En el cuerpo del alma
El fragor de un bosque silencioso
Leticia, Silvino,
Antonio: este libro está dedicado a vosotros. Aparte del afecto, leyéndolo
conoceréis las razones más profundas. Y bien merece una explicación
Este libro es la
historia de un « fragor en el bosque silencioso » que es el alma. En el origen
de un gesto, de una palabra, de una historia, de una obra de arte hay, casi
siempre, algo que ejerce de provocador y catalizador, de inspirador.
El poemario arranca a
partir de una provocación: la visión instantánea e improvisa de una
destrucción, de una devastación.
Nadie lo diría. Porque
todo aparece intacto, como antes, en aquel paisaje tantas veces frecuentado, tan
conocido, íntimo y propio. Tan sutil y subjetivo es el cambio que, más que
vista y razonamientos, se requiere olfato e intuición para percibir ahora un
aire diverso, adverso.
Todo ha sido invadido de
una parálisis íntima, espiritual, más aterradora y devastadora que la que se
las apaña con un carrito de ruedas. Todo respira coletazos de muerte. De allí
que los primeros pasos de este libro den cauce al estupor, a la rabia, al dolor
de la impotencia y hasta a las lágrimas frente a la destrucción, frente a la
muerte, cualquiera, de quien sea. La incidencia y repercusión de ésta no
depende de sus dimensiones, de su conocimiento público. Basta, a veces, una
experiencia personal muy intensa vivida como contradicción o fracaso - real o
imaginario - en la intimidad más profunda y silenciosa.
Pero esas lágrimas – es
la emoción que sólo así es capaz de pronunciarse – poseen una virtud: disolver
la dureza de la primera reacción y la
del verso que expresaba su estupor respirando toda la rabia. De este modo la
reacción frente al sobresalto va perdiendo agresividad y rigidez, camina con
más calma, gana en intimidad y, precisamente en la serenidad del dolor íntimo,
intuye, percibe e intenta aferrar la esperanza de una forma real, casi
tangible.
Éste es un modo existencial
- personal o colectivo - de afrontar y combatir la comprensión superficial y
ligera de los acontecimientos, la implicación personal en los mismos, los
propios límites y yerros, la propia impotencia frente a la causa del
sobresalto. Porque ésta, a pesar de todas las pataletas o rabias verdaderas,
permanece todavía con su poder intacto. Si no se la derriba, seguirá en pie,
acosando como una obsesión con su persuasiva capacidad de desaliento. De
desánimo para afrontar la vida con un nivel razonable de placer. De debilidad
para proseguir el camino con un grado aceptable de convicción de que uno
todavía es capaz de algo, de que sirve para algo, de que aún está en forma para
luchar con bastante probabilidad de vencer y de triunfar, de que puede y debe
entrar en tratos con la satisfacción. Es decir, de vivir con suficiente
dignidad y gozo.
Pasadas las primeras
sacudidas - prevalentemente viscerales y emotivas - se produce una leve
inflexión en el proceso: se comienza por dar un paso al frente desde la tristeza
y el miedo, por llamar a cada cosa por su nombre, por afrontar cada vicisitud,
por razonar de tú a tú con cada una de ellas, de /“deshacer / los caminos pregunta tras pregunta”/, de /“mantener / los ojos remachados en la luz
/ que aún haya en su mirada” (véase el poema “Evocación”).
Con ese acto cumplido,
se asesta el primer golpe a la impotencia, se le aplica la terapia más adecuada
y humana: darle un toque de intelectualidad - es decir, de esfuerzo por leer en el interior de los hechos y de
las emociones que éstos provocan - entrando en sus cuartos oscuros, en cuyo
secreto reside su debilidad. Y, por lo mismo, también su fortaleza.
Sólo cuando
/“En la azarosa / oscuridad, a solas en mi alma / con el
vibrar de tu tambor de trueno, / yo me
aboqué al brocal de mi hondo pozo / y en la redonda cara de mis aguas / se iban
entreverando algunos rasgos / movedizos de contada belleza / pero enteros y
enhiestos en su talla / de una sencilla y digna compostura” /,
se llega a un
/ “Soy yo quien se comprende y reconoce / en …” / tantas cosas. Algunas encienden de nuevo la luz y la sonrisa en el rostro
del que habían huido. A otras habrá que
presentarles batalla y ganarles terreno. O bien aceptarlas como eternas
compañeras de viaje para evitar, así, el suicidio ambulante, es decir, para no
vivir desquiciado, esquizofrénico, infeliz.
