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Card. Joseph Ratzinger Misa de funeral de mons. Luigi Giussani IntraText CT - Texto |
Queridos
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:
"Los discípulos se alegraron al ver a Jesús". Estas palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos señalan el centro
de la personalidad y de la vida de nuestro querido don Giussani.
Don Giussani creció en una casa - como dijo él mismo - pobre en pan, pero rica en música. Así, desde el
inicio, se sintió tocado, más aún, herido por el deseo de la belleza; no se
contentaba con una belleza cualquiera, con una belleza trivial. Buscaba
la Belleza misma, la Belleza infinita. Así encontró a Cristo, y en Cristo la
verdadera belleza, el camino de la vida, la auténtica alegría.
Ya durante su juventud creó, junto con otros jóvenes,
una comunidad que se llamaba Studium Christi. Su programa era: no
hablar sino de Cristo, porque todo lo demás resultaba
una pérdida de tiempo. Naturalmente, supo luego superar la unilateralidad,
pero conservó siempre lo fundamental. Sólo Cristo da sentido a todo en nuestra
vida. Don Giussani siempre tuvo la mirada de su vida y de su
corazón dirigida hacia Cristo. Así, comprendió que el cristianismo no es
un sistema intelectual, un conjunto de dogmas, un moralismo; que el
cristianismo es un encuentro, una historia de amor, un
acontecimiento.
Sin embargo, este enamorarse de Cristo, esta historia de
amor, que fue toda su vida, estaba lejos de todo entusiasmo ligero, de todo
romanticismo vago. Al ver a Cristo, realmente descubrió que encontrarse
con él significa seguirlo. Este encuentro es una senda, un
camino; un camino que, como hemos escuchado en el salmo, pasa también por un
"valle oscuro". El evangelio nos ha recordado precisamente la
última oscuridad del sufrimiento de Cristo, la aparente ausencia de Dios, el
eclipse del Sol del mundo. Sabía que seguir es pasar por un "valle oscuro",
ir por la senda de la cruz y, sin embargo, vivir en la
auténtica alegría.
¿Por qué esto es así? El Señor mismo tradujo este misterio de la cruz, que en
realidad es el misterio del amor, con una fórmula en
la que se expresa toda la realidad de nuestra vida. Dice el Señor:
"El que busca su vida la perderá, y el que pierde su vida la encontrará".
Don Giussani realmente no buscaba para sí la vida,
sino que dio su vida; precisamente de este modo encontró la vida, no sólo para
sí, sino también para muchos otros. Realizó lo que
hemos escuchado en el evangelio: no quería ser un señor, quería servir,
era un fiel "servidor del Evangelio", repartió toda la riqueza de su
corazón, repartió la riqueza divina del Evangelio, de la que estaba penetrado
y, sirviendo así, dando la vida, su vida produjo abundante fruto, como vemos en
este momento: se convirtió realmente en padre de muchos y, guiando a las
personas no hacia sí, sino hacia Cristo, se ganó los corazones, ayudó a mejorar
el mundo, a abrir las puertas del mundo para el cielo.
Esta centralidad de Cristo en su vida le dio también
el don del discernimiento, de escrutar con acierto los signos de los tiempos en
una época difícil, llena de tentaciones y errores, como sabemos.
Pienso en el año 1968 y los siguientes: un primer grupo de los suyos
había ido a Brasil y allí se encontró con la pobreza extrema, con la miseria.
¿Qué se podía hacer? ¿Cómo afrontarla? Y fue grande la
tentación de decir: ahora, por el momento, debemos prescindir de Cristo,
prescindir de Dios, porque hay necesidades más apremiantes; antes debemos
esforzarnos por cambiar las estructuras, las cosas externas; primero debemos
mejorar la tierra, luego podremos pensar también en el cielo. Era grande
en aquel momento la tentación de transformar el cristianismo en un moralismo,
el moralismo en política, de sustituir el creer con el hacer. Porque, ¿qué
implica el creer? Se puede decir: en este
momento debemos hacer algo. Y, sin embargo, de esta manera,
sustituyendo la fe con el moralismo, el creer con el hacer, se cae en
particularismos, sobre todo se pierden los criterios y las orientaciones, y al
final no se construye, se divide.
