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Bartolomé de las Casas De las antiguas gentes del Perú IntraText CT - Texto |
Capítulo XXII
De la sujeción, veneración y reverencia a los Señores de su Imperio que Pachacútec impuso a sus vasallos, y entre ellos de los inferiores a los superiores, e influencia de esta orden en las costumbres, y especialmente en la conducta de la gente de guerra. Causas y razones que le movían a declararla y hacerla. Modo de pelear. Su prudencia política después de la paz o la victoria
Puso este Señor y Príncipe admirable ley e orden cerca de la obediencia que se había de tener a los otros Señores, sus inferiores, por sus vasallos, y gran subjeción, a lo cual todas aquellas gentes tenían y tienen, las que dellas hay, naturalísima inclinación, y quedoles esta obediencia y humilísima subjeción tan plantada y entrañada, que
como cosa en sus propias raíces naturales asentada y nacida o arraigada, dificilísimamente o nunca se puede, sino con tanta violencia que venza toda la fuerza natural, desarraigar la obediencia y reverencia a sus mayores y consideración de mayoría entre sí mismos unos con otros; así, no se les puede desentrañar ni por ningunas interposiciones o interpolaciones olvidar. Esto parece, porque acaece cincuenta y cien personas principales ir juntos, y tienen tanto miramiento en que el mayor vaya delante, y luego el qués mayor después de aquél, y luego el que por su mayoría debe tener el tercero lugar y así los demás, que no hay procesión de religiosos muy ordenados que mejor vayan puestos cada uno en su lugar, que todos ellos se componen y van por la razón y cognoscimiento y respeto que tienen al mayor guiados.
La misma orden guardan, sin faltar un punto, en el servicio de la comida y bebida, si comen y beben juntos; lo mismo en el hablar y en el responder; y desto harto habemos visto por nuestros ojos en otras partes destas Indias.
Semejantemente guardan en todas las otras cosas de buena crianza y respeto que se debe tener a los mayores; de aquí
es que tienen tanta reverencia y obediencia a sus Señores, que apenas les osan mirar por un momento a las caras, que luego, aunque le estén hablando, no bajen los ojos.
Desta orden y ley puesta por este Príncipe tan prudente, y de la natural buena inclinación de todas aquellas naciones, procedió ser la gente de guerra tan morigerada, soliendo ser aquel género de hombres tan viciosos e indisciplinables, que nunca fueron frailes en sus conventos más obedientes a su perlado ni más quietos sin hacer daños, que aquellos eran a sus capitanes y daño ni molestia hiciesen por donde pasaban. Esto no es fábula sino verdad de todos los nuestros que noticia tuvieron ocular, ingenuamente confesada.
Cuando caminaban, ninguno se había de apartar un dedo del camino real a ninguna parte, y aunque la fruta de los árboles que estaban por los caminos (como dejimos) colgase al camino sobre las paredes, ninguno había que osare alzar la mano a tomarla, porque no menor pena que la muerte se les había de dar. Y para esto había muy grandes recaudos de guardas para ver si alguno se desmandaba, y si lo hobiera, él o su capitán lo habían bien de lastar.
Y esto era cosa prodigiosa que acaecía ir cient mill hombres juntos de guerra, que de tan desenfrenada libertad para hacer mal suelen usar desque se veen muchos juntos, y que fuesen con tanta modestia y tan recogidos y ordenados.
Por los caminos tenían todas las cosas que habían menester en abundancia o en los depósitos principales de que arriba hemos hablado, o en ciertas casas, que llamaban tambos, como mesones, de más de ciento y cincuenta pasos en luengo, muy anchas y espaciosas, limpias y aderezadas con muchas puertas y ventanas 102, porque estuviesen alegres y claras, llenas de provisiones para esta gente, a cada jornada. En ellas se daba la ración de comida que había menester cada persona dellos y sus mujeres y criados, y de todo lo demás de que tenían necesidad, o de vestidos o calzados o de armas; y esto sin bullicio y reñillas (sic), ni desabrimiento ni turbación alguna más que si fueran padres y hijos de una casa.