Debido al tono y a la
aparente precisión de los datos que aportan, estos poemas pudieran parecer
cargados de biografía. Son historias compartidas, como testigo o protagonista,
en cuyo pellejo he querido meterme y a las que, por ficción, he concatenado,
más o menos felizmente, con un casi imperceptible hilo conductor. Pessoa dice
que “El poeta es un fingidor”. No sé si yo he sabido fingir o más bien ha
resultado un no pretendido autorretrato.
Al ir escribiendo con
morosidad estos poemas se me hacía patente algo que otros darían por
descontado: / “Vestidos con la sedosa
piel / de lo inaprensible / se mueven por la calle los misterios” /.
¿Cuántos y cuáles? ¡Qué importa! Pues ya hay bastantes misterios verdaderos en
la vida como para que mantengamos en la categoría de tales a algunos de ellos
que sólo son fantasmas. A estos se les redimiría fácilmente con un poco menos
de pereza espiritual o de ignorancia: no habría que dejarlos pasear impunemente
por la calle sin hacer el más mínimo atisbo de esfuerzo por reconocerlos,
perseguirlos, atraparlos y, al menos, carearlos.
Por eso mismo, escribir
estos poemas me ha resultado un arduo - ¡y apasionante! - ejercicio de /
“ir, sobre los propios pasos, tras los cuerpos / rastreando su perfume
fugitivo”. /
Exactamente eso quise
expresar, desde el primer momento, como
convicción y como carta de navegación en el poema que completa este prólogo: /
“¡Hay que ir y venir tantas veces tras su
alma / de evanescente vértebra, de voz / esquiva, de corteza de piedra pedernal
/ con fuego y luz aún por despertar en las entrañas..!”
Es verdad que, por este
camino, no habremos resuelto todos los enigmas y problemas de nuestro existir,
/ “pero se habrá iniciado el balbuceo /
de la sabiduría y tocado / con las yemas, heridas en la búsqueda, el cuerpo
mismísimo del alma”.
Intuyo una pregunta
vuestra – no sé si la única – acerca de la secuencia temporal dada a esta
narración poética, a este libro en tres partes: viernes, sábado, domingo. La disposición no encierra,
como elección primaria, una intención similar y paralela a un fin de semana o a
los hechos que narra el Evangelio y que las celebraciones litúrgicas cristianas
rememoran en el tiempo de Pascua.
Se trata de una simple
cadencia temporal, natural a los hechos narrados que, no extrañamente, es
connatural a la esencia de aquellas celebraciones. Creo que ya sólo por esa coincidencia,
esta secuencia del libro apunta a un cierto simbolismo. Significado que se
enriquece con los determinativos añadidos a cada jornada. Día de autos, como referencia a los hechos
ocurridos, mondos y lirondos, sin aditivos. Día de luces y símbolos, en el que otros hechos, reales también,
comprobables, adquieren una significatividad ganada a pulso por el modo como
han sido vividos y que, por tanto, resultan luminosos, ejemplares, simbólicos. Día
de metáforas y cánticos es una secuencia de reflexiones que empiezan a
superar el dolor de los hechos iniciales mediante la incorporación de lecciones
aprendidas.
Tengo in mente para un próximo futuro releer este libro, esta
historia en una especie de síntesis conclusiva que si bien no suele acontecer
en la vida sí en la comprensión que uno tiene de la vida. Y quisiera hacerlo
mediante una metáfora final en la que se produjera un salto estético
rotundo respecto a este libro. En esta metáfora – de pretendido lenguaje
ahistórico, intemporal – pienso recoger y expresar de nuevo, como parte
integrante de ella misma, lo que ha sido acontecer puntual en los días de
autos, de símbolos o de cánticos.
Lo que en los orígenes
arrancó el estupor y las lágrimas regresa ahora - asumido, redimido - entre
cantares. Leticia, Silvino, Antonio, espero que seáis de los que en el cantar expresan su gozo recuperado.
Carlos GARULO
Pascua de 1999
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