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Alonso de Ercilla y Zúñiga
La Araucana

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  • Introducción DON ALFONSO DE ERCILLA Su vida y su Araucana
    • - II -
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- II -

Juan de Guzmán se contaba entre los mejores discípulos de Brocense; contemporáneo fue de la publicación de La Araucana y autor del Convite de oradores, donde escribió rotundamente que teníamos un Homero en Ercilla. Bartolomé Rodríguez Paton dijo el año de 1621 en su Elocuencia Española que muchos llamaban a D. Alonso de Ercilla el Homero de España. D. Diego Saavedra y Fajardo quiso como dar a entender en la República literaria que Ercilla tuvo intención de escribir una epopeya, no pudiendo acaudalar toda la erudición requerida para estos estudios, por la ocupación de las armas, si bien mostró en La Araucana un gran natural y espíritu con facilidad clara y fecunda. López Sedano en el Parnaso [XLIV] Español puso por nota que Ercilla ocupaba el primer lugar entre los infinitos épicos de la musa castellana. Lampillas en el Ensayo histórico apologético de la literatura española se entusiasmó hasta el extremo de aseverar que La Araucana era el segundo poema épico español anterior a La Jerusalén del Taso. Andrés en la Historia del origen, progreso y estado actual de toda la literatura dio a Ercilla entre los épicos un puesto bastante distinguido por la novedad de la materia de La Araucana, por algunos buenos pasajes y por haber tomado parte en la acción del poema. El Padre Luis Mínguez en la Adiciones a la Enciclopedia metódica llamó segundo Virgilio español a Ercilla. Masdeu en el Arte poética expuso que desde el principio hasta el fin habría que leer La Araucana, para fijar bien lo que es epopeya. Nuestro Don Francisco Antonio González dirigió el 15 de Junio de 1818 una instancia al teniente corregidor Don Ángel Fernández de los Ríos, por comisión de la Academia Española, y palabras suyas son las siguientes. -«Estando proyectada la edición de La Araucana, poema épico y producción de D. Alonso de Ercilla...» Mayor o menor mérito recomienda a los citados escritores; una misma opinión emiten contextes; se les puede reputar como autoridades; pero, con todos estos requisitos, desde luego partieran descarriados cuantos les tomaran por guía en tal punto.

