La Comunión a los fieles divorciados que se han
vuelto a casar
Todos sabemos que este es un problema particularmente doloroso para las
personas que viven en situaciones en las que se ven excluidos de la Comunión
eucarística y, naturalmente, para los sacerdotes que quieren ayudar a esas
personas a amar a la Iglesia, a amar a Cristo. Esto plantea un problema.
Ninguno de nosotros tiene una receta hecha, entre otras razones porque las
situaciones son siempre diversas. Yo diría que es particularmente dolorosa la
situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran realmente
creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, hallándose en un nuevo
matrimonio inválido se convierten, encuentran la fe y se sienten excluidos del
Sacramento. Realmente se trata de un gran sufrimiento. Cuando era prefecto de
la Congregación para la doctrina de la fe, invité a diversas Conferencias
episcopales y a varios especialistas a estudiar este problema: un sacramento
celebrado sin fe. No me atrevo a decir si realmente se puede encontrar aquí un
momento de invalidez, porque al sacramento le faltaba una dimensión
fundamental. Yo personalmente lo pensaba, pero los debates que tuvimos me
hicieron comprender que el problema es muy difícil y que se debe profundizar
aún más. Dada la situación de sufrimiento de esas personas, hace falta
profundizarlo.
No me atrevo a dar ahora una respuesta. En cualquier caso, me parecen muy
importantes dos aspectos. El primero: aunque no pueden acudir a la Comunión
sacramental, no están excluidos del amor de la Iglesia y del amor de Cristo.
Ciertamente, una Eucaristía sin la Comunión sacramental inmediata no es
completa, le falta algo esencial. Sin embargo, también es verdad que participar
en la Eucaristía sin Comunión eucarística no es igual a nada; siempre implica
verse involucrados en el misterio de la cruz y de la resurrección de Cristo.
Siempre implica participar en el gran Sacramento, en su dimensión espiritual y
pneumática; también en su dimensión eclesial, aunque no sea estrictamente
sacramental.
Y, dado que es el Sacramento de la pasión de Cristo, el Cristo sufriente
abraza de un modo particular a estas personas y se comunica con ellas de otro
modo; por tanto, pueden sentirse abrazadas por el Señor crucificado que cae en tierra
y muere, y sufre por ellas, con ellas. Así pues, es necesario hacer comprender
que, aunque por desgracia falta una dimensión fundamental, no están excluidos
del gran misterio de la Eucaristía, del amor de Cristo aquí presente. Esto me
parece importante, como es importante que el párroco y las comunidades
parroquiales ayuden a estas personas a comprender que, por una parte, debemos
respetar la indivisibilidad del Sacramento y, por otra, que amamos a estas
personas que sufren también por nosotros. Asimismo debemos sufrir con ellas,
porque dan un testimonio importante; ya sabemos que cuando se cede por amor, se
comete una injusticia contra el Sacramento mismo y la indisolubilidad aparece
siempre menos verdadera.
Conocemos el problema no sólo de las comunidades protestantes, sino también
de las Iglesias ortodoxas, que a menudo se presentan como modelo, en las que
existe la posibilidad de volverse a casar. Pero sólo el primer matrimonio es
sacramental: también ellas reconocen que los demás no son sacramento; son
matrimonios de forma reducida, redimensionada, en una situación penitencial; en
cierto sentido, pueden ir a la Comunión, pero sabiendo que esto se les concede
"in economia" - como dicen - por una misericordia que, sin embargo,
no quita el hecho de que su matrimonio no es un sacramento. El otro punto en
las Iglesias orientales es que para estos matrimonios han concedido la
posibilidad de divorcio con gran ligereza y que, por tanto, queda gravemente
herido el principio de la indisolubilidad, verdadera sacramentalidad del
matrimonio.
Así pues, por una parte está el bien de la comunidad y el bien del
Sacramento, que debemos respetar; y, por otra, el sufrimiento de las personas,
a las que debemos ayudar.
El segundo punto que debemos enseñar y hacer creíble también para nuestra vida
es que el sufrimiento, en sus diversas formas, es necesariamente parte de
nuestra vida. Yo diría que se trata de un sufrimiento noble. De nuevo, es
preciso hacer comprender que el placer no lo es todo; que el cristianismo nos
da alegría, como el amor da alegría. Sin embargo, el amor también siempre es
renuncia a sí mismo. El Señor mismo nos dio la fórmula de lo que es amor: el
que se pierde a sí mismo, se encuentra; el que se gana y conserva a sí mismo,
se pierde.
Siempre es un éxodo y, por tanto, un sufrimiento. La auténtica alegría es
algo diferente del placer; la alegría crece, madura siempre en el sufrimiento,
en comunión con la cruz de Cristo. Sólo aquí brota la verdadera alegría de la
fe, de la que incluso ellos no están excluidos si aprenden a aceptar su
sufrimiento en comunión con el de Cristo.