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Alonso de Ercilla y Zúñiga
La Araucana

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  • Introducción DON ALFONSO DE ERCILLA Su vida y su Araucana
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Introducción

DON ALFONSO DE ERCILLA

Su vida y su Araucana

- I -

Oriundo de Bermeo, natural de la metrópoli andaluza y colegial de Bolonia, Fortún García de Ercilla adquirió tal renombre de jurisconsulto en Italia que el gran papa León X le quiso persuadir a fijar la residencia en Roma, a la par que se propuso el emperador Carlos V traerle al Consejo y Cámara de Castilla. Por la regencia del Consejo de Navarra y por el Consejo de las Órdenes hubo de pasar en el breve término de dos años, para ascender a la superior magistratura. De cuarenta y en Dueñas por Septiembre de 1534 fue su temprana muerte, cuando estaba designado para maestro del príncipe de Asturias. A su mujer Doña Leonor de Zúñiga dejó tres hembras y tres varones, el menor de poco más de un año, nacido en Madrid el de 1533 a 7 de Agosto, y llamado [XII] Alonso, que es de quien se refieren aquí las vicisitudes. Su madre quedaba en situación holgada como poseedora del señorío de Bobadilla, sin venir a menos por su incorporación a la corona, pues resarcida fue con el cargo de guarda mayor de las damas de la infanta Doña María; y así tuvo proporción de hacer paje del príncipe D. Felipe al huérfano Benjamín de su casa.

Constando que el emperador Carlos había mandado escribir la obra de los Oficios de la Casa Real a Gonzalo Fernández de Oviedo, sin otro fin que el de establecer y ordenar el cuarto de su primogénito querido, según lo trazaron del todo para el príncipe D. Juan sus abuelos augustos, no se necesitan conjeturas en testimonio de que fue esmerada la educación de D. Alonso de Ercilla. Además de la enseñanza de maestros doctos, desde mancebo comenzó a reunir la instrucción variada y fructuosa, que se adquiere en los viajes y con el trato de las cortes. A los quince años salió por vez primera de España, cuando en 1548 fue el príncipe D. Felipe a tomar posesión del Brabante, y hasta 1551 acompañole por Italia, Alemania y el Luxemburgo; recorriendo así buena parte de lo mejor de Europa en ocasión de tanto brillo, siempre entre espectáculos y festejos, y alternando con los personajes de más nota. Despejadísimo y amigo de saber como pocos, naturalmente sacó buen fruto de tan sublime escuela, cuyas lecciones volvía a aprovechar en seguida, acompañando a Bohemia a su [XIII] madre, y dejándola allí con la infanta Doña María y su esposo el archiduque Maximiliano. Entonces le fue dado visitar el Austria, la Hungría y otros países del Norte; y explayándose más y más en su espíritu juvenil y ardoroso, no concebía sino ideas elevadas, ni su corazón se alimentaba más que de sentimientos de honor y de gloria. Corta residencia hizo en España a la vuelta del segundo viaje, y al tercero salió en 1554 con el príncipe D. Felipe, ya rey de Nápoles y próximo esposo de Doña María de Inglaterra en segundas nupcias, solemnizadas con espléndidas fiestas, cuyas descripciones llenas las historias. De qué modo influyeron sobre el ánimo de Ercilla no es posible determinarlo a fondo; por inferencia cabe acaso decir sin yerro que no le satisfacía el regalado bullicio de los palacios, y que sus ímpetus le aguijaban a mudar prestamente de vida.

Aún colmaba de agasajos al rey Felipe la corte de Londres, cuando a Europa llegó noticia alarmante de las turbaciones del Perú y de Chile, promovidas las primeras por la deslealtad del cruel Francisco Hernández Girón, y las segundas por el amor de los araucanos a la nativa independencia. Virey del Perú fue nombrado el marqués de Cañete, D. Andrés Hurtado de Mendoza, y Adelantado de Chile se hizo a Gerónimo de Alderete, varón afamado allí por su buen seso y por su arrojo. En Londres le conoció Ercilla, y entusiasmado con la relación de sus fatigas y aventuras y con la poética descripción de tan [XIV] remotos países, anhelante por correr mundo, ansioso de lauro, e inducido por su enérgico temple a conseguirlo entre la agitación de las campañas, mejor que entre el ocio de las cortes, a ir en compañía del Adelantado se determinó por impulso propio; y obtenida licencia del rey Felipe, muy alegre se ciñó espada, y hacia el año de 1555 y desde la cubierta de un barco divisaba las costas españolas cada vez en más lejano horizonte, hasta perderlas de vista sin derramar llanto.

Siempre extasía la contemplación del Océano tranquilo o proceloso: Ercilla lo surcaba en edad florida y con numen lozano: fijamente había alcanzado a algunos contemporáneos de Cristóbal Colón y de los Pinzones, y conocido a bastantes de los asistentes a las conquistas de los imperios de Motezuma y Atahualpa: sin duda por lecturas estaba al tanto de los sucesos del Nuevo-Mundo: a bordo se hubo de enterar de los de más reciente fecha por voz de testigos oculares y aun quizá de actores; y de cierto oiría embelesado una vez y otra a Gerónimo de Alderete hablar de Chile y del Arauco. Poco interesa averiguar si fue su navegación larga o corta; verosímilmente los días se le volaron fugaces bajo la intuitiva y doble impresión de pasmosos recuerdos y de mágicas esperanzas, hasta que en el curso del viaje le sobrevino gran desventura. A su entrada en la vida se había quedado sin padre, y ahora faltole valedor al principio de su carrera, pues murió Alderete [XV] en el istmo de Panamá y cerca de la pequeña Taboga. Desamparado siguió hacia Lima, donde ya Hernández Girón había pagado sobre el patíbulo sus traiciones, y desde donde el marqués de Cañete se aprestaba a enviar socorros a Chile.