Nadie supera en calidad al autor mismo para [XLV] dar testimonio irrefragable de la naturaleza esencial de su obra. D. Alonso de Ercilla se propuso cantar los hechos de los esforzados españoles, que sujetaron al yugo la no domada cerviz de Arauco, y las temerarias y memorables empresas de sus naturales, por ser proporcionada la estimación de los vencedores a la reputación propia de los vencidos. Prolija fuera por demás la simple enumeración de los lugares, donde afirma terminantemente que escribe historia. Como su relación arranca desde el descubrimiento y la población de Chile, y contiene las campañas de Valdivia y de Villagrán contra los araucanos, a las cuales no se halló presente, por necesidad hubo de consultar sobre los sucesos todos a los españoles y a los indios, no adoptando sino aquello en que unos y otros estaban acordes. Entre los lances de la guerra fue notable la retirada súbita de Caupolicán y su ejército poderoso de la Imperial y sus cercanías, cuando la ciudad se encontraba sin armas, vituallas ni municiones: por obra se tuvo de milagro; y tras de andar con dudas, lo admitió Ercilla como cierto, quitándole escrúpulos de raíz la insistencia de los araucanos en dar fe unánime de lo acontecido cuatro años antes de hacer la descripción puntual su pluma. Ya que pudo hablar como testigo, se obligó a que fuera más autorizada la historia, pues en aquellas tierras midieron sus pies todas las pisadas. Repetidas veces dijo con explícitas frases, que iba la verdad sin corromper y desnuda por completo de artificios, [XLVI] de fingimientos y de poéticos adornos: a menudo echó de ver que su escritura se resintiría quizá de trabajosa y de larga, por ir tan arrimado a la verdad y tratando siempre de una misma cosa, y por ser malo de un terrón sacar zumo: a sus ojos parecían como pintados los cuidados y contentos, que no son de amores, ocurriéndole qué gusto hubiese recibido y dado con andar por campos y jardines, y elegir flores olorosas, y entretejer fábulas deleitables; pero metido tan adentro de voluntad propia en escenas de batallas, horrores, muertes y destrozos, se creyó sin arbitrio para suspender la obra empezada con el buen celo de que de tanto valor quedase perpetua memoria. Algo introdujo maravilloso, para dar amenidad a su libro, por medio de visiones en sueños y de la ida a la cueva del hechicero Fitón dos veces; cuyas licencias poéticas son demostración acabada y palpable de la vocación especial que de historiador tenía Ercilla, no permitiéndoselas más que para hacer la descripción que para hacer la descripción del mundo y para pintar las celebérrimas batallas de San Quintín y de Lepanto. Buscando campo descubierto y anchura, donde espaciar el ánimo fatigado y sentir y proporcionar algún recreo, también intercaló otro episodio, sin conexión alguna con las guerras de Arauco, socolor de entretener a soldados españoles durante cierta marcha; y aquí se atuvo asimismo del modo más riguroso a la historia, narrando verazmente la de la preclara fundadora de Cartago, heroína infamada [XLVII] por el eminente Virgilio. Nada hay que neutralice o atenúe la índole exclusivamente histórica de La Araucana, hasta el punto de no habérsele escapado nunca a Ercilla ni aún la voz genérica de poema, aplicable a todo libro metrificado.

Al escribir historia de esta manera, D. Alonso de Ercilla continuaba las tradiciones de su patria. Estrabón afirma que los turdetanos tenían sus leyes e historias en verso: de Metelo se dice como positivo que llevó poetas cordobeses a Roma, para celebrar sus hazañas: Lucano y Silio Itálico fueron poetas historiadores. Viniendo a los tiempos de la formación de habla castellana, aún balbuciente produjo los poemas del Cid y de Santo Domingo de Silos, verdaderos cronicones en rimas: nuestro D. José Caveda patentiza que antiguos cantares entraron como elementos constitutivos de la Crónica general de España de Alonso el Sabio; y que por la poesía adquirieron carta de naturaleza en la historia los amores de Florinda, la odiosa venganza de su padre, la visita de D. Rodrigo al encantado palacio de Toledo, las traidoras sugestiones de D. Opas, los prodigios del alzamiento y de la victoria de Pelayo, la aparición de Santiago en Clavijo, y mucho de lo referente a personajes como Bernardo del Carpio, el conde Fernán González y los siete infantes de Lara. Reciente está la publicación del poema de Rodrigo Yáñez sobre el reinado de Alonso Onceno: muchas de las coplas de Juan de Mena son pura historia: Lorenzo Galíndez [XLVIII] de Carvajal atestigua que el poeta Hernando de Rivera iba con Fernando el Católico a la conquista de Granada, y que su composición era diario y sabroso plato de la Real mesa, teniendo allí a los mismos héroes por censores, y depurándose la verdad hasta quedar acrisolada. No son éstos más que ligeros apuntes de los copiosos ejemplares que se pudieran citar en corroboración de haber practicado felizmente D. Alonso de Ercilla la antigua costumbre española de referir historia en verso, y como testigo presencial de los sucesos todos, sin que den tampoco a La Araucana el menor viso de epopeya la división en cantos, ni las moralidades al principio de cada uno de ellos. Si división tal constituyera precepto seguro, no serían poemas épicos la Iliada y la Eneida, pues la tienen ambos en libros; lo de hacerse en cantos significa sólo que, siendo propios los versos para cantados por su armonía, se cortan sin otro objeto que el de proporcionar descanso oportuno así al cantor como a los oyentes. Acerca de que las moralidades caben holgadamente en la historia, superfluas aparecerían doctas disertaciones, bastando conmemorar los escritos inmortales de Salustio y Plutarco.

