DESDE QUE AQUELLA LLUVIA INESPERADA,

por mis descuidos de ventana abierta,

violentó la puerta de tus labios

y penetró como corriente íntima

por tantas de tus hojas desflorando

el misterio que para mí espiraba

tu delicado cuerpo, nunca más

pude verte como tú para mí

habías sido siempre cuando mudo

del anaquel venías a mis manos.

Y seguía tu reino enamorándome.

En esa misma tarde, al ascender

descalzo y con temblor al santuario

que para el libro alzara en el convento

Borromini, un fraile trinitario

restauraba la luz en mis pupilas,

trocaba el desencanto matutino

por el nuevo placer de ver pasar

el tiempo inmemorial entre mis manos:

incunables de ciencia reposada.

Su cuerpo, como el vino, se medía

por el poso de saber muy antiguo

y color depurado en pergamino.

Los siglos hoy han sido el lenguaje

que interpretó un dolor incomprendido.