En aquella región apartada y descubierta por Diego de Almagro, pronto hizo asiento Pedro de Valdivia, fundando a Santiago, la Imperial y otras ciudades; recientemente le habían derrotado y muerto los araucanos, y Francisco de Villagrán le sucedió al frente de los españoles, puestos otra vez en fuga por Caupolicán y obligados a abandonar la ciudad de la Concepción a los vencedores. De resultas al virey del Perú llegaron mensajeros en demanda de auxilios y de su hijo D. García Hurtado de Mendoza con la investidura de jefe. Mancebo era de veintiún años, si bien de tan acreditados bríos que no se podía atribuir la ardiente súplica a ruin lisonja. Ya había asistido en Córcega a la expulsión de los franceses, y en Toscana a la toma de Sena bajo las órdenes de Don Alonso de Lugo, y en Flandes y a las del emperador Carlos al triunfo obtenido junto a Rentin contra Enrique II de Francia, obrando siempre como quien arrostraba los peligros por natural hervor de la sangre, tras de abandonar su casa y emprender la profesión de la milicia sin el beneplácito paterno. Ahora lo obtuvo amplio, y hacia Chile despachó socorros por tierra, tomando en persona el mismo rumbo desde el Callao y con la gente principal en [XVI] naves. A bordo fue también D. Alonso de Ercilla, esperanzado en medrar bajo el nuevo jefe, a quien llevaba dos años, y conocía desde Madrid y Londres.

Felizmente surgió la flota en Coquimbo: dos leguas adentro se alzaba la Serena, donde se detuvo D. García lo necesario para que su autoridad fuera acatada por todos, aun a costa de imponer prisiones y castigos severos; y otra vez en franquía las naves, tras de sufrir deshecha borrasca, por mayo de 1557 surgieron en la isla de Talcaguano. Pacífico mensaje del Arauco recibió allí el jefe; mas, sospechando que sus caciques prevenían las armas, a tierra firme dispuso que pasaran ciento y treinta jóvenes de los más intrépidos y robustos, para levantar un fuerte junto a la costa. Entre ellos fue D. Alonso de Ercilla, siempre alentado a dar un tiento a la fortuna; y por igual señalose al prevenir la defensa en un día que al repeler el asalto de ocho mil araucanos en 10 de Agosto y después de más de seis horas de combate. Dentro del fuerte de Penco se mantuvieron los españoles hasta llegar los caballos y demás socorros por tierra: ya teniéndolos bajo su mano, D. García moviose adelante; y apenas cruzado el caudaloso Biobío en 10 de Octubre, Caupolicán le vino a presentar batalla. Principio tuvo por una fuerte espolonada de la caballería de Alonso Reinoso, capitán a cuyas órdenes iba Ercilla, y terminó con insigne victoria, tras de fiera lucha en un pantano, donde los indios se acogieron por miedo a los caballos y donde les [XVII] destrozaron los arcabuces. Otra vez demostraron su indomable tesón y patriótico ardimiento en Millarapue el 30 de Noviembre, y mucho costó de fatiga arrancarles el triunfo, pues lo disputaron ya fugitivos dentro de enmarañado bosque, sin que osaran los nuestros penetrar por la horrenda espesura. A Ercilla atrajo el bélico ruido: notada fue del maestre de campo Juan Remón su llegada, y al punto dijo en voz de aliento: -«¡Ea, D. Alonso, esta es ocasión de señalarse con honra!»- Oyendo su nombre y observando que le miraban todos, compelido por la vergüenza y sin poder ya excusar el trance, a pie y espada en mano acometió la peligrosísima empresa: unos pocos le siguieron a la desesperada; otros le ayudaron después con furia, y por su gallarda intrepidez fue conducida a jornada a perfecto remate.

Así pudieron todos trasponer el cerro de Andalicán y echar los cimientos de Cañete de la Frontera y hacer por el Arauco muy vigorosas entradas. Prisionero cogió Ercilla en una de ellas al animoso Cariolano, poco antes de contarse entre los cincuenta españoles, llevados a la Imperial por el Capitán D. Miguel de Velasco, para traer de allí provisiones: ya volvían por la más fragosa hondura de la quebrada de Purén con dos mil cabezas de ganado y otras vituallas, cuando el fiel Cariolano vino a avisar a su señor de que los araucanos se disponían a interceptar el socorro, y de que por el río le salvaría a nado, en [XVIII] ocasión de referirle afligida Glaura cómo había perdido a su esposo. No era otro que Cariolano; y Ercilla premiole con la libertad en seguida. Furiosamente salieron los araucanos de su celada, y a los españoles atropellaron sobre angosturas, donde ni aun podían revolver los caballos. Vencidos estaban sin remedio bajo el ímpetu de tanta muchedumbre: por fortuna pudo Ercilla romper hasta un hueco del monte, y arrinconados vio allí diez camaradas: con brío estimuloles a trepar a la cumbre por breñosa aspereza; y ya arriba, a impeler piedras y a disparar los arcabuces hacia donde más cargaban los indios, de cuyo modo les sobrecogieron de súbito miedo y les obligaron a rápida fuga. Todos los españoles fueron heridos y saqueados en parte; mas al fuerte de Tucapel dieron vista, y sus compañeros les saludaron con aclamaciones triunfales.

Otra vez se aventuraron los araucanos a reñida y sangriente batalla de que salieron con tales apariencias de vencidos y escarmentados que Hurtado de Mendoza se creyó en proporción de atender a vigorizar las leyes en toda la comarca de Chile; y encomendado la custodia del fuerte de Tucapel a Reinoso volvieron a dar ayuda la víspera de lanzarse los araucanos en su contra. De resultas de trato doble de un indio mozo, Caupolicán dispuso a medio día el ataque, bajo la certidumbre de coger [XIX] desprevenidos y hasta durmiendo a los españoles; e informado Reinoso de todo, los tenía muy vigilantes y con anhelo por esgrimir las armas. Superfluos aparecieran más pormenores sobre esta jornada lastimosa: allí perdieron muchos enemigos la vida, se dispersaron los restantes, y el mismo Caupolicán tuvo que andar oculto de un lado a otro, no valiéndole tal cautela, pues la traición de un indio le condujo a prisión y cadalso.

