Habíamos
comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos,
el más viejo de todos nosotros, me dijo:
-¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?
Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles
casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y
continuo que se escucha en. Paris a todas horas. Un vientecillo fresco nos
azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas
parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:
-No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna
otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que
siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un
segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese
instante la luz se extingue... la ventana se cierra y se acabó!
De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo
largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos
seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una
sola.
Mi amigo murmuró:
-¡Pobre gente! No es repugnancia el sentimiento que me
inspiran, sino el de una inmensa piedad. Entre todos los misterios de la vida
humana hay uno que yo he penetrado: el grande, el cruel tormento de nuestra
existencia, proviene de que estamos eternamente solos, y todos nuestros
esfuerzos, todos nuestros actos no tienden sino a huir esa soledad en que
vivimos. Esos enamorados al aire libre que acabamos de ver sentados en esos
bancos tratan, como, nosotros, como todas las criaturas, de hacer cesar ese aislamiento,
aunque solo sea durante un minuto: pero permanecen y permanecerán siempre
solos, y nosotros también. Unos se aperciben más que otros de esa verdad; pero
todos la comprenden.
¡Desde hace algún tiempo sufro yo el abominable suplicio de
"haber comprendido", de haber descubierto la espantosa soledad en que
vivo, y se que nada, ¿entiendes?, nada puede hacerla cesar! ¡Sea cual fuere lo
que intentemos o hagamos, cualesquiera que san los impulsos de nuestro corazón,
el grito de nuestros labios, el abrazo de nuestros cuerpos, estamos siempre,
siempre solos!
Yo te he arrastrado esta noche a este paseo para no volver
tan temprano a mi casa, porque sufro horriblemente de la soledad que allí me
rodea. Sí, te he arrastrado conmigo por eso; ¿y de qué me sirve? Yo te estoy
hablando, tú me escuchas y estamos uno al lado del otro, pero solos. ¿Me
entiendes?
"Bienaventurados los pobre de espíritu", dice la
Escritura. ¡Ellos tienen la ilusión de la felicidad; no sienten nuestra
solitaria miseria, no. Vagan como yo, por la vida, sin otro contacto que el de
los codos, sin otra alegría que la egoísta satisfacción de comprender, de ver,
de adivinar y de experimentar sin tregua ni reposo esa eterna sensación de
aislamiento!
Me encuentras algo loco, ¿verdad?
Escúchame. Desde que he sentido la soledad de mi ser, me
parece que voy hundiéndome cada día más en un sombrío subterráneo, cuya salida
no veo, cuyo fin no conozco y que no tiene fondo quizá. Y allá voy, sin nadie a
mi alrededor, sin ningún ser viviente que me acompañe en ese tenebroso viaje.
Ese subterráneo es la vida. A veces oigo ruidos, voces, gritos... marcho a
tientas hasta esos rumores confusos, pero jamás logro saber de donde parten; no
encuentro jamás a nadie, ni tropieza la mía con otra mano en esa oscuridad que
me rodea. ¿Me comprendes? Hombres hay que han adivinado este atroz sufrimiento.
Musset ha dicho:
¿Quien viene? ¿quien me llama? nadie...
Estoy solo; es el reloj que suena...
¡Oh, soledad! ¡oh, miseria!
Pero en él no era sino una duda pasajera lo que en mí es una
definitiva certidumbre. Musset era poeta; poblaba la vida de fantasmas, de
sueños, de ilusiones. No estaba, pues, verdaderamente solo. ¡Yo... sí lo estoy!
Gustave Flaubert, uno de los hombres más desgraciados de
este mundo, por lo mismo que era uno de los más lúcidos, escribía a una amiga
suya esta frase desesperante: "Todos vivimos en un desierto. Nadie
comprende a nadie."
No, nadie comprende a nadie, piensen lo que piensen, digan
lo que digan, intenten lo que intenten. La tierra ¿sabe lo que pasa en esas
estrellas que miramos, arrojadas como granos de fuego a través del espacio, tan
lejanas de nosotros que apenas percibimos la claridad de algunas, mientras las
demás, las que no vemos, innumerables y perdidas allá en lo infinito están tan
próximas unas de otras que forman tal vez un todo, como las moléculas de un
cuerpo?
Pues bien, el hombre no sabe lo que pasa en otro cualquiera
de sus semejantes. Estamos más lejos unos de otros que esos astros, sobre todo
más aislados, porque el pensamiento es insondable.
¿Tienes tú idea de algo más horroroso que ese constante
rozamiento con los seres en cuyo pensamiento no podemos penetrar, a quienes no
comprendemos? Nos amamos los unos a los otros como si estuviéramos encadenados,
cerca muy cerca, con los brazos tendidos unos hacia otros, sin conseguir
alcanzarnos con la punta de los dedos. ¡Nos sentimos dominados por una
torturante necesidad de unión; pero todos nuestros esfuerzos permanecen
estériles, nuestros abandonos inútiles, nuestras confidencias infructuosas,
nuestros abrazos impotentes, nuestras caricias vanas. Cuando querernos
entremezclarnos, nuestros impulsos no logran sino apartarnos más y más a los
unos y a los otros!
Yo no me siento nunca más solo que cuando abro mi corazón a
un amigo, porque entonces comprendo y aprecio mejor el infranqueable obstáculo.
