Con particular
alegría os acojo un mes después de mi elección como Sucesor de Pedro. Algunos
de vosotros quizás recuerden otro momento que vivimos juntos con ocasión de mi
visita a vuestra Academia hace algunos años. Os saludo cordialmente a todos y,
en primer lugar, saludo al monseñor presidente, al que agradezco las amables
palabras que me ha dirigido. Ante todo, deseo agradeceros la generosidad con la
que habéis respondido a la invitación que se os ha dirigido, y os habéis
mostrado dispuestos a prestar a la Iglesia y a su Pastor supremo un servicio
peculiar, como es precisamente el trabajo en las representaciones pontificias.
Se trata de una misión singular que exige, como cualquier forma de ministerio
sacerdotal, el seguimiento fiel de Cristo. A quien la cumple con amor se le ha
prometido el ciento por uno aquí y la vida eterna (cf. Mt 19, 29).