Satisfactorio es consignar que Ercilla sólo de oídas supo la iniquidad enorme; ya a la sazón iba con su gefe a la exploración de tierras ignotas, las más rudas y descompuestas del mundo, hacia el estrecho de Magallanes. Jamás la naturaleza opuso mayores estorbos a los hombres: como un mes avanzaron los nuestros con falsas guías, y sin otra que el sol a veces, cuando no lo ocultaban espesas y lóbregas nubes, o árboles gigantescos y tupido ramaje, por entre ríos caudalosos y hondos pantanos; hacia enhiestas cumbres o espantables derrumbaderos; sobre pedruscos salientes o arraigados matorrales, que rompían al golpe de picos y azadones, para sentar la planta; cubiertos de sangre, de sudor y de lodo; sufriendo furiosas ventiscas e inundantes lluvias; no hallando varias noches donde reclinar los cuerpos lasos; dejándose a pedazos los vestidos entre las zarzas, y apretándoles el hambre aquejadora las cuerdas del duro tormento, hasta que por fin divisaron el archipiélago de Chonos. Tres islas visitó Ercilla a [XX] bordo de una piragua, por inquirir el trato y ejercicio, las leyes y costumbres, los ritos y las ceremonias de sus naturales: con diez amigos arriscados cruzó luego el desaguadero impetuoso, que separa del continente a la isla de Chiloe, internándose media milla más que todos, y escribiendo sobre la corteza de un árbol con su cuchillo, que antes que otro alguno había llegado allí el 28 de Febrero de 1558 a las dos de la tarde.

Por menos mal camino les condujo un indio joven a la vuelta; y en los vecinos de la Imperial hallaron generosidad agasajadora. Allá recibieron una fausta nueva de España, la de la victoria de San Quintín sin duda, alcanzada el mismo día en que del fuerte de Penco rechazaron ciento treinta españoles a ochomil araucanos. Con este motivo se celebraron justas: sobre el mayor o menor lucimiento en las suertes, D. Alonso de Ercilla y D. Juan de Pineda se trabaron de palabras, que subieron hasta provocaciones sobre la mejor o peor calidad de la estirpe, en términos de no poder ya estar las espadas ociosas. A la par que las de ambos, se desenvainaron otras muchas; pero afortunadamente sosegose el alboroto sin correr sangre. Muy preciosa la quiso derramar el joven caudillo, dando bulto de premeditado motín al caso no pensado, por aceleramiento propio, y quizá también por malévola sugestión de su secretario Ortigosa, y condenando a Ercilla y Pineda a ser degollados en la plaza. Nada valieron súplicas y recomendaciones: tal [XXI] vez temía el geje que su autoridad padeciera menoscabo, si revocaba la arbitraria sentencia; y así aferrose en que se ejecutara a todo trance. Levantado estuvo el tablado, y todo induce a suponer que Ercilla y Pineda llegaron al pie de sus escalones: siendo amados de sus compañeros por valerosos, y bien quistos por liberales, clamor general escucharon con voces de ruego y en son de amenaza a favor de su vida; y la debieron a la necesidad perentoria de evitar el motín violento, que estallara de golpe, si llegaba a ejercer su oficio el verdugo.

Trascendental fue tal desmán a la posteridad más remota, pues Ercilla narraba con fácil estro cuanto acontecía en la magna lucha, sobre los mismos lugares, hurtando el tiempo que podía al descanso, para tenerlo de ocio y lograr que no pasaran oscurecidas las hazañas de sus compatriotas, aun con el trabajo de estar falto de papel a veces, y de haber de escribir sobre cuero y en pedazos de cartas; y desde que se le atropelló de tal modo, no quiso ya dar la habitual ocupación a su pluma. Abreviadamente dijo sólo, que sufrió prisión larga, sin dejar de servir de día y de noche en la frontera, donde hubo continuos rebatos y estratagemas peligrosas para los españoles, hasta que en el asalto y gran batalla de la albarrada de Quipeo les regocijó la más esclarecida victoria. Por especificación de ajeno relato consta que Ercilla tuvo nuevas ocasiones de [XXII] acrecer sus timbres en una emboscada; y durante la resistencia al asalto furioso, dado a la Imperial por los araucanos; y rigiendo una gallarda escuadra de veinte jóvenes contra mayor número de puelches a orillas del Maule, y de andalicanos sobre su territorio; y sustentando lid singular con el cacique Elicura y tendiéndole muerto en la última y decisiva jornada, que fue el año de 1558 a 13 de Diciembre, y en la cual perecieron todos los jefes enemigos más afamados.

No maravilla que Arauco apareciera ya bajo el yugo de los españoles. Ante la perspectiva de reposo, y cada vez más estimulado y roído por el agravio, siempre fresco dentro del alma, Ercilla aceleró su partida repentina de aquella ingratísima tierra, que le costaba tanto de afán y sangre; y en un bajel de trato llegó al Callao sin el menor contratiempo. De Lima salió nuevamente a probar fortuna contra Lope de Aguirre, fiero guipuzcoano, asesino del capitán Pedro de Ursúa, con quien desde el Perú había ido a la conquista de los omeguas, y cruel tirano hasta el extremo de matar a su propia hija. Más de dos mil millas le separaban de Venezuela; pero acostumbrado a carrera más larga, por mar tomó la vía sin demora ninguna, y aun así al mismo tiempo fueron su llegada a Panamá y la del anuncio de estar Lope de Aguirre ya degollado y hecho cuartos. Una enfermedad prolija y extraña detuvo a Ercilla en Tierra-Firme; y tan luego como se vio convalecido, [XXIII] por las islas Terceras y el año 1562 hizo rumbo hacia España.

