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Benedicto XVI Discurso a los sacerdotes de la Diócesis de Aosta IntraText CT - Texto |
Excelencia;
queridos hermanos:
Ante todo,
quisiera expresar mi alegría y mi gratitud por esta posibilidad de encontrarme
con vosotros. Al ser Papa, tengo el peligro de estar un poco lejos de la vida
real, de la vida diaria, sobre todo de los sacerdotes que trabajan en primera línea,
precisamente en el Valle, en tantas parroquias, y ahora, como ha dicho su
excelencia, con la falta de vocaciones, también en condiciones de esfuerzo
físico particularmente fuerte.
Así, para mí es una gracia poder encontrarme en esta hermosa iglesia con los
sacerdotes y el presbiterio de este Valle. Y quisiera daros las gracias por
haber venido, pues también para vosotros es tiempo de vacaciones. Veros
reunidos, y así estar con vosotros, estar cerca de los sacerdotes que trabajan
a diario por el Señor como sembradores de la Palabra, es para mí un consuelo y
una alegría. Durante la semana pasada hemos escuchado dos o tres veces - me
parece - esta parábola del sembrador, que ya es una parábola de consolación en
una situación diversa, pero en cierto sentido también semejante a la nuestra.
El trabajo del Señor había comenzado con gran entusiasmo. Había curado a los
enfermos, todos escuchaban con alegría la palabra: "El reino de Dios está
cerca". Parecía que, de verdad, el cambio del mundo y la llegada del reino
de Dios sería inminente; que, por fin, la tristeza del pueblo de Dios se
transformaría en alegría. Se estaba a la espera de un mensajero de Dios que
tomara en su mano el timón de la historia. Ciertamente, veían que los enfermos
habían sido curados, que los demonios habían sido expulsados, que el Evangelio
había sido anunciado; pero, por otra parte, el mundo continuaba como antes.
Nada cambiaba. Los romanos seguían dominando. A pesar de esos signos, de esas
hermosas palabras, la vida era difícil cada día. Y así el entusiasmo se apagaba
y, al final, como nos dice el capítulo sexto del evangelio de san Juan, también
los discípulos abandonaron a este Predicador que predicaba, pero no cambiaba el
mundo.
En definitiva, todos se preguntan: ¿qué mensaje es este?, ¿qué mensaje trae
este profeta de Dios? El Señor habla del sembrador que siembra en el campo del
mundo. Y la semilla, como su palabra, como sus curaciones, parece algo
insignificante en comparación con la realidad histórica y política. Del mismo modo
que la semilla es pequeña, insignificante, así es también la Palabra.
Sin embargo - dice - , en la semilla está presente el futuro, porque la semilla
contiene en sí el pan de mañana, la vida de mañana. En apariencia, la semilla
no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es promesa ya
presente hoy. Y así, con esta parábola, dice: "Estamos en el tiempo de la
siembra; la palabra de Dios parece sólo una palabra, casi nada. Pero ¡ánimo!,
esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto". La parábola dice también
que gran parte de la semilla no da fruto porque cayó en el camino, entre
piedras, etc. Pero la parte que cayó en tierra buena dio fruto: el treinta, el
sesenta, el ciento por uno.
Eso nos da a entender que debemos ser valientes, aunque en apariencia la
palabra de Dios, el reino de Dios, no tenga importancia histórico-política. Al
final, en cierto sentido, Jesús, el domingo de Ramos, sintetizó todas estas
enseñanzas sobre la semilla de la palabra: si el grano de trigo no cae en tierra
y muere, queda solo, pero si cae en tierra y muere, da mucho fruto. Así dio a
entender que él mismo es el grano de trigo que cae en tierra y muere. En la
crucifixión todo parece un fracaso; pero precisamente así, cayendo en tierra,
muriendo, en el camino de la cruz, da fruto para todos los tiempos. Aquí
tenemos también la finalización cristológica según la cual Cristo mismo es la
semilla, es el Reino presente; y, a la vez, la dimensión eucarística: este
grano de trigo cae en tierra y así crece hasta formar el nuevo Pan, el Pan de
la vida futura, la sagrada Eucaristía, que nos alimenta y que se abre a los
misterios divinos, para la vida nueva.