Cuando llegaban a los pueblos y ciudades,
o se iban derechos a las plazas, o fuera dellos en el campo se alojaban, y luego le era allí traído todo lo necesario. Ni tenían necesidad, ni ocasión por ella, de ir a buscar cosa que les faltare, ni osaban ir a buscalla, porque había gran cuidado y rigor y castigo contra los que hicieran al contrario; y así estaban los vecinos asaz seguros de recebir molestia ni algún agravio ni que cosa de sus casas les faltase.
Las causas de las guerras que este Señor movía comúnmente y los que le sucedieron, eran, o sobre que las provincias de su Señorío se venían a quejar que otros extraños les hacían algunos daños e injuriaban, o porque alguno de los Reyes o provincias de las que le eran subjetas se le rebelaba, o también alguna vez quizá buscaban algunos de los sucesores achaques para dilatar su principado. Y desto asaz tenemos ejemplos en muchas naciones pasadas, y entrellas las de los romanos; y pluguiese a Dios que no fuese peor hoy entre los que nos llamamos cristianos.
Primero que otra cosa, cuando había de hacer alguna guerra, enviaba un mensajero con una porra de armas en la mano, como rey darmas, o a un capitán con alguna
gente a los enemigos, y aquella porra llevaba cierta señal Real colgada, lo cual era señal de amonestación y amenaza. Con aquella porra era el que la llevaba tan recibido y obedecido, acatado y reverenciado, como si en persona propia fuera, y sino, era cierta la venganza.
Si el Rey o provincia contra quien determinaba de se armar era no muy ardua o muy grande, constituía un deudo suyo por capitán general; pero si era cosa grande, iba con el ejército su persona real.
Por cualquier causa que la guerra fuese movida, cada y cuando que le saliesen de paz y lo diesen la obediencia, los recebía con benignidad, tomando alguna gente para se servir e dar a los capitanes como por esclavos; pero no era la servidumbre como la que nosotros usamos con muchas partes (sic); todo el menos daño que se podía hacer se hacía, por haberlo él así ordenado y mandado.
Los que subjetaba de nuevo mandaba luego vestir al uso del Cuzco ellos y sus mujeres, y que hiciesen casas de piedra y templos al Sol, y se proveyese de Amaconas (sic), beatas o monjas que le sirviesen, y del servicio demás; ítem, las Casas Reales y las casas para depósitos, y aposentos
también para la gente darmas de la manera questá dicho atrás.
No juntaba ejercito que no lo pagase de sus rentas, servicios y tributos sin que a los pueblos causase alguna vejación.
La manera de pelear era esta: que cercada la una batalla de la otra y cuanto las piedras podían llegar lo primero con que peleaban era con las hondas y como nosotros con la artillería, y en esto eran muy diestros, ciertos y certeros como experimentados. Las piedras que tiraban eran hechizas y al propósito amaestradas. A su tiempo, cuando estaban más cerca desarmaban los flecheros sus arcos. De allí, acercándose más, peleaban los de las lanzas y rodelas hasta picarse y matarse con ellas. Cuando ya poco a poco se llegaban a estar juntos, venían a las manos y peleaban con unas porras que traían ceñidas y eran de piedras horadadas, y otras de metal o cobre a manera de estrella con un astil que les pasaba por medio, cuasi de cuatro palmos. Con éstas se aporreaban bien y se mataban. Traían eso mesmo unas hachuelas pequeñas como de armas, al otro lado, las cuales se ataban a las muñecas con ciertas manijas de cuerda como fiadores, porque no se los soltasen peleando, con un astil como de tres palmos,
y con estas se hacían grande daño y cortábanse las cabezas como con una espada.
Al tiempo que ya se comenzaban a juntar y herirse con las manos, los orejones, que eran los caballeros, y que de morir en las guerras por el Rey Inga y por la patria, como caballeros, habían hecho profesión, subíanse luego a tomar los altos y las sierras y rebentones ásperos, porque este era su principal negocio y ocupación en el pelear. Para combatir fortalezas y pasos dificultosos y ásperos, tenían unas rodelas (por mejor nombre creo que es llamallas mantas) tejidas de palo y algodón, con cada una de las cuales se cubrían lo menos veinte hombres y de cualesquiera golpes de piedras y de otras armas se mamparaban. Finalmente, alcanzada la victoria, no eran crueles; antes, después de vencidos los contrarios, fácilmente se aplacaban y perdonaban. Todo lo más desto queda dicho arriba en el cap. 5 a la larga.