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Pio XII
Mystici corporis Christi

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VIRTUDES TEOLOGALES

32. A estos vínculos jurídicos, que ya por sí solos bastan para superar a todos los otros vínculos de cualquiera sociedad humana por elevada que sea, es necesario añadir otro motivo de unidad por razón de aquellas tres virtudes que tan estrechamente nos juntan uno a otro y con Dios, a saber: la fe, la esperanza y la caridad cristiana.

Pues, como enseña el Apóstol, uno es el Señor, una la fe139, es decir, la fe con la que nos adherimos a un solo Dios y al que él envió, Jesucristo140. Y cuán íntimamente nos une esta fe con Dios, nos lo enseñan las palabras del discípulo predilecto de Jesús: Quienquiera que confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios141. Y no es menos lo que esta fe cristiana nos une mutuamente y con la divina Cabeza. Porque cuantos somos creyentes, teniendo... el mismo espíritu de fe142, nos alumbramos con la misma luz de Cristo, nos alimentamos con el mismo manjar de Cristo y somos gobernados por la misma autoridad y magisterio de Cristo. Y si en todos florece el mismo espíritu de fe, vivimos todos también la misma vida en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se entregó por nosotros143; y Cristo, Cabeza nuestra, acogido por nosotros y morando en nuestros corazones por la fe viva144, así como es el autor de nuestra fe, así también será su consumador145.

Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra como a fuente de verdad, por la virtud de la esperanza cristiana lo deseamos como a manantial de felicidad, aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran Dios146. Y por aquel anhelo común del Reino celestial, que nos hace renunciar aquí a una ciudadanía permanente para buscar la futura147 y aspirar a la gloria celestial, no dudó el Apóstol de las Gentes en decir: Un Cuerpo y un Espíritu, como habéis sido llamados a una misma esperanza de vuestra vocación148; más aún, Cristo reside en nosotros como esperanza de gloria149.

33. Pero si los lazos de la fe y esperanza que nos unen a nuestro Divino Redentor en su Cuerpo místico son de gran firmeza e importancia, no son de menor valor y eficacia los vínculo de la caridad. Porque si, aun en las cosas naturales, el amor, que engendra la verdadera amistad, es de lo más excelente, ¿qué diremos de aquel amor celestial que el mismo Dios infunde en nuestras almas? Dios es caridad: y quien permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él150. En virtud, por decirlo así, de una ley establecida por Dios, esta caridad hace que al amarle nosotros le hagamos descender amoroso, conforme a aquello: Si alguno me ama..., mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada151. La caridad, por consiguiente, es la virtud que -más estrechamente que toda otra virtud - nos une con Cristo, en cuyo celestial amor abrasados tantos hijos de la Iglesia se alegraron al sufrir injurias por El y soportarlo y superarlo todo, aun lo más arduo, hasta el último aliento y hasta derramar su sangre. Por lo cual nuestro Divino Salvador nos exhorta encarecidamente con estas palabras: Permaneced en mi amor. Y como quiera que la caridad es una cosa estéril y completamente vana si no se manifiesta y actúa en las buenas obras, por eso añadió en seguida: Si observáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo mismo he observado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor152.

Pero es menester que a este amor a Dios y a Cristo corresponda la caridad para con el prójimo. Porque ¿cómo podremos asegurar que amamos a nuestro Divino Redentor, si odiamos a los que él redimió con su preciosa sangre para hacerlos miembros de su Cuerpo místico? Por eso el Apóstol predilecto de Cristo nos amonesta así: Si alguno dijere que ama a Dios mientras odia a su hermano, es mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien tiene ante los ojos, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Y este mandato hemos recibido de Dios: que quien ame a Dios, ame también a su hermano153. Más aún: se debe afirmar que estaremos tanto más unidos con Dios y con Cristo, cuanto más seamos miembros uno de otro154 y más solícitos recíprocamente155; como, por otra parte, tanto más unidos y estrechados estaremos por la caridad cuanto más encendido sea el amor que nos junte a Dios y a nuestra divina Cabeza.