Me parece que en la historia de la Iglesia, de formas diversas, siempre se
plantean estas cuestiones, que nos preocupan realmente. ¿Qué hacer? La gente da
la impresión de no necesitar de nosotros; parece inútil todo lo que hacemos. Y,
sin embargo, la palabra del Señor nos enseña que sólo esta semilla transforma
siempre de nuevo la tierra y la abre a la verdadera vida.
Aunque sea brevemente, en la medida de mis posibilidades, quisiera responder a
las palabras de su excelencia, pero también quisiera decir que el Papa no es un
oráculo; como sabemos, sólo es infalible en situaciones rarísimas. Por tanto,
comparto con vosotros estas preguntas, estas cuestiones. Yo también sufro.
Pero, por una parte, todos juntos queremos sufrir con estos problemas, y
sufriendo también transformar los problemas, porque precisamente el sufrimiento
es el camino de la transformación, y sin sufrimiento no se transforma nada.
Este es también el sentido de la parábola del grano de trigo que cae en tierra:
sólo con un proceso de dolorosa transformación se llega a dar fruto y se abre a
la solución. Y si la aparente ineficacia de nuestra predicación no fuera para
nosotros un sufrimiento, sería signo de falta de fe, de compromiso auténtico.
Debemos tomar a pecho estas dificultades de nuestro tiempo y transformarlas
sufriendo con Cristo y así transformarnos a nosotros mismos. Y en la medida en
que nosotros mismos nos transformamos, podemos también responder a la pregunta
planteada antes, podemos ver asimismo la presencia del reino de Dios y hacer
que los demás la vean.
El primer punto es un problema que se plantea en todo el mundo occidental: la
falta de vocaciones. En las últimas semanas he recibido en visita "ad
limina" a los obispos de Sri Lanka y de la parte sur de África. Allí hay
vocaciones; más aún, son tantas que no pueden construir suficientes seminarios
como para acoger a esos jóvenes que quieren llegar a ser sacerdotes.
Naturalmente, también esta alegría implica cierta tristeza, porque al menos una
parte va al seminario con la esperanza de una promoción social. Al hacerse
sacerdotes consiguen casi el rango de jefes de tribu, naturalmente son
privilegiados, tienen otra forma de vida, etc. Por tanto, la cizaña y el grano
de trigo están juntos en este hermoso aumento del número de las vocaciones, y
los obispos deben estar muy atentos para hacer un discernimiento: no deben
contentarse con tener muchos sacerdotes futuros; deben analizar cuáles son
realmente las auténticas vocaciones, discernir entre la cizaña y el trigo.
Con todo, hay cierto entusiasmo de la fe, porque se encuentran en un momento
determinado de la historia, es decir, en la hora en que las religiones
tradicionales obviamente resultan insuficientes. Y se comprende, se ve que
estas religiones tradicionales contienen una promesa, pero esperan algo.
Esperan una nueva respuesta que purifique, que asuma en sí todo lo hermoso, que
anule los aspectos insuficientes y negativos. En este momento de paso, en el
que realmente su cultura tiende hacia una nueva etapa de la historia, las dos
propuestas - cristianismo e islam - son las posibles respuestas históricas.
Por eso, en cierto sentido, en aquellos países se está produciendo una
primavera de la fe, pero naturalmente en el marco de la competición entre estas
dos respuestas, sobre todo en el contexto del sufrimiento de las sectas, que se
presentan como la mejor respuesta cristiana, la más fácil, la más cómoda. Por
tanto, también en una historia de promesa, en un momento de primavera, sigue
siendo difícil la tarea de quien debe sembrar con Cristo la Palabra,
construyendo así la Iglesia.
