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Prosopopeya de la piedra en unos itinerarios de
círculos concéntricos
Dice
Octavio Paz que la poesía es «tiempo desvelado». La definición del premio Nobel
mexicano viene como anillo al dedo para este libro. En su tercera parte, el
poeta pretende callar, distanciarse del castillo para que sea él mismo quien
nos hable de sí, para que, a los oídos atentos del lector, desvele su misterio
– ciertamente de otro tiempo pero que quizá posea claves para interpretar el
nuestro –.
El
poeta percibe el castillo de tal manera y con tal intensidad que quisiera que
otros muchos lo sintieran y amasen como él lo siente y ama. Pero sospecha que
frente a su palabra «interesada» quizá sea más creíble el testimonio que el
castillo dé de sí mismo. Y la piedra - muda por naturaleza pero testigo
presencial e imparcial de una vida secular - toma la palabra, como un ser
animado, en una prosopopeya continuada. Tal vez por esa paradoja de mudez y
voz-palabra sus razones sean, como su propio cuerpo, de sillería, preñadas de
elocuencia, casi rotundas. La cita de Thomas S. Eliot encuadra este propósito:
«¡Silencio! y mantened una distancia respetuosa. / Pues noto que se acerca / la Piedra. Que
quizá responderá a nuestras dudas.» (Coros de La Piedra)
La
piedra toma la palabra y su voz no cesa hasta un total desnudamiento de su
mundo. Son tres los actos sucesivos de esta deposición testimonial continuada.
Los tres se despliegan en círculos concéntricos, que van de lo más exterior a
lo más interior - extramuros, intramuros, interiores –, en
un intento de llegar a lo más íntimo, aquello que resuena en uno mismo sin
necesidad de referencias objetivas externas que lo sustenten y justifiquen.
En
el itinerario Extramuros se acortan las distancias, se avecindan
la historia y los parajes, se delimitan los espacios y los propósitos, se
encuadran las visiones. Por el enclave agreste y rocoso - «al alumbrarte en
piedra / en este nido aéreo de vivo pedernal» - se intuye el porqué de una
elección estratégica, mágica. Mediante la concatenación progresiva con los
lugares de donde la historia viene caminando – Jaca, San Juan de la Peña – se hacen
patentes el desafío, el riesgo, la ambición del minúsculo Reino pirenaico
aragonés: «la voluntad / de resistir la tentación de la demencia / - vivir
hecho un ovillo entre montañas / para siempre, ser para apenas ser -»; y ya con
pie en esta rocafuerte, «Soy Aragón, en - 4 -
Loarre, el paso en firme, el
reto, / la decisión armada, plaza real y sitio / de gobierno, nave anclada en
el monte / desde donde otear y perseguir / nuevos destinos impensables». Las
murallas que ahora detienen el paso al visitante son «velas desplegadas que
recogen los vientos e impulsan – tierra adentro – a la mar para abordar en
gesta solidaria muy lejanas orillas», en clara alusión al imperio mediterráneo
de la corona de Aragón en la Edad Media
que llegó hasta Grecia.
Tanta
ambición exige motivaciones fuertes, raíces profundas, estructura compacta para
justificar que no está movida por la locura ni por la ensoñación. Traspasada la
barrera amurallada, el itinerario Intramuros va dando pie a un
pausado desfile de confesiones por las que el castillo confía al lector la
medida de sí, de su vida interior, del secreto de su fuerza, de su valor
simbólico. Sirvan unos ejemplos. El carácter vigilante de una torre - «Del
sueño en las vigilias / de guardia al de la muerte / sólo un paso» -; la
confesión de vasallaje al único señor de la fortaleza expresado en el grupo
escultórico de un Pantocrátor - «Muerto y Resucitado / hecho todo Él
poder, / es y será por siempre / el único Señor» -; el acceso al castillo por
una espectacular escalinata sobre la roca viva - «Veintisiete peldaños
partiendo del descanso / para arrancarle al mar remansado a mi puerta / un
bocado imponente de la luz de su cuerpo» -; la cúpula hemisférica de la capilla
real como pieza maestra del conjunto monumental - «Está el hombre subido a su
misterio, / con vértigo de sí, sin remontar / el vuelo, hasta que arranca
humildemente / a escalar su existencia en progresivos / círculos que pasan por
el arduo / nervio de las cosas para alcanzar / el cielo inalcanzable y
concretarlo / en la piedra de clave, vertical» -; la serena contemplación de
los paisajes exteriores desde dos bellos ventanales - «Las horas, que se
filtran lentamente / por estos bellos ojos de ajimez, / hacen valer su peso en
la balanza / en vilo de la espera, de las ansias» -; la fiereza y belicosidad
que apunta un torreón asentado sobre roca - «Desde mi cuerpo erguido saltaron
los caballos / arrebatando al rayo su galope / de fuego.» -; la fresca
sensación del agua de un aljibe excavado en roca - «Y han llovido su fuerza /
los cielos para hacer / manantial a mis pechos / y entregarlos con gozo / a
quien la sed ha herido».
Todavía
persiste el aplomo en esa voz de piedra que no se apaga en su prosopopeya
continuada. Pero gana en intimidad en el último tramo de su discurso. El
itinerario de los Interiores no tiene ni siquiera recorrido. Es
como un punto final. Tiene lugar a la luz de la lumbre, en una estancia
superior con hogar y chimenea de la Torre del homenaje.
Comienza por una invitación de cortesía - «Tomad asiento, por favor. Haceos / a
mi fuego que clama por la vida / con pedazos de muerte» - y una sabia
recomendación - «Ceñios al presente, como un cíngulo al cuerpo: / restituyan
las sombras el pasado glorioso, / tanto si la ignorancia lo amordaza o lo
exalta; / vengan del horizonte las promesas del alba». ¿Y acaso Antón de Luna y
Violante de Trasobares no pudieron haber vivido en esa misma estancia una
vigilia dramática viendo el fracaso final de su oposición frontal al Compromiso
de Caspe?: «No hemos errado en la elección, amado. / Pero al rostro nos sube la
fatiga. / Sentimos la tragedia ya cercana, / desenvuelta, con prisa. Y la prisa
/ a nuestro encuentro corre como loca». Las robustas paredes y el fuego vivo no
libran de ese canto insistente y terrible del viento septentrional que afecta a
la sensibilidad como metáfora de otros enmbates sutiles, peores: «¡Dejad que
gima el cierzo! ¡Que aúlle / su ira de apariencia despiadada! / ¡Que azote
vuestro cuerpo! Conociendo / su lenguaje y sus tretas, os conduje / a esta
torre, mi último refugio, / para romper al miedo sus esquemas». ¿Cuántas veces
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rezo de las horas de la comunidad monástica del castillo no
cerraría su jornada con unos sentimientos tomados de los salmos
bíblicos?: «En la hora en que todo recobra la ternura, / en el momento justo en
el que el día escapa / de las manos del hombre sin remedio / y que, por eso, se
hace inteligible... / Magnificat anima mea Dominum».
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