Entre los contemporáneos del autor ilustre, ni los muchos admiradores y amigos, ni los pocos desentonadores del aplauso general con censuras, le miraron como trasunto del famoso alfarero de la Epístola a los Pisones; antes bien creyeron unos y otros que su obra de ánfora tuvo principio y remate. Grave [XLIX] dijo el licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa, dedicándole merecido elogio, que, ayudado de las fuerzas de su ingenio y de sus estudios, con generoso cuidado hizo en verso heroico la relación verídica de las jornadas de los españoles a lo más apartado y escondido de la tierra, para que fuese más universal esta forma de escritura, cuanto lo es más la poesía que la historia. Ya muerto D. Alonso de Ercilla, casi al mismo tiempo empezaron a circular por España la cuarta y quinta parte de La Araucana desde Barcelona, y la primera del Arauco Domado desde la ciudad de los Reyes. Mozos eran sus respectivos autores D. Diego de Santisteban Osorio y el licenciado Pedro de Oña: con distinto fin tomaron la pluma; y sin saber uno de otro, se precavieron acordes contra la nota de osadía, por volver a materia ya tratada superiormente. Santisteban Osorio quiso proseguir y acabar lo que el sutil, histórico y elegante poeta D. Alonso de Ercilla dejó comenzado, no por modo de competencia, sino por ser historia tan recibida de todos, y por parecerle que servía así a sus aficionados, y pagaba el debido tributo a quien escribió su poema con tantas ventajas. Oña supuso que, rencoroso y apasionado, Ercilla calló de propósito los méritos y la gloria del cuarto marqués de Cañete, y que por eso quedó su historia deslustrada y en opinión quizá de menos cierta, no embarazándole esta censura meticulosa, para calificar de divino al autor de la riquísima Araucana. Luis Alfonso Caravallo en su [L] Cisne de Apolo, Vicente Espinel en su Casa de la Memoria y Cristóbal de Mesa en su Restauración de España, por historiador y poeta ensalzaron a Ercilla. Tan vergonzantemente como el licenciado Pedro de Oña le había criticado en verso, años adelante le criticó el doctor Cristóbal Suárez de Figueroa en prosa, y por la causa idéntica de forjar el supuesto de que introdujo un cuerpo sin cabeza, o un ejército sin memoria de caudillo; todo para decir a buenos entendedores y como de pasada, que por pasión quedó casi como apócrifa en opinión de las gentes de la historia, que llegara a lo sumo de verdadera, si el autor insigne adulara al cuarto marqués de Cañete, a semejanza del qué a sus Hechos dio pomposo y exagerado bulto.