Es diferente la situación en el mundo occidental, un mundo cansado de su propia
cultura, un mundo que ha llegado a un momento en el cual ya no se siente la
necesidad de Dios, y mucho menos de Cristo, y en el cual, por consiguiente,
parece que el hombre podría construirse a sí mismo. En este clima de un racionalismo
que se cierra en sí mismo, que considera el modelo de las ciencias como único
modelo de conocimiento, todo lo demás es subjetivo. Naturalmente, también la
vida cristiana resulta una opción subjetiva y, por ello, arbitraria; ya no es
el camino de la vida. Así pues, como es obvio, resulta difícil creer; y, si es
difícil creer, mucho más difícil es entregar la vida al Señor para ponerse a su
servicio.
Ciertamente, este es un sufrimiento propio de nuestro tiempo histórico, en el
que por lo general las así llamadas grandes Iglesias parece que se están
muriendo. Así sucede sobre todo en Australia, también en Europa, un poco menos
en Estados Unidos.
En cambio, crecen las sectas, que se presentan con la certeza de un mínimo de
fe, pues el hombre busca certezas. Por tanto, las grandes Iglesias, sobre todo
las grandes Iglesias tradicionales protestantes, se encuentran realmente en una
crisis profundísima. Las sectas están prevaleciendo, porque se presentan con
certezas sencillas, pocas; y dicen: esto es suficiente.
La Iglesia católica no está tan mal como las grandes Iglesias protestantes
históricas, pero naturalmente comparte el problema de nuestro momento
histórico. Yo creo que no hay un sistema para hacer un cambio rápido. Debemos
seguir avanzando para salir de este túnel, con paciencia, con la certeza de que
Cristo es la respuesta y que al final resplandecerá de nuevo su luz.
Así pues, la primera respuesta es
la paciencia, con la certeza de que el mundo no puede vivir sin Dios, el Dios
de la Revelación - y no cualquier Dios, pues puede ser peligroso un Dios cruel,
un Dios falso - , el Dios que en Jesucristo nos mostró su rostro, un rostro que
sufrió por nosotros, un rostro de amor que transforma el mundo como el grano de
trigo que cae en tierra.
Por consiguiente, tenemos esta profundísima certeza: Cristo es la respuesta y,
sin el Dios concreto, el Dios con el rostro de Cristo, el mundo se autodestruye
y resulta aún más evidente que un racionalismo cerrado, que piensa que el
hombre por sí solo podría reconstruir el auténtico mundo mejor, no tiene la
verdad. Al contrario, si no se tiene la medida del Dios verdadero, el hombre se
autodestruye. Lo constatamos con nuestros propios ojos.
Debemos tener una certeza renovada: él es la Verdad y sólo caminando tras sus
huellas vamos en la dirección correcta, y debemos caminar y guiar a los demás
en esta dirección.
El primer punto de mi respuesta es: en todo este sufrimiento no sólo no debemos
perder la certeza de que Cristo es realmente el rostro de Dios, sino también
profundizar esta certeza y la alegría de conocerla y de ser así realmente
ministros del futuro del mundo, del futuro de todo hombre. Y hemos de
profundizar esta certeza en una relación personal y profunda con el Señor.
Porque la certeza puede crecer también con consideraciones racionales.
Realmente, me parece muy importante una reflexión sincera que convenza también
racionalmente, pero llega a ser personal, fuerte y exigente en virtud de una
amistad con Cristo vivida personalmente cada día.
Por consiguiente, la certeza exige esta personalización de nuestra fe, de
nuestra amistad con el Señor; así surgen también nuevas vocaciones. Lo vemos en
la nueva generación después de la gran crisis de esta lucha cultural que
estalló en 1968, donde realmente parecía que había pasado la época histórica
del cristianismo. Vemos que las promesas del '68 no se han cumplido; y renace
la convicción de que hay otro modo, más complejo, porque exige estas
transformaciones de nuestro corazón, pero más verdadero, y así surgen también
nuevas vocaciones. Nosotros mismos también debemos tener creatividad para
buscar formas de ayudar a los jóvenes a encontrar este camino para el futuro.
