6. En este momento,
vuelvo con la memoria a la inolvidable experiencia que hemos vivido todos con
ocasión de la muerte y las exequias del llorado Juan
Pablo II. En torno a sus restos mortales, depositados en la tierra desnuda, se
reunieron jefes de naciones, personas de todas las clases sociales, y
especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El
mundo entero con confianza dirigió a él su mirada. A muchos les pareció que esa
intensa participación, difundida hasta los confines del planeta por los medios
de comunicación social, era como una petición común de ayuda dirigida al Papa
por la humanidad actual, que, turbada por incertidumbres y temores, se plantea
interrogantes sobre su futuro.
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de su deber de volver
a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo: "Yo soy la luz del
mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la
vida" (Jn 8, 12). Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su
misión es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz
de Cristo: no su propia luz, sino la de Cristo.
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a los seguidores de otras
religiones o a los que simplemente buscan una respuesta al interrogante
fundamental de la existencia humana y todavía no la han encontrado. Me dirijo a
todos con sencillez y afecto, para asegurarles que la Iglesia quiere seguir
manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien
del hombre y de la sociedad.
Pido a Dios la unidad y la paz para la familia humana y reafirmo la
disponibilidad de todos los católicos a colaborar en el auténtico desarrollo
social, respetuoso de la dignidad de todo ser humano.
No escatimaré esfuerzos ni empeño para proseguir el prometedor diálogo
entablado por mis venerados predecesores con las diferentes culturas, para que
de la comprensión recíproca nazcan las condiciones de un futuro mejor para
todos.
Pienso de modo especial en los jóvenes. A ellos, que fueron los interlocutores
privilegiados del Papa Juan Pablo II, va mi afectuoso abrazo, a la espera de
encontrarme con ellos, si Dios quiere, en Colonia, con ocasión de la próxima
Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, que sois el futuro y la
esperanza de la Iglesia y de la humanidad, seguiré dialogando con vosotros,
escuchando vuestras expectativas para ayudaros a conocer cada vez con mayor
profundidad a Cristo vivo, que es eternamente joven.