Aquí supo la reciente muerte de su amada madre, ocurrida en el palacio de Viena; circunstancia dolorosa que no le permitió la quietud apetecida tras largo viaje, por la necesidad imprescindible de emprender el tercero a Alemania, así que dio cuenta a Felipe II de sus penalidades y aventuras. D. Fadrique que de Portugal era caballerizo mayor de la tercera esposa del rey de España, y quería pasar a segundas nupcias con Doña Magdalena de Ercilla, dama de la misma reina que su difunta madre. Para traerla de Hungría, su hermano D. Alonso cruzó la Francia y el Austria, y por los cantones suizos y el Languedoc fue a principios de 1564 su retorno. Interceptando las nieves sobre el puerto de San Adrián la carretera, algunos días hubo de estar en Mondragón y algunos pueblos alaveses: quizá del historiador Garivay fue conocido entonces; y cobrándose afición grande, sin propósito deliberado le dio materia para mencionar estimablemente hechos suyos en las Genealogías.

Ya en su patria de asiento y con insólito descanso, lo más del tiempo dedicó a poner en orden y pulir sus papeles sueltos y relativos a las proezas de sus compatriotas en las antárticas regiones. Galanteador era como joven y español y soldado: atractivos de apostura grata y de producción amena tenía de sobra para cautivar damas; y así el año de 1566 fue [XXIV] padre de un hijo, a quien puso Diego por nombre. Poco más anduvo de soltura en amorosos extravíos, celebrando a principios de 1570 con Doña María de Bazán su boda, y mereciendo el alto honor de que le apadrinaran el Archiduque Rodulfo y Doña Ana de Austria, cuarta mujer del rey Felipe. Doméstica y no interrumpida ventura le deparó su compañera, muy noble de prosapia, insigne por su cristiandad y virtudes y aun por su claro entendimiento, que se deleitaba en cultivar con lecturas de historia. Otra gran satisfacción tuvo este mismo año al publicar la primera parte de La Araucana, perfectamente recibida en España y Europa y el Nuevo-Mundo, de manera de colocarle unos al nivel y otros por encima de Ariosto: nada vanaglorioso y modesto por demás en el común trato, a los que le conocían más de cerca produjo mayor asombro con su libro, no juzgándole capaz de brillar por la pluma como por la espada. Merced del hábito de Santiago le hizo Felipe II al año siguiente, honrosa insignia que también había llevado su ilustre padre sobre la toga; en la parroquia de San Justo y día del aniversario de la sangrienta batalla, decidida en Millaraque sólo por su arrojo, le armó caballero el personaje que después fue duque de Lerma.

Tres años adelante seguía en Real favor nuestro D. Alonso, y lo demuestra la circunstancia de elegirle el secretario Juan de Vivanco, para sacar de pila a su hijo D. Bernardino, cuya partida de bautismo [XXV] tiene la fecha de 4 de Mayo de 1574 y se halla en los libros de la parroquia de Santiago. Aún aspiraba a más laureles, en ocasión de sitiar a Túnez y la Goleta los turcos, y de recorrer el célebre D. Juan de Austria las costas, desde Génova hasta Sicilia, con el ardimiento de su gran corazón y la vehemente prisa de ir al socorro. De Nápoles habían de zapar las naves, y allá voló Ercilla, alentado como de costumbre; desdichadamente sólo para saber la súbita y triste noticia de haber podido más la fuerza numérica de los sitiadores que el heroísmo de los sitiados. Entonces dirigiose a Roma, y nuestro embajador y su pariente Don Juan de Zúñiga le presentó el 6 de Abril de 1575 al papa, Gregorio XIII de nombre y natural de Bolonia, donde había conocido de joven a Fortún García de Ercilla. De pronto supuso que hablaba con su nieto, y de su persona y literatura le hizo grandes elogios; mucho se holgó de saber que era hijo y de oírle atentamente la relación de sus aventuras, con especialidad hacia el estrecho de Magallanes; y tras largo rato, le dio su bendición y extraordinarias indulgencias a la despedida.

Cuarta vez estuvo Ercilla en Alemania, debiendo acogida graciosa al emperador Maximiliano y a la emperatriz Doña María, de quien fue servidora su madre, no menos que a Rodulfo, su padrino de boda y ya rey de Hungría. Por Septiembre de 1575 asistió en Praga a su coronación de rey de Bohemia, y en Ratisbona a su elección por rey de Romanos; ya le [XXVI] había creado su gentil-hombre, y en calidad de camarero le llevó la falda en las ceremonias. Vasto y fecundo asunto de reflexiones elevadas le hubieron de ofrecer los contrastes de su azarosa existencia, al renovar entre festejos lucidos la memoria de los gozados allí con la delicia de los años primaverales, y al interponer los recuerdos vivos de todo linaje de peligros y privaciones, hasta subir casi al patíbulo y estar a punto de perecer de miseria. Después de las solemnidades, se dio a visitar las comarcas de Estiria y Carintia y hasta Croacia, de donde obtuvo licencia para traer doce caballos, y en el trono imperial dejó a Rodulfo, cuando por Italia y el Friuli vino en 1577 a España. También se sabe que el año mismo fue a Uclés a profesar de caballero de Santiago, con fecha de 14 de Diciembre en manos del prior Diego Aponto de Quiñones, posteriormente obispo de Oviedo.

Sin pensamiento de tornar a salir de Madrid por entonces, se aplicó a imprimir el año de 1578 la segunda parte de La Araucana; mas no pudo saborear los parabienes con descanso, obligándole comisión honrosísima a nuevo e impensado viaje. Felipe II había sabido la llegada del duque Erico de Bransuich y de la duquesa el 14 de Octubre a Barcelona: aun apresurándose a disponer que los vireyes de Cataluña y de Aragón les tratasen como era de razón y les proveyesen de lo necesario, mayor demostración le pareció propia de los respetos debidos a la hija de su prima [XXVII] la duquesa de Lorena; y así, por la satisfacción que tenía de la persona y cordura de D. Alonso de Ercilla, su gentil-hombre, le previno que por la posta les saliese al encuentro, y les entregase cartas, y les hiciese ofrecimientos cordiales en su nombre y el de su augusta esposa. A la par que su deseo de verlos pronto, les debía significar la conveniencia de que se quedasen en Zaragoza, si bien proponiéndoselo de manera que lo tomaran a buena parte; y no imaginaran que se hacía por otro fin que el de la comodidad de sus personas; puesto que el rey trataba de ir a Monzón de meses atrás a celebrar cortés a los aragoneses, no había partido a causa de forzosos y no interrumpidos impedimentos, y todavía estaba en ánimo de emprender la jornada lo más presto que fuera posible. Después de estar con los duques el tiempo necesario para hacer este oficio y dejarlos contentos y quietos, se volvería a dar cuenta particular al rey de todo lo que hubiese pasado.