34. Ya antes del principio del mundo el Unigénito Hijo de Dios nos abrazó con su eterno e infinito conocimiento y con su amor perpetuo. Y, para manifestarnos éste de un modo visible y admirable, unió a sí nuestra naturaleza con unión hipostática, en virtud de la cual -advierte San Máximo de Turín con candorosa sencillez -: en Cristo nos ama nuestra carne156.

Mas aquel amorosísimo conocimiento, que desde el primer momento de su Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana, porque, en virtud de aquella visión beatífica de que disfrutó, apenas recibido en el seno de la madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico. ¡Oh admirable dignación de la piedad divina para con nosotros! ¡Oh inapreciable orden de la caridad infinita! En el pesebre, en la Cruz, en la gloria eterna del Padre, Cristo ve ante sus ojos y tiene a sí unidos a todos los miembros de la Iglesia con mucha más claridad y mucho más amor que una madre conoce y ama al hijo que lleva en su regazo, que cualquiera se conoce y ama a sí mismo.

Por lo dicho se ve fácilmente, Venerables Hermanos, por qué escribe tantas veces San Pablo que Cristo está en nosotros y nosotros en Cristo. Ello ciertamente se confirma con una razón más profunda. Porque, como expusimos antes con suficiente amplitud, Cristo está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica, y por el que de tal suerte obra en nosotros, que todas las cosas divinas, llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas, se han de decir también realizadas por Cristo157. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo -dice el Apóstol -, no es de El; pero si Cristo está en vosotros..., el espíritu vive en virtud de la justificación158.

Esta misma comunicación del Espíritu de Cristo hace que, al derivarse a todos los miembros de la Iglesia todos los dones, virtudes y carismas que con la máxima excelencia, abundancia y eficacia encierra la Cabeza, y al perfeccionarse en ellos día por día según el sitio que ocupan en el Cuerpo místico de Jesucristo, la Iglesia viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene en cierto modo a completarse del todo en la Iglesia159. Con las cuales palabras hemos tocado la misma razón por la cual, según la ya indicada doctrina de San Agustín, la Cabeza mística, que es Cristo, y la Iglesia, que en esta tierra hace sus veces, como un segundo Cristo, constituyen un solo hombre nuevo, en el que se juntan cielo y tierra para perpetuar la obra salvífica de la Cruz; este hombre nuevo es Cristo, Cabeza y Cuerpo, el Cristo íntegro.

35. No ignoramos, ciertamente, que para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina -que se refiere a nuestra unión con el Divino Redentor y de modo especial a la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas - se interponen muchos velos, en los que la misma doctrina queda como envuelta por cierta oscuridad, supuesta la debilidad de nuestra mente. Pero sabemos que de la recta y asidua investigación de esta cuestión, así como del contraste de las diversas opiniones y de la coincidencia de pareceres, cuando el amor de la verdad y el rendimiento debido a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas sagradas. No censuramos, por lo tanto, a los que usan diversos métodos para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de nuestra admirable unión con Cristo.

Pero todos tengan por norma general e inconcusa, si no quieren apartarse de la genuina doctrina y del verdadero magisterio de la Iglesia, la siguiente: han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas e invadir erróneamente lo divino, sin que ni un solo atributo, propio del sempiterno Dios, pueda atribuírsele como propio. Y, además, sostengan firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios como a suprema cosa eficiente.

También es necesario que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto, el cual, mientras estemos en este destierro terrenal, de ningún modo se podrá penetrar con plena claridad ni expresarse con lengua humana. Se dice que las divinas Personas habitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y el amor160, aunque completamente íntimo y singular, absolutamente sobrenatural. Para aproximarnos un tanto a comprender esto hemos de usar el método que el Concilio Vaticano161 recomienda mucho en estas materias: esto es, que si se procura obtener luz para conocer un tanto los arcanos de Dios, se consigue comparando los mismos entre sí y con el fin último al que están enderezados. Oportunamente, según eso, al hablar Nuestro sapientísimo Antecesor León XIII, de f. m., de esta nuestra unión con Cristo y del divino Paráclito que en nosotros habita, tiende sus ojos a aquella visión beatífica por la que esta misma trabazón mística obtendrá algún día en los cielos su cumplimiento y perfección, y dice: Esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que sólo en la condición o estado [viadores, en la tierra], mas no en la esencia, se diferencia de aquella con que Dios abraza a los del cielo, beatificándolos162. Con la cual visión será posible, de una manera absolutamente inefable, contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con los ojos de la mente, elevados por luz superior; asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las personas divinas y ser feliz con un gozo muy semejante al que hace feliz a la santísima e indivisa Trinidad.