Asimismo, esto resultó evidente en el diálogo con los obispos africanos. A
pesar del número de sacerdotes, muchos están condenados a una terrible soledad,
y moralmente muchos no sobreviven.
Así pues, es importante tener a su alrededor la realidad del presbiterio, de la
comunidad de sacerdotes que se ayudan, que están juntos siguiendo un camino
común, con solidaridad en la fe común. También esto me parece importante
porque, si los jóvenes ven sacerdotes muy aislados, tristes, cansados, piensan:
si este es mi futuro, no podré resistir. Se debe crear realmente esta comunión
de vida, que convenza a los jóvenes: "sí, este puede ser un futuro también
para mí, así se puede vivir".
Me he alargado demasiado, aunque
me parece que ya he dicho algo sobre el segundo punto. Es verdad: a la gente,
sobre todo a los responsables del mundo, la Iglesia les parece un poco
anticuada; nuestras propuestas no les parecen necesarias. Se comportan como si
pudieran y quisieran vivir sin nuestra palabra, y piensan siempre que no tienen
necesidad de nosotros. No buscan nuestra palabra.
Esto es verdad, y nos hace sufrir, pero también forma parte de esta situación
histórica de cierta visión antropológica, según la cual el hombre debe hacer
las cosas como dijo Karl Marx: "La Iglesia ha tenido 1800 años para
demostrar que cambiaría el mundo y no lo ha hecho; ahora lo haremos nosotros".
Esta es una idea muy generalizada, y se apoya también en filosofías. Así se
comprende que mucha gente tenga la impresión de que se puede vivir sin la
Iglesia, a la cual presentan como algo del pasado. Pero cada vez resulta más
claro que sólo los valores morales y las convicciones fuertes dan la
posibilidad, aunque con sacrificios, de vivir y construir el mundo. No se puede
construir de modo mecánico, como proponía Karl Marx con la teoría del capital y
de la propiedad, etc.
Si no existen las fuerzas morales en los corazones y no se está dispuesto a
sufrir también por estos valores, no se construye un mundo mejor; al contrario,
el mundo empeora cada día; el egoísmo lo domina y destruye todo. Ante esta
realidad, surge de nuevo la pregunta: ¿De dónde vienen las fuerzas que dan la
capacidad de sufrir también por el bien, de sufrir por el bien que ante todo me
hiere a mí, que no tiene una utilidad inmediata? ¿Dónde están los recursos, las
fuentes? ¿De dónde viene la fuerza para vivir estos valores?
Se ve que la moralidad como tal no se realiza, no es eficiente, si no tiene un
fundamento más profundo en convicciones que realmente den certeza y también
fuerza para sufrir, porque, al mismo tiempo, forman parte de un amor, un amor
que en el sufrimiento crece y es sustancia de la vida. En efecto, al final sólo
el amor nos hace vivir y el amor es siempre también sufrimiento: madura en el
sufrimiento y da la fuerza para sufrir por el bien sin tener en cuenta nuestro
momento actual.
Me parece que esta conciencia está aumentando, porque ya se ven los efectos de
una condición en la que no se tienen las fuerzas que provienen de un amor que
es sustancia de mi vida y que me da fuerza para seguir librando la lucha por el
bien. También aquí, naturalmente, necesitamos paciencia, pero se trata de una
paciencia activa, en el sentido de que hay que ayudar a la gente para que
comprenda: necesitáis esto.
Y, aunque no se conviertan en seguida, al menos se acercan a los que, en la
Iglesia, poseen esta fuerza interior. En la Iglesia siempre ha existido este
grupo fuerte interiormente, que lleva de verdad la fuerza de la fe; y también
hay personas que se acercan a ella y se dejan llevar, y así participan.
Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de mostaza, muy pequeño, pero
que luego se convierte en un árbol muy grande, hasta el punto de que las aves
del cielo anidan en sus ramas.