Autógrafas existen las cartas escritas al Secretario Gabriel de Zayas por D. Alonso de Ercilla, y así consta puntualmente su desempeño lucido en la comisión importante. De Madrid salió el 26 de Octubre y a los tres días llegó a Zaragoza, no pudiendo acreditar mayor diligencia, por el mal aparejo que en las postas había de caballos. Alojamiento diole el virey conde de Sástago en su casa; y al duque y a la duquesa de Bransuich fue a visitar a Fuentes. Le recibieron con bondad y cortesía, y [XXVIII] desde luego les indujo a su quedada en Zaragoza, de tan hábil manera que se mostraron alegres y muy reconocidos a la merced y el favor de los reyes en cuidar así de su reposo. Prudentemente apaciguó las diferencias suscitadas entre el virey y el Justicia sobre hospedar el duque y tener cada cual su palabra, mostrando ser más conforme a la Real voluntad que ocupara particular aposentamiento, y eligiendo por sí mismo la casa de D. Juan de Gamboa; y ocasión tuvo de encomiar al virey por su espíritu conciliador y rumboso porte con los egregios viajeros, a quienes envió caballos y coches, y dispuso buen recibimiento en la ciudad el 5 de Noviembre, y facilitó el modo de que allí se valieran de una cédula para Madrid y de la suma de cinco mil escudos, sin dejar de atender con la vireina a su distracción y regalo. No pudo Ercilla resistir las instancias de permanecer en su compañía hasta dejarlos establecidos, como que llegaban desalumbrados, a causa de la variación de trato y costumbre, no muy ricos y con pocos criados útiles a lo menos, tomados los más en Italia al paso, pues los que traían antiguos por miedo a la Inquisición se quedaron en Trento, y daba lástima que no se entendieran unos a otros. Ciertos genoveses procedentes de la corte fueron a besar las manos al duque, y como hombre que se preciaban de discursos, le imposibilitaron la ida del rey hasta la primavera, afirmándole haber llamado a cortes de Castilla, y que no se podían [XXIX] despachar antes. Mal corazón le pusieron de igual modo varios caballeros y señoras, y de resultas mandó a buscar a Ercilla, con quien estuvo muy triste, al tratar de sus negocios y al encarece la pérdida del tiempo. Le aquietó el Real comisionado a fuerza de mansas razones, que hubo de repetir a Madama por encargo especial de su esposo, y resueltos quedaron ambos a no pensar en mudanza alguna, hasta que los reyes fueran a Zaragoza, o se les enviara licencia para que viniesen a besarles en Madrid las manos. Así dio Ercilla su comisión por finalizada, y apresurose a conseguir que particularmente entendiera el rey de sus labios adónde enderezaba el duque de Bransuich los designios.

Datos hay seguros para saber algo de lo que puso en conocimiento del soberano. Por mandato expreso de su madre política venía el duque, trayendo una carta recomendatoria de sus servicios y autorizada con la firma del gran D. Juan de Austria, que había muerto a principios de aquel mes de Octubre. Anheloso por echarse a los pies del monarca y retenido en Zaragoza por orden suya, tanto la melancolizaba el contratiempo que ya había enunciado intención formal de retroceder a embarcarse en Barcelona, si no se le autorizaba para seguir a la corte muy pronto. Una guarda tenía de veinticuatro hombres, y a los zaragozanos daba en rostro que fueran con los arcabuces y las mechas encendidas a todas partes y que entraran así por los templos. [XXX] Enterado el monarca de todo, a la capital de Aragón tuvo que volver el 5 de Diciembre D. Alonso de Ercilla con reales órdenes terminantes; una relativa a acompañar a Madrid al duque, la cual supo con mucho gozo; otra para que deshiciera su guarda, y tomola de manera que hubo necesidad de reportamiento para no quedar muy desavenidos. No le quiso apretar demasiado, por conocer que pasado el primer ímpetu se dejaba persuadir y venía a lo bueno; y volviendo a tratar del negocio, le indujo a tener su consejo por sano.