Monseñor Giussani, con su fe impertérrita e
inquebrantable, supo que, incluso en esa situación, Cristo y el encuentro con
él sigue siendo lo fundamental, porque quien no da a Dios, no da casi nada;
quien no da a Dios, quien no ayuda a encontrar a Dios en el rostro de Cristo,
no construye, sino que destruye, porque hace que la acción humana se pierda en
dogmatismos ideológicos y falsos. Don Giussani conservó la centralidad de
Cristo y precisamente así ayudó con las obras sociales, con el servicio
necesario a la humanidad en este mundo difícil, donde
es grandísima y urgente la responsabilidad de los cristianos con respecto a los
pobres del mundo.
El que cree debe pasar también por un "valle oscuro", el valle oscuro
del discernimiento, al igual que los valles oscuros de
la adversidad, la oposición, las contrariedades ideológicas, que llegaban
incluso a las amenazas de eliminar a los suyos físicamente para librarse de
esta otra voz que no se contentaba con hacer, sino que llevaba un mensaje
superior, una luz mayor.
Monseñor Giussani, con la fuerza de la fe, pasó impertérrito
por esos valles oscuros y, naturalmente, dada la novedad que llevaba consigo, le
resultaba también difícil encontrar su lugar dentro de la Iglesia. El Espíritu
Santo, de acuerdo con las necesidades de los tiempos, siempre suscita
novedades, que en realidad no son más que la vuelta a los orígenes; por eso,
resulta difícil orientarse y encontrar la armonización
de todo en la gran comunión de la Iglesia universal. El amor de don Giussani a
Cristo era también amor a la Iglesia; así, siempre
permaneció como fiel servidor, fiel al Santo Padre, fiel a sus obispos.
Con sus fundaciones también interpretó de nuevo el misterio
de la Iglesia.
Comunión y Liberación nos hizo pensar inmediatamente en este descubrimiento
propio de la era moderna: la libertad; y nos hace pensar también en las
palabras de san Ambrosio: "Ubi fides est libertas". El
cardenal Biffi nos hizo caer en la cuenta de la coincidencia de estas palabras
de san Ambrosio con la fundación de Comunión y Liberación. Al poner así de relieve
la libertad como don propio de la fe, también nos dijo que la libertad, para
ser una verdadera libertad humana, una libertad en la verdad, necesita la comunión. Una libertad
aislada, una libertad sólo para el yo, sería una mentira y destruiría la
comunión humana. La libertad, para ser verdadera, y por tanto
para ser también eficiente, necesita la comunión, pero no cualquier comunión,
sino en definitiva la comunión con la verdad misma, con el amor mismo,
con Cristo, con Dios uno y trino. Así se construye una
comunidad que crea libertad y da alegría.
La otra fundación, los Memores Domini, nos hace
pensar de nuevo en el segundo evangelio de hoy: la memoria que el Señor
nos dejó en la sagrada Eucaristía, una memoria que no es sólo recuerdo del
pasado, sino memoria que crea presente, memoria en la que él mismo se da a
nuestras manos y a nuestros corazones, y así nos hace vivir.
En la última etapa de su vida, don Giussani tuvo que pasar por el valle oscuro
de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento, pero
también en esa situación su mirada se encontraba fija en Jesús. Durante todo
ese tiempo de sufrimiento veía a Jesús, y podía gozar, pues estaba presente en
él la alegría del Resucitado; también durante la
pasión está presente el Resucitado y nos da la verdadera luz y alegría. Sabía
que, como dice el salmo, aunque pase por un valle oscuro,
"nada temo, porque tú vas conmigo y habitaré en la casa del Señor".
Esta era su gran fuerza: saber que "Tú vas conmigo".
Queridos fieles; sobre todo, queridos jóvenes: acojamos con amor este
mensaje; no perdamos de vida a Cristo y no olvidemos que sin Dios no se
construye nada bueno y que Dios seguirá siendo un enigma si
no se le reconoce en el rostro de Cristo.
Ahora, vuestro querido amigo don Giussani ha llegado a la
orilla de la Vida y estamos convencidos de que ha encontrado abierta la puerta
de la casa del Padre. Estamos convencidos de que ahora se cumplen plenamente
estas palabras: "Los discípulos se alegraron al ver a Jesús". Don Giussani se alegra con una alegría que nadie le podrá arrebatar. En este momento
queremos dar gracias al Señor por el gran don de este sacerdote, de este fiel
servidor del Evangelio, de este padre.
Encomendemos su alma a la bondad de su Señor, nuestro
Señor.
Oremos también ahora en particular por la salud de nuestro
Santo Padre, internado de nuevo en el hospital. Que el Señor lo acompañe, le dé fuerza y salud.
Y oremos para que el Señor nos ilumine, nos dé la fe que construye el
mundo, la fe que nos hace encontrar el camino de la vida, la verdadera alegría.
Amén.