Necesidad hay de abreviar citas, no haciéndolas ya sino de los tiempos de la crítica en progreso magestuoso. Don Ignacio Luzán divulgó sazonada enseñanza, para formar juicio sobre las obras de literatura a tenor de las reglas del arte y del buen gusto, y en su Poética estimable dijo de plano. -«Según Aristóteles las acciones épicas deben ser desemejantes de las historias acostumbradas, porque en las historias se refieren las cosas como fueron y según el curso regular y ordinario de las cosas; pero en la epopeya todo ha de ser extraordinario, admirable y figurado. Por esto muchos poemas, como la Farsalia de Lucano, La Araucana de D. Alonso de Ercilla, la Austriada de Juan Rufo, la Mejicana de Gabriel [LI] Laos, la vida de S. Josef del Maestro Josef de Valdivieso, la España libertada de Doña Isabel de Ferreira, y otros muchos, por faltarles esta calidad y ser meramente historias, no tienen en rigor derecho alguno al título de epopeyasLumbrera de críticos españoles fue D. Juan Pablo Forner a fines del siglo pasado: muy bien le cuadra tal calificación por varios escritos; sus Exequias de la lengua castellana, Fábula Menipea entre otros. Allí puso a la cabeza de los poetas épicos a Balbuena, Ariosto de España; a Zárate dando la derecha a Cristóbal de Mesa, y detrás no pocos autores, que en sus poemas acumularon todas las riquezas épicas de profuso modo, sin haber acertado a componer una buena epopeya; y de seguida escribió con textuales palabras. -«Alonso de Ercilla y Juan Rufo precedían a los históricos, aquel magestuoso, noble, vivísimo en las pinturas y descripciones, maravilloso en los afectos y pocas veces inferior a la grandeza de la trompa; este grave, natural, aliñado, más elocuente que poetaAutoridades tenemos dentro de casa muy dignas, y que redondean el juicio crítico del todo. Solemnemente y sin asomo de duda afirma D. José Vargas Ponce que La Araucana es una historia, y que su texto se lo persuadirá siempre al lector de criterio no obtuso. D. Manuel José Quintana expresa con severo tono que, después de la protesta de D. Alonso de Ercilla sobre su intento de hacer una historia de las guerras de Arauco, no es justo pedir lo que no quiso [LII] poner en su libro; y que así los preceptistas poéticos se hallan extrañamente desconcertados cuando quieren ajustar La Araucana al canon de sus teorías.

Superabundantes pruebas son las alegadas, para testimonio de haber incurrido en equivocación grande cuantos llamaron Homero o Virgilio español al célebre autor de La Araucana. Sin embargo, no hay que arrumbarlos con aire de menosprecio, cual a hombres de escaso valer o superficial juicio. Su error merece indulgencia lata y aun respeto profundo, como derivado radicalmente de acendradísimo amor a la patria, y nutrido por el anhelo noble de enriquecer la literatura nacional con una epopeya. Para dar figura de verdad notoria a su yerro enorme, les suministraba fundamento la acción misma de obra tan afamada, con extraordinaria copia de personajes y de sucesos historiales, que de épicos tienen visos y que los cantores de Aquiles y de Eneas prohijaran de buen talante. Fascinados por apariencias tan seductoras, no pudieron ya discurrir exentos de preocupaciones, a fin de hallar la clave de todo, mediante el examen sencillo de quienes eran históricamente los españoles y los araucanos, al tiempo de su pasmosa lucha. M. Prat anduvo atinado en su Revolución de Bayona, proclamando con arranque espontáneo de ánimo sincero y persuasivo que los españoles dieron cima en el nuevo mundo a lo fingido por la antigüedad respecto de sus semidioses. Derrocados fueron los grandes imperios de Méjico [LIII] y del Cuzco, sin que los dos célebres extremeños de Medellín y de Trujillo capitanearan mayor hueste que la enviada en socorro de Chile. Allí poseían veinte leguas de término los araucanos, de tierra no áspera y rodeada por tres ciudades españolas, teniendo contra sí además en el centro dos plazas; y sin pueblo formado, ni muro, ni sitio fuerte para su reparo, ni armas defensivas, con puro valor y porfiada determinación redimieron y sustentaron su independencia contra tan fieros enemigos como los españoles, tras de abrasar con patriótica saña sus casas y haciendas, y defendiendo unos terrenos secos y campos incultos y pedregosos. Por gozar la libertad nativa derramaron tanta sangre así suya como de españoles, que había pocos lugares que no estuviesen teñidos de ella y poblados de huesos; no faltando a los muertos quien les sucediese en llevar su opinión adelante, pues los hijos, ganosos de la venganza de sus muertos padres, con la natural rabia que los movía y el valor heredado de ellos, acelerando el curso de los años, antes de tiempo tomaban las armas y se ofrecían al rigor de la guerra; y tanta era la falta de gente, por la mucha fenecida en esta demanda, que, para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones, también las mujeres iban a las batallas, y peleando algunas veces como varones, se entregaban con grande ánimo a la muerte. No son estas ponderaciones de Ercilla, pues le acreditan de veraz muy preciosos datos. [LIV]