Repartidas tenían los duques las jornadas de forma de llegar a Madrid en diez días, y el 17 de Diciembre salieron por fin de Zaragoza, bajo la palabra empeñada por Ercilla de que a tiempo se recibiría el pasaporte solicitado, para que ni en Tortuera ni en Torrubia les abriesen los cofres. Reservadamente lo había recomendado mucho al Secretario Zayas, en el concepto de ser de interés corto, a causa de la poca ropa nueva del duque, salvo si debían derecho de joyas, porque las llevaba Madama de las ricas que había jamás visto, especialmente en perlas y piedras. Cuando cenaban la primera noche de viaje, le llegaron a D. Alonso las dos cédulas de paso y de guía, y así tuvieron muy buena y regalada cena, y contentísimo el duque las hizo leer a voces en presencia de todos. Esta predisposición excelente aprovechó Ercilla, a fin de procurar con buena maña detener algunos días a los ilustres viajeros [XXXI] en el camino, sin darles a entender que se le ordenaba de la corte, mientras se hacían reparos en la casa donde habían de posar y se proveían las cosas necesarias a su hospedaje. Desde luego se propuso dificultar las jornadas; y hacer que parasen lo posible sin sospecha en Torija; y pintarles como descortesía no aceptar los ofrecimientos del duque del Infantado, si les quería agasajar en su Palacio de Guadalajara; y exponerles asimismo la inconveniencia de que unos príncipes como ellos entrasen en la corte, sin tener vista primero y repartida por persona entendida su posada y la de sus criados; con todo lo cual se lisonjeaba de lograr que hasta después de año nuevo permanecieran en Alcalá de Henares. Bueno era el plan a todas luces; pero no fácil de llevar a cabo, porque el duque tenía mucha prisa de llegar a Madrid y de obtener el gobierno de uno de los estados españoles. Entre los hombres de cuenta de su comitiva figuraba Andrea Doria, que, no pensando incurrir en yerro, siempre andaba muy a su gusto, y le hacía formar propósitos no practicables, de que Ercilla se veía obligado a sacarle en fuerza de industria, contraviniendo a su voluntad a veces por términos suaves. Entonces el marqués de Ayamonte era gobernador del estado de Milán y capitán general de Italia: al duque de Bransuich dijeron por el camino que este prócer había pasado a Flandes, con lo que se abría una gran puerta a sus pretensiones y se le avivaba el anhelo de ver al [XXXII] monarca, fundándose en ofrecimientos suyos hechos por cartas y que no permitían excusa. De todo avisaba perspicaz Ercilla, por si pareciere a su Magestad buscarla con tiempo, y cerrar la puerta que el duque hallaba tan abierta.

Hasta la raya de Castilla acompañaron al duque tres señores principales de Zaragoza, con muchos criados, halcones y perros, para venir de caza por el camino: después tuvo excelente acogida en todos los lugares, aunque, por estar míseros y faltos de ropa, las damas de la duquesa durmieron vestidas algunas noches; pero de buenos y baratos comestibles proveyó abundantemente el alcalde Tejada. Así llegaron a Torija la víspera de Pascua a la caída de la tarde, persuadidos a parar en Guadalajara, según se tirase de la capa el duque del Infantado: lo hizo tan cortamente que en veinticuatro horas no recibieron cumplimiento ninguno; y ya determinaron no aceptar por tardío el de mayor instancia. Aun retrayéndose Ercilla de ir en contra, por las cosas y juramentos que oyó al duque, modo tuvo de alargar las jornadas, con escribir a Bartolomé de Santoyo y a su muger Doña Ana de Ondegardo, a fin de que enmendasen la cortedad del duque del Infantado en su casa de Alcalá de Henares. Allí se hospedaron el segundo día de Pascua, y prevaliéndose de conocer a Santoyo y su esposa, ya les tenían comunicado el proyecto de partir la duquesa al Escorial a la lijera, sin noticia de Ercilla, que paró el golpe con sólo [XXXIII] decir verazmente cómo el marqués de Ayamonte no era ido a Flandes. Por fin pudo afirmar D. Alonso al Secretario Gabriel de Zayas, que desde allí vendría un criado de los duques a repartir el aposento a su modo, y que no se moverían de Alcalá antes de entrar el año.

Llenos están los despachos del conde de Sástago de alabanzas de Ercilla, por su discreción y buen modo, por su entendimiento e industria; pero nada caracteriza mejor su porte que este breve pasaje de carta propia. -«Del humor y proceder del duque no quiero decir lo que podría hasta que allá su condición apruebe mi paciencia, a costa de la cual le llevo contento por los términos y pasos que S. M. ha ordenado; habiendo recibido por cada cosa tantos encuentros que hubieran desbaratado a un hombre muy compuesto; que, como los alemanes son de natura sospechosos, y más los de menos entendimiento, aunque el duque lo tengo bueno, se entrega a su condición más que cuantos hasta hoy he conocido: la de Madama es de un ángel y el entendimiento muy bueno, pero tiénela el marido tan sujeta y temerosa de sus ímpetus que se queda con los buenos deseos y razones en el estómago. Estas y otras cosas entenderá vuestra merced más particularmente cuando le bese las manos.» -¿Dónde cabe ya encajar como oportuna y verídica la especie, echada a volar por el autor de los Avisos para Palacio, sobre que delante del Rey no acertaba [XXXIV] jamás D. Alonso de Ercilla a decir palabra, en términos de haberle de excitar Felipe II a que le hablara por escrito?

Casi todo anunciaba entonces que la sucesión a la corona de Portugal no se decidiría sin lides, y Ercilla lisonjeose de lucir otra vez su denuedo y sus arreos militares. Con espíritu belicoso, y servicios y merecimientos, y edad pujante y salud robusta para hacer buena figura en campaña; con testimonio reciente del aventajado concepto que Felipe II tenía de su persona; con valedores activos y celosos dentro de Palacio, como que su hermano D. Juan era limosnero mayor de la Reina y maestro del Infante D. Fernando, sin adolecer de lijero juicio se podía ya imaginar en el ejército y a la cabeza de alguna escuadra de jinetes. Dignas de su alto numen eran la guerra con Portugal y la segura victoria de España: créditos gozaba muy justos de manejar bien la espada y la pluma; y que lo quiso así practicar entonces, se ve a las claras en la exposición de su célebre canto sobre ser la guerra de derecho de gentes, y declarar el que al reino de Portugal tuvo el Rey D. Felipe juntamente con los requerimientos que hizo a los portugueses para justificar más sus armas.

En un vuelo se llevó la conquista de Portugal a remate, y D. Alonso de Ercilla no fue partícipe de tamaña gloria; caso también trascendental a las generaciones futuras. Se había propuesto cantar el [XXXV] furor de Castilla, el derecho al reino de Portugal remitido a las armas sangrientas, la paz convertida en rabiosa discordia, las lanzas arrojadas de una y otra parte a los parientes pechos; y a punto de ir ya a romper la batalla, cuando se le representaban el rumor de trompas sonorosas y los estandartes tremolando al viento, de súbito varió de tono, dejando la tarea a más felices escritores, y diciendo que la suerte buena valía más que el trabajo infructuoso como el suyo, que en seco y vacío había dado siempre. Tras de reseñar sus grandes peligros y trabajos en el Real servicio, con penetrante acento expuso la perseverancia de su voluntad y el desmayo de su esperanza, abatido como estaba por la porfía de su estrella: satisfecho declarose de haber seguido la carrera difícil por derecha vía: de manifiesto puso espíritu grande al proclamar la doctrina sublime de que las honras consistían en el merecimiento legítimo del premio, no en su logro; y enérgicamente calificó de cobarde el disfavor que le tenía arrinconado.

