El P. Fernández tomó para el cap. 12 del libro de su Historia del convento de San Esteban de Salamanca MS., varios pasajes de los caps. 58, 121, y 126, que corresponden al II y VII de nuestra edición, incurriendo en dos equivocaciones de que, por lo curiosas, conviene estar advertido. Es la una, que leyendo en su original pica por pieça, puso en la punta de una lanza la imagen del Sol con sus rayos que los Incas tenían en una pieza del templo de Cusco. La otra, haber confundido a los tres primeros españoles que entraron en esta ciudad con tres gruesas planchas de oro de las que adornaban aquel monumento (p. 16)
La fecha de la Apologética, o por mejor decir, de los capítulos que entresacamos de ella, debe ser el año en que acabó Las Casas los tres primeros libros de su Historia general, esto es, el de 1561, si nos atenemos al dato de
la muerte del Rey Huaina Cápac, que se lee en el párrafo cuarto de nuestro capítulo XXIII y 257 del ológrafo, página 198; pues según la vulgar y más aceptada opinión (que en este caso tenía que ser la misma de Las Casas o del religioso o seglar que le comunicó la noticia), el padre de Atauhuállpac falleció en el año de 1525, al saber de la primera llegada de Pizarro a las costas de su imperio; y si dicho capítulo se escribía «más de treinta y cinco años» después de este suceso, claro está que fue en el de 1561 o, a lo más, en el siguiente.
M. JIMÉNEZ DE LA ESPADA.
ADVIÉRTESE que la correspondencia de los capítulos de esta edición con los del original ológrafo es como sigue:
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I con el 56.-II c. 58.-III c. 60.-IV c. 65. |
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V -c. 68.-VI c. 69.-VII c 121 y 126.-VIII |
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c. 131.-IX c. 133.-X c. 140.-XI c. 141.- |
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XII c. 182.-XIII c. 194.-XIV c. 248.- |
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XV c. 249.-XVI c. 250.-XVII C. 251.- |
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XVIII c. 252.-XIX C. 253.-XX c. 254.- |
|
XXI c. 255.-XXII c. 256.-XXIII c. 257.- |
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XXIV c. 258.-XXV c. 259.-XXVI c. 260.- |
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XXVII c. 261. |
ERRATAS PRINCIPALES
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Pgs. |
Línea. |
DICE |
LÉASE |
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5 |
última |
manera |
manere. |
|
41 |
4 |
pollo |
polvo. |
|
93 |
24 |
mantos |
mantas. |
|
97 |
10 |
Terníanle |
Teníanle. |
|
110 |
3 |
Éste, así, dentro de sí, |
Éste así, dentro de sí, |
|
142 |
12 y 13 |
be-lla |
bel-la |
|
150 |
13 |
de |
del |
|
155 |
19 |
teocrico |
toccrico |
|
173 |
1 |
pintados |
plantados |
|
216 |
7 |
ingna |
mgna [ña] |
|
226 |
3 |
y de |
y los de |
Por otros apuntes del mismo Muñoz (ibid.) y nota del relator León Pinelo, consta que el licenciado Hernando Ybarra, juez de la Audiencia de Grados de Sevilla, fue el primer juez letrado de la Casa de la Contratación desde junio de 1511, y pasó a la Española por juez de residencia y repartidor de indios hacia mayo o junio de 1514. Había ya fallecido en la villa de Santo Domingo de la Española en 14 de noviembre de ese año.