1. ¡Gracia y
paz en abundancia a todos vosotros! (cf. 1 P 1, 2). En mi espíritu
conviven en estos momentos dos sentimientos opuestos. Por una parte, un
sentimiento de incapacidad y de turbación humana por la responsabilidad con
respecto a la Iglesia universal, como Sucesor del apóstol Pedro en esta Sede de
Roma, que ayer me fue confiada. Por otra, siento viva en mí una profunda
gratitud a Dios, que, como cantamos en la sagrada liturgia, no abandona nunca a
su rebaño, sino que lo conduce a través de las vicisitudes de los tiempos, bajo
la guía de los que él mismo ha escogido como vicarios de su Hijo y ha
constituido pastores (cf. Prefacio de los Apóstoles, I).
Amadísimos hermanos, esta íntima gratitud por el don de la misericordia divina
prevalece en mi corazón, a pesar de todo. Y lo considero como una gracia
especial que me ha obtenido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me parece
sentir su mano fuerte que estrecha la mía; me parece ver sus ojos sonrientes y
escuchar sus palabras, dirigidas en este momento particularmente a mí:
"¡No tengas miedo!".
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días sucesivos han sido para la
Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran
dolor por su fallecimiento y la sensación de vacío que ha dejado en todos se
han mitigado gracias a la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado
durante muchos días en la multitudinaria oleada de fe, de amor y de solidaridad
espiritual que culminó en sus exequias solemnes.
Podemos decir que el funeral de Juan Pablo II fue una experiencia realmente
extraordinaria, en la que, de alguna manera, se percibió el poder de Dios que,
a través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia
mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor (cf. Lumen gentium, 1).
En la hora de la muerte, configurado con su Maestro y Señor, Juan Pablo II
coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo cristiano,
congregándolo en torno a sí y haciendo que toda la familia humana se sintiera
más unida.
¿Cómo no sentirse apoyados por este testimonio? ¿Cómo no experimentar el
impulso que brota de este acontecimiento de gracia?