Aquí hay que descender por fuerza de los hechos a las conjeturas. Alguna poderosa enemistad embarazaba los adelantos de Ercilla, y de juro no era otra que la de D. García Hurtado de Mendoza, hijo del marqués de Cañete, nieto por su madre del conde de Osorno y casado con hija del conde de Lemos, cuyos entronques, y la circunstancia de regir la hueste el duque de Alba, de sobra alcanzaban a indisponer en el Real ánimo sin extraordinario esfuerzo [XXXVI] a quien todo lo pospuso a la verdad y no pensó en merecer bien de su caudillo con lisonjas. Hurtado de Mendoza estaba quejoso de no hacer en la Araucana un papel semejante al de Aquiles o el de Eneas en los poemas inmortales de Homero y Virgilio; y hasta lo tuvo por ofensa grave e intencionada, según lo comprueban diversas frases de sus panegiristas, Cristóbal Suárez de Figueroa en los Hechos del cuarto marqués de Cañete, y Pedro de Oña en el Arauco domado. A la campaña de Portugal fue aquel personaje de capitán de una de las veinte compañías de hombres de armas, que para su guarda tenía Castilla, mandadas por grandes y calificados títulos del reino; y en posición hallose de impedir que D. Alonso de Ercilla ganara más lauro, hasta dando color de conveniencia pública a su particular venganza. Desde luego pudo hacer gala de celo por la militar disciplina, y tildar a Ercilla como de condición turbulenta, sin más que pintar lo acontecido en la Imperial a su modo: con las dos partes de la Araucana en la mano, y al son de sentir lastimado el amor a la patria, muchos pasajes le facilitaban el testimonio de que de la pluma de Ercilla libraban a veces mejor los indios que los españoles; y sesgando con dañino espíritu de fanatismo los reparos, hasta cabía poner en tela de juicio sus creencias religiosas, pues dijo que en su edad no eran tantos los santos como antes; y censuró la fácil credulidad en milagros, bajo el concepto [XXXVII] explícito de que las cosas de esta vida van por su natural curso; y no omitiendo apuntar como digno móvil de la conquista de América el afán laudable de convertir infieles, tras de mencionar que iban franciscanos, dominicos y mercenarios en el socorro enviado por mar a Chile, al describir luego insultos y aun atrocidades tremendas, ni por asomo ocurrió a Ercilla la intervención de un fraile para poner coto a los excesos, o para endulzar las amargas tribulaciones de la gente vencida. Cuáles de estas u otras especies hizo D. García valer contra D. Alonso, no se puedo afirmar con datos; que su enemistad prepotente le cortó de plano la carrera, no admite duda; y de justicia es consignar que perpetuamente redundará tal proceder en desdoro de la alta fama del cuarto marqués de Cañete.

Frente por frente de la casa llamada del Cordón tenía Ercilla la suya propia; y retirado allí gozaba las consideraciones debidas a su clase y renombre, aunque le desatendiera el monarca. Doña María de Bazán labraba su ventura, y bajo el amparo de su deudo el marqués de Santa Cruz ponía a su hijo D. Diego, para que aprendiera a marchar por entre laureles a la gloria. Frecuentemente le designaba el Consejo de Castilla para examinar libros; a los años de 1580 y 1582 corresponden sus aprobaciones de las Poesías de Garcilaso con las anotaciones de Herrera, y de las Rimas pertenecientes a este poeta magno. De la casa imperial de Alemania y en 1585 recibía [XXXVIII] nueva y señaladísima honra, con la demanda de su retrato, para la colección de españoles contemporáneos e ilustres. Paulo Jovio había puesto en boga la costumbre de que a tales retratos acompañaran elogios, y el de Ercilla fue escrito por el licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa: hoy no ofrece interés alguno: lleno está de lugares comunes, trasminando a escolasticismo, y completamente vacío de noticias, que no se hallen más de relieve en La Araucana: hasta se resienten de exiguas las que apunta referentes a su persona, limitándose a decir que era de barba crespa, y de cabello levantado y de ojos constantes, lo cual se advierte a la simple vista del mismo retrato, que da testimonio de su gentil rostro y apostura. También de Ercilla tienen aprobaciones de 1586 a 1587 el Cancionero de López Maldonado, la primera, segunda y tercera parte del Caballero Asisio de Fray Gabriel de Mata, las Rimas de Vicente Espinel y el Florando de Castilla del licenciado Jerónimo de la Huerta. Para su corazón paternal fue el año 1588 por demás aciago: ya iba a zarpar la Invencible Armada del Puerto de Lisboa, cuando el marqués de Santa Cruz pasó allí de esta vida a la eterna: le sucedió en el mando el duque de Medinasidonia: en la expedición a Inglaterra fue D. Diego de Ercilla, mozo de poco más de cuatro lustros, entre los que montaban la nao de San Marcos, y transido de pena supo su padre que aumentó el número de las anegadas, sin salvarse ninguno de los de [XXXIX] a bordo. Vivamente se nos representa lo contristado de su espíritu en los últimos versos de La Araucana, cuya tercera parte sacó a luz al siguiente año. Allí aparece con la persuasión de no estar lejano del fin y término postrero, y con el propósito de acabar de vivir antes de que la existencia incierta acabara su curso; volviéndose a Dios al cabo, por no ser nunca tarde, y parando la pluma tras de escribir que razón era llorar y no cantar en lo sucesivo.

