2. Contra todas mis
previsiones, la divina Providencia, a través del voto de los venerados padres
cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. En estos momentos vuelvo
a pensar en lo que sucedió en la región de Cesarea de Filipo hace dos mil años.
Me parece escuchar las palabras de Pedro: "Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo", y la solemne afirmación del Señor: "Tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. (...) A ti te daré las llaves
del reino de los cielos" (Mt 16, 15-19).
¡Tú eres el Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir esa misma escena
evangélica; yo, Sucesor de Pedro, repito con estremecimiento las estremecedoras
palabras del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con íntima emoción la
consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la
responsabilidad que cae sobre mis débiles hombros, sin duda es inmensa la
fuerza divina con la que puedo contar: "Tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). Al escogerme como Obispo de
Roma, el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea la
"piedra" en la que todos puedan apoyarse con seguridad. A él le pido
que supla la pobreza de mis fuerzas, para que sea valiente y fiel pastor de su
rebaño, siempre dócil a las inspiraciones de su Espíritu.
Me dispongo a iniciar este ministerio peculiar, el ministerio
"petrino" al servicio de la Iglesia universal, abandonándome
humildemente en las manos de la Providencia de Dios. Ante todo, renuevo a
Cristo mi adhesión total y confiada: "In Te, Domine, speravi; non
confundar in aeternum!".
A vosotros, venerados hermanos cardenales, con espíritu agradecido por la
confianza que me habéis manifestado, os pido que me sostengáis con la oración y
con la colaboración constante, activa y sabia. A todos los hermanos en el
episcopado les pido también que me acompañen con la oración y con el consejo,
para que pueda ser verdaderamente el "Siervo de los siervos de Dios".
Como Pedro y los demás Apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único
Colegio apostólico, del mismo modo el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores
de los Apóstoles, tienen que estar muy unidos entre sí, como reafirmó con
fuerza el Concilio (cf. Lumen gentium, 22). Esta comunión colegial, aunque sean
diversas las responsabilidades y las funciones del Romano Pontífice y de los
obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad en la fe de todos los
creyentes, de la que depende en gran medida la eficacia de la acción
evangelizadora en el mundo contemporáneo.
Por tanto, quiero proseguir por esta senda, por la que han avanzado mis
venerados predecesores, preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la
presencia viva de Cristo.