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Gustavo Adolfo Bécquer
El rayo de luna

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VI

La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las ramas.

*

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores.

 - Tú eres joven, tú eres hermoso - le decía aquélla - . ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y amándote pueda hacerte feliz?

 - ¡El amor!... El amor es un rayo de luna - murmuraba el joven.

 - ¿Por qué no despertáis de ese letargo? - le decía uno de sus escuderos - . Os vestís de hierro de pies a cabeza; mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra. En la guerra se encuentra la gloria.

 - ¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

 - ¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

 - ¡No! ¡No! - exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial - . No quiero nada...; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.




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