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Carlos Garulo
En el cuerpo del alma

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  • III
    • CONCIERTO. LE HE DICHO POR TELÉFONO A BEETHOWEN
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CONCIERTO

 

LE HE DICHO POR TELÉFONO A BEETHOWEN

que me dejara en paz. No estaba yo

para novenas imponentes a esas horas.

Me ha dolido en el alma responderle así a Ludwig

cuando he retenido con las puntas

en vivo de mis dedos sus sonatas

y vibro siempre y más con su locura sorda.

Golpes en el tabique se llevó el heavy metal

hasta que no bajó decibelios mi vecino.

A Sevilla me fui, con mi desasosiego

de torero en capilla, a coloquiar

con don Joaquín Turina. A su lado,

en profundo silencio, con la fina

amistad de una manzanilla jerezana,

se fugaban los miedos y tensiones

de mi ruedo febril mientras las cuerdas

de su Oración en trance traspiraban

conmoción de unos ojos frente al toro,

tan salvaje, tan próximo, tan íntimo.

Una serenidad como de muerte

(algo me removía los adentros)

transmitían

obsesivos

los timbales

de Charles DHelfer

en ritos funerarios de corte de Lorena

Asociaba mi alma levitante

a ese mismo espíritu

que aleteaba solo por las bóvedas.

El templo, saturado

de fastos de vanidad cumplida, suspiraba


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por abrir sus espacios sin apenas

desplegar los sentidos.

   Ausente, me abismaba

Debussy en su catedral mientras la parsimonia

de las aguas, en lentos bajos de pedal,

deglutían mi propio

templo consumándolo - sin voces, sin palabras,

con leves estertores rígidos como el mármol -

en la imperturbable placidez

de cuanto muere y se sumerge.

     De esa

eterna placidez de las raíces

de un océano, con poder inaudito

- allegro e maestoso -

de contrabajos y violonchelos al unísono,

me arrebataba Mahler.

Veo aún con nitidez,

delante del atril, su fragilísima

figura deslizándose, más lábil si cupiera,

tras sus pequeñas lentes circulares. La veo

alimentar en boca la insaciable

voracidad de instrumentos y de coros,

para cantar, al fin,

la fe que me proclama.

Sonidos sumos,

sonidos resurrectos reverberan

en los bruñidos autos de este día:

Cree. No has nacido inútilmente.

Ni en vano has vivido y amado”.

 

¡Silencio! ¡Haced silencio! Que aún las palabras chicas

distraen al silencio.

Pero que su presencia inconfundible

no me despierte el alma sumergida,

todavía extasiada


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AHORA, CON UN CHANDAL DE DEPORTE

y los auriculares del compact al oído,

paseo por los labios gruesos del sendero,

íntimo y lineal, de unos pinos romanos.

No es Respighi quien me habla.

                                          Bajo el sol

del África, allá en Lambarené,

Bach explica su amor sin renunciar un ápice

a su armonía limpia de cámaras barrocas,

de clavecín, de órgano. (Albert Schweitzer,

como un pastor de pueblos,

había antes curado en su hospital

la negra herida de las armas blancas.)

Las figuras de un marfil moreno

se rizan de tantas contorsiones.

Un frenesí sonoro, de irrefrenables ritmos

que saltan como chispas de la oquedad de tantos

vientres vacíos percutidos,

las embriaga.

Cantatas

más bellas y sagradas son aún

tus cantatas, Johan Sebastian, cuando

otros cuerpos las pronuncian y rezan

sin renunciar a su alma en el camino.

 

¿Por qué no será así lo que yo veo?

 

 

 

 

 




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