Nuevas aprobaciones de obras equivalen a fe de vida tan interesante como ya decadente: por los concisos y selectos dictámenes de Ercilla, 1589 a 1592 empezaron a circular sin tropiezo la Conquista de Granada de Duarte Díaz y Varias obras en lengua portuguesa y Castellana, y el Arte Poética de Juan Díaz Regifo. Del año 1593 hay cuatro cartas suyas, familiares y dirigidas a Valladolid con las fechas de 8 de Mayo, de 31 de Octubre, de 22 y 29 de Diciembre, y el sobre para D. Diego Sarmiento de Acuña, comendador de Calatrava. Su habitual jovialidad conservaba a los sesenta años, según revela este bellísimo pasaje. - «Vuestra Merced, mi Señor, piensa que no hay más sino venirse a Madrid a comerse la hacienda de los amigos, y ganarles su dinero, y volverse con salud a casa; pues sepa Vuestra Merced que no ha de pasar así, porque me dejó tan picado que pienso ir a ese lugar a desquitarme, no sólo de lo que Vuestra Merced me ganó, sino de lo que me comió, que cierto me ha [XL] dejado en el hospital; y con todo esto puedo certificar a Vuestra Merced que su ausencia se ha sentido mucho en esta casa y lo poco que, hablando verdades, se sirvió de ella. Hanos quedado un consuelo, el cual es que nunca se acaban en esta corte de una vez los negocios, y que Vuestra Merced ha de volver a los que dejó comenzados; Dios sabe lo que yo lo deseo y que sean tan grandes que obliguen a traer Vuestra Merced a mi señora Doña Constanza de asiento a ella, donde sirviésemos a su «Merced Doña María y yo como deseamos.» -Otros períodos se pudieran transcribir no menos agradables. De tiempo húmedo y de lluvias continuas hablaba la víspera de Todos Santos, y de no ir a Valladolid a pasar el invierno, porque se había hecho muy perezoso: en Diciembre las nieblas fueron muchas, y tuvo que guardar casa y cama; al secretario Paredes llamaba íntimo amigo suyo, y hacía mención del cardenal Archiduque Alberto como de persona con quien tenía íntimo trato.

Ya en 1594 aprobó Ercilla Las Navas de Tolosa, poema heroico de Cristóbal de Mesa. Desconsoladoras son las noticias posteriores y referentes al célebre autor de La Araucana. En 24 de Noviembre estaba postrado por enfermedad grave, que no le permitía descargar su ánima y conciencia, ni otorgar testamento; y su cara mujer lo hizo autorizada en debida forma, y según su voluntad conocida de antes. Por las mandas consta que tenía varios sobrinos, [XLI] a quienes legaba rentas o bienes, y pajes, lacayos, mozos de cámara y de cocina y caballeriza y otros criados, de quienes también hizo memoria, no con mayor largueza, porque al servicio de su mujer quedaban todos. Aun instituyendo a Doña María de Bazán por su universal heredera, le mandó la suma de diez mil ducados, para ayuda del monasterio que trataba de fundar y donde se les había de enterrar juntos; a cuyo sitio quiso igualmente que se trasladaran los huesos de su hermana Doña Magdalena, sepultada a la sazón en el convento de San Francisco de esta corte. Piedad filial acreditó en el codicilo del día siguiente, destinando al monasterio de benedictinos de Nuestra Señora de Valvanera la limosna de quinientos ducados, para que los empleara en renta o censo a razón de catorce, bajo obligación de rogar a Dios por su alma, y de hacer un paño negro de luto con el hábito de Santiago de grana colorada, a fin de que estuviera perpetuamente sobre la tumba donde yacían sus padres, de modo que, gastado uno, se hiciera otro nuevo. En unión de su amada esposa habían de ser testamentarios el conde de Francambuz y Don Sancho de la Cerda, aquél embajador del emperador y éste mayordoma de la emperatriz de Alemania, D. Pedro de Guzmán y Don Álvaro de Córdoba, ambos de la cámara del Príncipe de Asturias, y Fray Juan de Villoslada, prior de la iglesia de San Martín de esta villa; con personas de tanta calidad se hallaba nuestro D. Alonso de estrechísimas [XLII] relaciones. Su fallecimiento aflictivo fue el martes 29 de Noviembre: depositado estuvo su cadáver en el convento de carmelitas descalzas, vulgo Baronesas, hasta que la viuda fundó otro de la misma oren y con la advocación de San José en sus casas propias de la villa de Ocaña, tan presurosamente que el 22 de Noviembre de 1595 logró que se instalaran allí las monjas; sin duda con el patético designio de dar sepultura a su esposo amado al año cabal de llorarle difunto.

Siempre Felipe II llamó a D. Alonso de Ercilla su gentil hombre; nunca se quiso llamar D. Alonso de Ercilla más que gentil hombre del emperador de Alemania. ¿Por ventura trataría de formular así una respetuosa protesta del agravio de la postergación a que le condenaba el uno, y dar testimonio de agradecimiento a las honras con que le distinguía el otro? Quizá también autorizarían a pensar de esta suerte sus diversas dedicatorias: todas fueron al rey de España; pero el tono de la primera sube hasta el entusiasmo, y el de la última semeja de ceremonia pura. Con probada suficiencia y servicios relevantes para ascender en la milicia, o brillar en la diplomacia, tan desatendido y olvidado se vio del todo que, a no tener hacienda propia, fijamente viviera casi de limosna y acabara punto menos que de miseria, como poco después Cervantes. Nada pudieron las tenaces injusticias contra su ínclita fama: desde el rincón de su hogar tranquilo, donde todo ea dicha y holgura, [XLIII] a la inmortalidad levantó el vuelo y posolo magestuosamente por los siglos de los siglos sobre su cumbre, gracias a La Araucana. Tarea agradable es ahora la de reseñar su naturaleza y desempeño, como que resultan halagos para el patriotismo, atractivos para el amor a nuestra clásica literatura, y satisfacciones para el anhelo de rendir homenaje a la bien conquistada gloria.

 

 




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