Lo que llevamos expuesto de esta estrechísima unión del Cuerpo místico de Jesucristo con su Cabeza, Nos parecería incompleto si no añadiéramos aquí algo cuando menos acerca de la Santísima Eucaristía, que lleva esta unión como a su cumbre en esta vida mortal.

36. Cristo nuestro Señor quiso que esta admirable y nunca bastante alabada unión, por la que nos juntamos entre nosotros y con nuestra divina Cabeza, se manifestara a los fieles de un modo singular por medio del Sacrificio Eucarístico. Porque en él los ministros sagrados hacen las veces no sólo de nuestro Salvador, sino también del Cuerpo místico y de cada uno de los fieles; y en él también los mismos fieles reunidos en comunes deseos y oraciones, ofrecen al Eterno Padre por las manos del sacerdote el Cordero sin mancilla hecho presente en el altar a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia. Y así como el Divino Redentor, al morir en la Cruz, se ofreció, a sí mismo, al Eterno Padre como Cabeza de todo el género humano, así también en esta oblación pura163 no solamente se ofrece al Padre Celestial como Cabeza de la Iglesia, sino que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun a los más débiles y enfermos, los incluye amorosísimamente en su Corazón.

El sacramento de la Eucaristía, además de ser una imagen viva y admirabilísima de la unidad de la Iglesia -puesto que el pan que se consagra se compone de muchos granos que se juntan, para formar una sola cosa164- nos da al mismo autor de la gracia sobrenatural, para que tomemos de él aquel Espíritu de caridad que nos haga vivir no ya nuestra vida, sino la de Cristo y amar al mismo Redentor en todos los miembros de su Cuerpo social.

Si, pues, en las tristísimas circunstancias que hoy nos acongojan son muy numerosos los que tienen tal devoción a Cristo Nuestro Señor, oculto bajo los velos eucarísticos, que ni la tribulación, ni la angustia, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la persecución, ni la espada los pueden separar de su caridad165, ciertamente en este caso la sagrada Comunión, que no sin designio de la divina Providencia ha vuelto a recibirse en estos últimos tiempos con mayor frecuencia, ya desde la niñez, llegará a ser fuente de la fortaleza que no rara vez suscita y forja verdaderos héroes cristianos.




139 Eph. 4, 5.



140 Cf. Io. 17, 3.



141 1 Io. 4, 15.



142 2 Cor. 4, 13.



143 Cf. Gal. 2, 20.



144 Cf. Eph. 3, 17.



145 Cf. Hebr. 12, 2.



146 Tit. 2, 13.



147 Cf. Hebr. 13, 14.



148 Eph. 4, 4.



149 Cf. Col. 1, 27.



150 1 Io. 4, 16.



151 Io. 14, 23.



152 Io. 15, 9-10.



153 1 Io. 4, 20-21.



154 Rom. 12, 5.



155 1 Cor. 12, 25.



156 Serm. 29, PL 57, 594.



157 Cf. Th. Comm. in Ep. ad Eph. c. 2, 1. 5.



158 Rom. 8, 9-10.



159 Cf. Th. Comm. in Ep. ad Eph. c. 1, 1. 8.



160 Cf. Th. 1, 43, 3.



161 Sess. 3 Const. de fide cath. c. 4.



162 Cf. Divinum illud: A.S.S. 29, 653.



163 Mal. 1, 11.



164 Cf. Didache 9, 4.



165 Cf. Rom. 8, 35.






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