¿Cómo no leer a la luz de un providencial designio divino el
hecho de que a un pontífice polaco le haya sucedido en la cátedra de Pedro un
ciudadano de esa tierra, Alemania, donde el régimen nazi pudo imponerse con
gran virulencia, atacando después a las naciones vecinas, entre las cuales en
particular Polonia? Ambos Papas en su juventud, aunque en frentes opuestos y en
situaciones diferentes, experimentaron la barbarie de la segunda guerra mundial
y de la insensata violencia de hombres contra otros hombres y de pueblos contra
otros pueblos. La carta de reconciliación que, durante los últimos días del
concilio Vaticano II, aquí en Roma, los obispos polacos entregaron a los
obispos alemanes, contenía aquellas famosas palabras que siguen resonando hoy
en nuestro corazón: "Perdonamos y pedimos perdón".