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Pio XII
Mystici corporis Christi

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CRISTO, "SUSTENTADOR" DEL CUERPO

23. Lo que acabamos de exponer, Venerables Hermanos, explanando breve y concisamente la manera cómo quiere Cristo Nuestro Señor que de su divina plenitud afluyan sus abundantes dones a toda la Iglesia, para que ésta se le asemeje cuanto es posible, sirve no poco para explicar la tercera razón que demuestra cómo el Cuerpo social de la Iglesia se honra con el nombre de Cristo: la cual consiste en el hecho de que nuestro Redentor mismo sustenta con divino poder la sociedad por El fundada.

Como sutil y agudamente advierte Belarmino93, tal denominación Cuerpo de Cristo no solamente proviene de que Cristo debe ser considerado Cabeza de su Cuerpo místico, sino también de que de tal modo sustenta a su Iglesia, y en cierta manera vive en ella, que ésta subsiste casi como un segundo Cristo. Y así lo afirma el Doctor de las Gentes escribiendo a los Corintios, cuando sin más aditamento llama Cristo a la Iglesia94, imitando en ello al Divino Maestro que a él mismo, cuando perseguía a la Iglesia, le habló de esta manera: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?95. Más aún, si creemos al Niseno, el Apóstol con frecuencia llama Cristo a la Iglesia96; y no ignoráis, Venerables Hermanos, aquella frase de San Agustín: Cristo predica a Cristo97.

a) por su misión jurídica

Sin embargo, tan excelso nombre no se ha de entender como si aquel vínculo inefable, por el que el Hijo de Dios asumió una concreta naturaleza humana, se hubiera de extender a la Iglesia universal; sino que significa cómo nuestro Salvador de tal manera comunica a su Iglesia los bienes que le son propios, que la Iglesia, en todos los órdenes de su vida, tanto visible como invisible, reproduce en sí lo más perfectamente posible la imagen de Cristo. Porque por la misión jurídica, con la que el Divino Redentor envió a los Apóstoles al mundo, como El mismo había sido enviado por el Padre98, El es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica.

b) por su Espíritu

25. Y por aquel don más elevado, interior y verdaderamente sublime, de que arriba hablamos, describiendo cómo influye la Cabeza en los miembros, Cristo Nuestro Señor hace que la Iglesia viva de su misma vida divina, da vida a todo el Cuerpo con su virtud infinita, y alimenta y sustenta a cada uno de los miembros, según el lugar que en el Cuerpo ocupan, como la vid, si a ella están unidos, nutre sus sarmientos y hace que fructifiquen99.

Y si consideramos atentamente este principio de vida y de virtud dado por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, entenderemos fácilmente que no es otro sino el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y que de una manera peculiar se llama Espíritu de Cristo o Espíritu del Hijo100. Por obra de este Espíritu de gracia y de verdad el Hijo de Dios adornó su alma en el seno inmaculado de la Virgen; este Espíritu tiene sus delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su amadísimo templo; este Espíritu nos lo mereció Cristo con su sangre derramada en la Cruz; este Espíritu, finalmente, alentado sobre sus Apóstoles, lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados101; y, mientras sólo Cristo recibió este Espíritu sin medida102, a los miembros de su Cuerpo místico se les da, de la plenitud de Cristo, sólo en la medida de la donación del mismo Cristo103. Y después que Cristo fue glorificado en la Cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia con una efusión abundantísima, a fin de que Ella y cada uno de sus miembros se asemejen cada día más a nuestro Divino Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos hizo hijos adoptivos de Dios104, para que algún día todos nosotros, contemplando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, nos transformemos en la misma imagen de gloria en gloria105.

c) porque es el alma del Cuerpo místico

26. A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes estén íntimamente unidas, tanto entre sí, como con su excelsa Cabeza, estando como está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros: en los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras y según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de que gozan. El, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción vital y saludable en todas las partes del Cuerpo místico. El, aunque se halle presente por sí mismo en todos los miembros y en ellos obre con su divino influjo, se sirve del ministerio de los superiores para actuar en los inferiores. El, finalmente, mientras engendra cada día nuevos miembros a la Iglesia con la acción de su gracia, rehusa habitar con la gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Presencia y operación del Espíritu de Cristo, que significó breve y concisamente Nuestro sapientísimo Predecesor León XIII, de i. m., en su encíclica Divinum illud, con estas palabras: Baste saber que mientras Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma106. Pero si consideramos esta virtud y fuerza vital, con la que toda la comunidad cristiana es sustentada por su Fundador, no ya en sí misma, sino en los efectos creados que de ella nacen, veremos que consiste en los dones celestiales que nuestro Redentor concede a la Iglesia juntamente con su Espíritu y produce a una con este mismo dador de la luz sobrenatural y autor de la santidad. Así que la Iglesia, lo mismo que todos sus santos miembros, pueden hacer suya esta sublime frase del Apóstol: Y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí107.




93 Cf. De Rom. Pont. 1, 9; De conc. 2, 19.



94 Cf. 1 Cor. 12, 12.



95 Cf. Act. 9, 4; 22, 7; 26, 14.



96 Greg. Nyss. De vita Moysis PG 44, 385.



97 Cf. Serm. 354, 1 PL 39, 1563.



98 Cf. Io. 17, 18 et 20, 21.



99 Cf. Leo XIII Sapientiae christianae: A.S.S. 22, 392; Satis cognitum ibid. 28, 710.



100 Rom. 8, 9; 2 Cor. 3, 17; Gal. 4, 6.



101 Cf. Io. 20, 22.



102 Cf. Io. 3, 34.



103 Cf. Eph. 1, 8; 4, 7.



104 Cf. Rom. 8, 14-17; Gal. 4, 6-7.



105 Cf. 2 Cor. 3, 18.



106 A.S.S. 29, 650.



107 Gal. 2, 20.






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