Esas aves pueden ser las personas que, aunque todavía no se convierten, al
menos se posan en las ramas del árbol de la Iglesia. He hecho esta reflexión:
en el tiempo del Iluminismo, los católicos y los protestantes, aunque no
compartían la misma fe, pensaban que debían conservar los valores morales
comunes, dándoles un fundamento suficiente. Pensaban: debemos hacer que los
valores morales sean independientes de las confesiones religiosas, de forma que
se mantengan "etsi Deus non daretur".
Hoy nos encontramos en una situación opuesta; se ha invertido la situación. Ya no resultan evidentes los valores
morales. Sólo resultan evidentes si Dios existe. Por eso, he sugerido que los "laicos",
los así llamados "laicos", deberían reflexionar si para ellos no vale
hoy lo contrario: debemos vivir "quasi Deus daretur"; aunque no
tengamos la fuerza para creer, debemos vivir basándonos en esta hipótesis, pues
de lo contrario el mundo no funciona. Y, a mi parecer, este sería un primer
paso para acercarse a la fe. En muchos contactos veo que, gracias a Dios,
aumenta el diálogo al menos con parte del laicismo.
Tercer punto: la situación de los
sacerdotes, los cuales, al ser pocos, deben ocuparse de tres, cuatro y a veces
cinco parroquias, y están agotados. Creo que el obispo, juntamente con su
presbiterio, está buscando la mejor solución posible. Cuando yo era arzobispo
de Munich, habían creado este modelo de celebraciones de la Palabra sin
sacerdote, para que la comunidad se mantuviera presente en su propia iglesia.
Decían: cada comunidad se mantiene, y donde no hay sacerdote hacemos estas
celebraciones de la Palabra.
Los franceses encontraron la palabra adecuada para estas asambleas dominicales:
"en absence du prêtre" (en ausencia del sacerdote); pero, después de
cierto tiempo, comprendieron que esto puede acabar mal, entre otras cosas
porque se pierde el sentido del Sacramento, se realiza una "protestantización"
y, en definitiva, si sólo hay celebración de la Palabra, puedo celebrarla
también en mi casa.
Recuerdo, cuando yo era profesor en Tubinga, al gran exegeta Kelemann - no sé
si conocéis este nombre - , alumno de Bultmann, que era un gran teólogo. Aunque
era protestante convencido, nunca iba a la iglesia. Decía: también en mi casa
puedo meditar en las sagradas Escrituras.
Los franceses cambiaron luego la fórmula de las asambleas dominicales "en
absence du prêtre" por la fórmula: "en attente du prêtre"
("en espera del sacerdote"). O sea, debe ser una espera del
sacerdote; normalmente la liturgia de la Palabra debería ser una excepción el
domingo, porque el Señor quiere venir corporalmente. Por tanto, esa no debe ser
la solución.
Se instituyó el domingo porque el Señor resucitó y entró en la comunidad de los
Apóstoles para estar con ellos. Así comprendieron que el día litúrgico ya no es
el sábado, sino el domingo, en el que el Señor siempre de nuevo quiere estar
corporalmente con nosotros y alimentarnos con su Cuerpo, para que nosotros
mismos nos convirtamos en su cuerpo en el mundo.
Es necesario encontrar el modo de ofrecer a muchas personas de buena voluntad
esta posibilidad. Ahora no me atrevo a dar recetas. En Munich proponía, pero no
conozco la situación de aquí, que ciertamente es un poco diferente. Nuestra
población es increíblemente móvil, flexible. Si los jóvenes hacen cincuenta o
más kilómetros para ir a una discoteca, ¿por qué no pueden hacer cinco
kilómetros para acudir a una iglesia común? Pero, esto es algo muy concreto,
práctico, y no me atrevo a dar recetas. Sin embargo, se debe tratar de suscitar
en el pueblo este sentimiento: necesito estar con la Iglesia, estar con la
Iglesia viva y con el Señor.
Se debe dar esta impresión de importancia; si yo lo considero importante, esto
crea también las premisas para una solución. Pero, excelencia, debo dejar
abierta la cuestión en concreto.