Ese hombre, ese amigo está ahí, enfrente de mí; ¡veo sus ojos claros fijos en
los míos! pero su alma... ¡ah! su alma que se oculta tras de sus ojos... ¡no la
conozco, no la veo! Mi amigo me escucha. ¿Que piensa? Si; ¿en qué está
pensando? ¿Tú no comprendes este tormento?... ;¿Me odia quizá, o me desprecia,
o se burla de mí? Mientras yo hablo él reflexiona en lo que le estoy diciendo y
me juzga y me condena, estimándome tonto o vulgar. ¿Cómo saber lo que piensa?
¿Cómo saber si me aprecia, si me quiere como yo lo quiero... y lo que se agita
en esa cabeza redonda? ¡Oh! ¡qué misterio tan profundo es el pensamiento
desconocido de un ser, el pensamiento oculto y libre, que no podemos conocer,
que no podemos conducir, ni dominar, ni vender!
Yo mismo he deseado ardientemente entregarme todo entero,
abrir por completo las puertas de mi alma y no lo he conseguido: porque guardo
allá en el fondo, muy en lo fondo, ese lugar secreto del yo donde nadie
penetra, que nadie puede descubrir porque nadie se me parece, porque nadie
comprende a nadie.
Tú mismo, di, ¿me comprendes en este momento? No; tu me
crees loco, ¡me examinas con desconfianza y te pones en guardia contra mí! Y te
preguntas: "¿Qué tendrá ese hombre esta noche?" Pero si tú llegaras
un día a palpar, Si adivinaras este horrible y sutil sufrimiento, ven y dime
tan solo estas palabras: ¡Te he comprendido! y me harás feliz, durante un segundo,
quizá.
Son las mujeres quienes me hacen percibir aún más mi soledad.
¡Ah!
;miseria, miseria! ¡Cuánto he sufrido por ellas, puesto que ellas me han dado
más frecuentemente que los hombres la ilusión de no estar solo!
Cuando se entra en el Amor parece que se ensancha el alma.
Se siente uno invadido por una idea sobrenatural! ¿Y sabes por qué? ¿Sabes de
donde procede esa sensación de inmensa felicidad? Únicamente porque uno se
imagina que no está solo. El aislamiento, el abandono del ser humano parece que
cesa... ¡Qué horror! ¡Más atormentada aún que nosotros por esa eterna necesidad
del amor que roe nuestro solitario corazón, la mujer es la gran mentira de la
ilusión.
Tú conoces muy bien esas deliciosas horas pasadas frente a
ese ser de largos cabellos, de rasgos encantadores, y cuya mirada nos
enloquece. ¡Qué delirio extravía nuestro espíritu! ¡Qué ilusión nos embarga los
sentidos!
¡Parece que vamos a confundirnos con ellos, a no formar sino
un todo, dentro de un instante! Pero ese instante no llega nunca, y después de
semanas y meses de espera, de ilusiones y de alegrías engañosas, un día se
encuentra uno bruscamente solo, más solo de lo que se había estado hasta
entonces.
Después de cada beso, después de cada abrazo, el aislamiento
aumenta. ¡Y qué aflictivo es y qué espantoso!
Otro poeta, Sully Prudhomme, ha escrito:
Y pasadas esas caricias, esos transportes... ¡adiós! se
acabó. ¡Apenas si se reconoce a esa mujer que ha sido todo para nosotros
durante un momento de la vida y de la que, sin duda, jamás hemos conocido el
pensamiento interno y banal!
En esas mismas horas en que parece que, por virtud de un
misterioso acuerdo de dos seres un absoluto compenetramiento de deseos y de
aspiraciones, Se ha logrado descender hasta lo más profundo de su alma... una
palabra, un gesto a veces nos revela nuestro error, mostrándonos como un
relámpago en la noche, el negro abismo que a ambos nos separa.
Y sin embargo, no hay en el mundo nada mejor que pasar una
noche al lado de una mujer querida, sin hablar, casi completamente dichoso por
la sola sensación de su presencia. No pidamos más, porque jamás se mezclan
enteramente dos seres.
En cuanto a mi, ya tengo el alma cerrada. No digo a nadie lo
que pienso, lo que creo, lo que amo. Sabiendo que estoy condenado a horrible
soledad, miro las cosas sin jamás emitir mi parecer sobre ellas. ¡Qué me importan las opiniones, las querellas los
placeres, las creencias! No pudiendo compartir nada con nadie, he llegado a desinteresarme de
todo. Mi pensamiento invisible, permanece inexplorado. Tengo frases frívolas
para responder a los interrogatorios de cada día y una sonrisa que dice
"si", cuando no quiero tomarme la molestia de hablar.
¿Me comprendes?
Habiamos subido la larga
avenida hasta el arco del triunfo de la Estrella , y descendido luego hasta la
plaza de Concordia, porque mi amigo había enunciado todo aquello lentamente,
añadiendo aún otras muchas cosas de las que ya no me acuerdo.
Se detuvo y, bruscamente, levantando su brazo hacia el
obelisco de granito que se alzaba en medio de la plaza, perdiéndose en la
oscuridad de la noche su largo perfil egipcio, monumento desterrado que lleva
en su flanco escrita con extraños y misteriosos signos la historia de su país,
mi amigo exclamó:
-Ahí tienes; nosotros todos somos como esa piedra...
Y se alejO de ml sin pronunciar una palabra.
¿Estaba borracho? ¿Estaba loco? ¿O estaba tal vez demasiado
cuerdo?... No lo sé...
A veces me parece que tiene razón. Otras pienso que había
perdido el juicio.
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