Imaginaria o transitoria fue la sumisión de los indómitos araucanos al yugo de los intrépidos españoles. Ya iba a dejar el virreinato del Perú D. García hurtado de Mendoza, cuando a principios de 1596 le halagaba Pedro de Oña con la publicación de su poema; y en el prólogo dijo estas mismas palabras. -«Acordé dalle el título de Arauco domado, porque, aunque sea verdad que agora por culpas nuestras no lo esté, lo es, lo estuvo en su gobiernoFray Alonso Fernández refiere en su Historia eclesiástica lo ejecutado el año de 1605 por los araucanos. Tomando la ofensiva, millares de ginetes y peones suyos destruyeron cinco ciudades, la Imperial entre ellas, a pesar de la gran resistencia de los españoles; y derribaron otros tantos conventos de la orden de Santo Domingo, martirizando a la mayor parte de los religiosos, y llevándose esclavas más de mil personas, entre los cuales había no poca gente principal y criada en mucho regalo. Aun concentrándose la autoridad gubernativa, desde el establecimiento de capitanía general y de audiencia en Santiago de Chile, casi dos siglos pugnaron tenaces por mantener su independencia los araucanos, y al cabo de ellos no rindieron la cerviz a la servidumbre, si no que se limitaron a capitular con los españoles en la forma significada por esta noticia de interés sumo. Contra la metrópoli esgrimía el Perú las armas, al tiempo en que D. José Vargas Ponce preparaba la edición del poema de D. Alonso de Ercilla, e indagando el jefe [LV] español a cuál de las dos parcialidades se inclinarían los araucanos, su principal cacique les dio la siguiente respuesta. -«Nosotros estamos convencidos a que no somos para sostener guerra contra el señor de España: como sus aliados estamos dispuestos a romper dos lanzas y a matar dos caballos en su ayuda.» -Al fin emancipose de España la América del continente: sus cuatro virreinatos y sus diversas capitanías generales se transformaron de súbito en repúblicas más o menos extensas: todas se hallan devoradas por la anarquía desde entonces, aun la sometida al régimen imperial por extranjero y pujante influjo; todas, menos la de Chile, y lo revelaría de manera notoria, a falta de otros documentos, un signo de autenticidad singular y magnitud extraordinaria. Mientras execraba el Perú todo lo concerniente a Francisco Pizarro, y mientras Méjico estuvo a pique de escandalizar al universo y de cubrirse de eterno oprobio, profanando la tumba de Hernán Cortés y aventando sus veneradas cenizas, Chile dedicaba a Pedro de Valdivia una estatua, en memoria de serle deudores sus ciudadanos de cuanto promueve y fomenta la ilustración y ventura de las naciones. Pues todos los elementos de robusta vitalidad organizadora y atractiva, de eficaz trascendencia para consumar el acto sublime y honroso de asentar la independencia sobre sólidas bases, y de hacer plena justicia y rendir homenaje de respeto a la dominación derrocada, no han bastado a los chilenos para obtener más que [LVI] la alianza de los araucanos, tan libres hoy como antes y después de sus renombradísimas guerras.

Cuando los españoles tenían asombrado y agitado el antiguo mundo con su ambición y su poder, y descubierto y subyugado el nuevo con su osadía, unos salvajes oscuros les disputaban heroicamente su pobre, lejano y estrecho territorio; y así no debe mover a extrañeza que abunden rasgos épicos en La Araucana, siendo verídica historia de tan pertinaz lucha, bien que la amenicen los halagos de la poesía encantadora. Sólo falta ya determinar fijamente cómo llevó Don Alonso de Ercilla a término su propósito deliberado.

 

 




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