Práctica de la vida
cristiana
Los que no quieren gustar cuán suave sea el Señor (cf.
Sal 33,9) y aman las tinieblas más que la luz (Jn 3,19), no
queriendo cumplir los mandamientos de Dios, son malditos; de ellos se dice por
el profeta: Malditos los que se apartan de tus mandatos (Sal 118,21). Pero, ¡oh
cuán bienaventurados y benditos son aquellos que aman a Dios y hacen como dice
el mismo Señor en el Evangelio: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y
con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo (Mt
22,37.39)!
Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón
puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo:
Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,23). Pues todos los que lo adoran, lo deben adorar en el Espíritu de la verdad
(cf. Jn 4,24). Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche (Sal 31,4)
diciendo: Padre nuestro, que estás en el cielo (Mt 6,9), porque es preciso que
oremos siempre y que no desfallezcamos (cf. Lc 18,1).
Ciertamente debemos confesar al sacerdote todos nuestros
pecados; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre (cf. Jn
6,55. 57), no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). Sin embargo, que coma
y beba dignamente, porque quien lo recibe
indignamente, come y bebe su propia condenación, no distinguiendo el cuerpo del
Señor (1 Cor 11,29), esto es, que no lo discierne. Además, hagamos frutos
dignos de penitencia (Lc 3,8). Y amemos al prójimo como a nosotros mismos (cf.
Mt 22,39). Y si alguno no quiere amarlo como a sí mismo, al
menos no le cause mal, sino que le haga bien.
Y los que han recibido la potestad de juzgar a los otros,
ejerzan el juicio con misericordia, como ellos mismos quieren obtener del Señor
misericordia. Pues habrá un juicio
sin misericordia para aquellos que no hayan hecho misericordia (Sant 2,13). Así
pues, tengamos caridad y humildad; y hagamos limosnas, porque la limosna lava
las almas de las manchas de los pecados (cf. Tob 4,11; 12,9). En efecto, los
hombres pierden todo lo que dejan en este siglo;
llevan consigo, sin embargo, el precio de la caridad y las limosnas que
hicieron, por las que tendrán del Señor premio y digna remuneración.
Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados
(cf. Eclo 3,32), y de lo superfluo en comidas y bebida, y ser católicos.
Debemos también visitar las iglesias frecuentemente y venerar y reverenciar a
los clérigos, no tanto por ellos mismos si fueren pecadores, sino por el oficio
y administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que sacrifican en el
altar, y reciben, y administran a los otros. Y sepamos todos firmemente que
nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la sangre de nuestro
Señor Jesucristo, que los clérigos dicen, anuncian y administran. Y ellos solos
deben administrar, y no otros. Y especialmente los religiosos, que han
renunciado al siglo, están obligados a hacer más y mayores cosas, pero sin
omitir éstas (cf. Lc 11,42).
Debemos tener odio a nuestro cuerpo con sus vicios y
pecados, porque dice el Señor en el Evangelio: Todos los males, vicios y
pecados salen del corazón (Mt 15,18-19; Mc 7,23). Debemos amar a nuestros
enemigos y hacer bien a los que nos tienen odio (cf. Mt 5,44; Lc 6,27). Debemos
observar los preceptos y consejos de nuestro Señor Jesucristo. Debemos también negarnos a nosotros mismos (cf. Mt 16,24) y poner nuestro
cuerpo bajo el yugo de la servidumbre y de la santa
obediencia, como cada uno lo haya prometido al Señor. Y
que ningún hombre esté obligado por obediencia a obedecer a nadie en aquello en
que se comete delito o pecado.
Mas aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que
es tenido como el mayor, sea como el menor (Lc 22,26) y siervo de los otros
hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que
querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante (cf. Mt 7,12). Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo
hermano, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y
sopórtelo.
No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino
que, por el contrario, debemos ser sencillos, humildes y puros. Y tengamos nuestro cuerpo en oprobio y desprecio, porque todos, por
nuestra culpa, somos miserables y pútridos, hediondos y gusanos, como dice el
Señor por el profeta: Yo soy gusano y no hombre,
oprobio de los hombres y desprecio de la plebe (Sal 21,7). Nunca
debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario,
debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios (1
Pe 2,13).
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