ME PARECÍA ESTAR, COMO OTRAS VECES,

en la cima de aquel orgullo enhiesto

que exhibía el poder como un símbolo.

El Hudson y la mar ponían calma azul

en la agitada geometría de la urbe.

Me pareció vibrar súbitamente

con su estremecimiento por cuchillo

de fuego y humo y acero y horror

como un apocalipsis planetario

(todos los ojos de este mundo

se asomaban a un tiempo a semejante

exhibición de la tragedia como un espectáculo).

Me pareció soñar, me pareció

ser parte de aquel venirse abajo lo imposible.

Ya muerto y sepultado, releía la crónica,

anunciada de antiguo. Se trataba de un símbolo,

de un sueño interpretado, de una estatua imponente

de oro, plata, bronce, hierro y barro.

Bastó una simple piedra contra el pie

para dejarla en tamo de una era en verano.

Con Nueva York y sus torres gemelas

quizá hayamos perdido para siempre

ese registro humano del asombro.

Si bien tengo mis dudas de que hayamos

aprendido lecciones muy antiguas.