A todos los hermanos
Y, porque el que es de Dios oye las palabras de Dios (cf.
Jn 8,47), debemos, en consecuencia, nosotros, que más especialmente estamos
dedicados a los divinos oficios, no sólo oír y hacer lo que dice Dios, sino
también custodiar los vasos y los demás libros litúrgicos, que contienen sus
santas palabras, para que nos penetre la celsitud de nuestro Creador y nuestra
sumisión al mismo. Por eso, amonesto a todos mis hermanos y los animo en Cristo
para que, en cualquier parte en que encuentren palabras divinas escritas, las
veneren como puedan, y, por lo que a ellos respecta, si no están bien guardadas
o se encuentran indecorosamente esparcidas en algún lugar, las recojan y las
guarden, honrando al Señor en las palabras que habló (3 Re 2,4). Pues muchas
cosas son santificadas por las palabras de Dios (cf. 1 Tim 4,5), y el
sacramento del altar se realiza en virtud de las palabras de Cristo.
Además, yo confieso todos mis pecados al Señor Dios,
Padre e Hijo y Espíritu Santo, a la bienaventurada María, perpetua virgen, y a
todos los santos del cielo y de la tierra, a fray H., ministro de nuestra
religión, como a venerable señor mío, y a los sacerdotes de nuestra Orden y a
todos los otros hermanos míos benditos. En muchas cosas he
pecado por mi grave culpa, especialmente porque no he
guardado la Regla que prometí al Señor, ni he rezado el oficio como manda la
Regla, o por negligencia, o con ocasión de mi enfermedad, o porque soy
ignorante e iletrado. Por tanto, a causa de todas estas
cosas, ruego como puedo a fray H., mi señor ministro general, que haga que la
Regla sea observada inviolablemente por todos; y que los clérigos recen
el oficio con devoción en la presencia de Dios, no atendiendo a la melodía de la
voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la
mente, y la mente concuerde con Dios, para que puedan aplacar a Dios por la
pureza del corazón y no recrear los oídos del pueblo con la sensualidad de la
voz. Pues yo prometo guardar firmemente estas cosas, así como Dios me dé la gracia para ello; y transmitiré estas cosas a los
hermanos que están conmigo para que sean observadas en el oficio y en las demás
constituciones regulares.
Y a cualesquiera de los hermanos que no quieran observar
estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero
verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia. Esto lo
digo también de todos los otros que andan vagando, pospuesta la disciplina de
la Regla; porque nuestro Señor Jesucristo dio su vida para no perder la
obediencia de su santísimo Padre (cf. Fil 2,8).
Yo, el hermano Francisco, hombre inútil e indigna
criatura del Señor Dios, digo por el Señor Jesucristo a fray H., ministro de
toda nuestra religión, y a todos los ministros generales que lo serán después
de él, y a los demás custodios y guardianes de los hermanos, los que lo son y
los que lo serán, que tengan consigo este escrito, lo pongan por obra y lo
conserven diligentemente. Y les suplico que guarden solícitamente lo que está
escrito en él y lo hagan observar más diligentemente,
según el beneplácito del Dios omnipotente, ahora y siempre, mientras exista
este mundo.
Benditos vosotros del Señor (Sal 113,13), los que hagáis
estas cosas, y que el Señor esté eternamente con vosotros. Amén.
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