- III -
Con La Araucana es imposible
parangonar El Monserrate ni La Austriada; por lo cual hace mal efecto que
Miguel de Cervantes elevara al nivel de D. Alonso de Ercilla a Cristóbal de
Virues y a Juan Rufo, estando tan por encima de ambos que adolecería de ocioso
cuanto se adujese como prueba. Desde el padre jesuita Alonso de Ovalle, que
imprimió su Historia de Chile el año 1646 en Roma, hasta el conde de Maule, que
el año 1805 dio a luz en Madrid su traducción excelente del Compendio, escrito
por el abate D. Juan Ignacio de Molina en lengua italiana, todos los
historiadores de aquel país remoto califican de conforme a la verdad y digna de
[LVII] entero crédito la relación hecha por nuestro Don Alonso, de los sucesos
de que fue testigo de vista. Al interés de la verdad fiel se agrega el mérito
de no cegarle pasión y huir de quitar a ninguno lo que es suyo, resaltando por
consiguiente la imparcialidad más severa de las hermosas páginas de La
Araucana. Para muestra se apuntarán aquí muy contados ejemplos. Tachado fue el
autor preclaro de haber omitido rencoroso las alabanzas de su caudillo Don
García Hurtado de Mendoza: no blasonaba de gerarquía angélica D. Alonso de
Ercilla, y como hombre pudo sin duda conservar ingrata memoria del que quiso
conducir al cadalso y después ejercitó el influjo en daño de su carrera lucida;
pero ni asomos de malevolencia y menos de saña se notan por cierto en quien una
vez y otra le hizo representar magna figura. Según el texto de La Araucana, al
poco tiempo de la victoria lograda a las márgenes del Biobío, un mozo gallardo
se presentó a retar con ademán irrespetuoso y bárbara arrogancia de parte de
Caupolicán al jefe de los españoles; y delante de mucha gente le dijo a gritos:
que si era ambicioso de honor bien ganado, su próspera fortuna le deparaba la
ocasión propicia de remitir a las armas el mejor derecho en singular combate y
entre los dos campos, al romper la siguiente mañana. Reposado oyole Hurtado de
Mendoza encarecer lo grande y notorio del peligro, y aun casi alardear lo
imposible de la victoria; y sintiéndose con aliento superior a la [LVIII]
responsabilidad formidable de aventurar en personal contienda el fruto de
fatigas tan rudas, no dijo más que estas heroicas palabras: Contento soy con
aceptar el combate, y a su voluntad puede venir seguro al plazo y lugar
señalados; tras de lo cual fuese el indio jurando que tan osada respuesta le haría
por siempre famoso. Bien se pueden rebuscar e inquirir los más recortados
pasajes de quienes hicieron como incienso de la pluma para sublimar al cuarto
marqués de Cañete con el humo de la lisonja; nada se hallará semejante ni de
lejanía en grandeza a su situación más que humana, sobre los términos de Chile
y del orbe conocido hasta entonces; afirmando el pie en la raya divisoria y a
la puerta del país ignoto; delante de un puñado de españoles, y arengándolos
como a la nación toda, vencedora de imposibles y hasta de la fuerza de las
estrellas y de los elementos, admirada por sus hazañas en dos largos mundos,
digna por su bravura de conquistar otro, donde tanta gloria y riqueza le tenían
aparejadas los hados; e influyendo en su ánimo de forma que libremente pisaron
de tropel la nueva tierra, jamás batida de pie extranjero.
Al dar principio a la pintura
de esta expedición ardua, Ercilla consigna que el interés allana montes y
quebranta dificultades: cuando, superadas las indecibles del penoso y largo
camino, se vieron los españoles a la margen de extendido lago adonde arribaron
piraguas con gentes sencillas, que les trajeron abundantes comestibles, sin
querer nada en trueque, [LIX] oportunamente expresa cómo tan sincera bondad
revelada de sobre que allí no habían penetrado aún la maldad, el robo y la
injusticia, alimento común de las guerras, y añade que ellos mismos, abriéndose
paso con la insolencia de costumbre, les dieron bien pronto ancha entrada; pero
antes de esta declaración ingenua, al trazar los accidentes continuos y enormes
con que hubieron de luchar sus camaradas en aquella exploración más que
atrevida, hasta la extremidad pavorosa de cortarles un dejativo sudor frío todo
el vigor de los miembros cansados, ya había dicho en tono de muy noble orgullo
que el corazón les restauró las fuerzas e hizo fácil todo lo porvenir y
menospreciable cualquier escollo, considerando la gloria que aseguraba el
trabajo. No se concibe puntualización de más perfilada franqueza relativamente
al contraste de heroísmo y codicia de los españoles en la prodigiosa conquista
de las Indias Occidentales.
Siempre que de los araucanos
habla D. Alonso de Ercilla, su bello carácter moral resplandece con vivísima
lumbre. Aun hostilizándolos bizarramente y cumpliendo los deberes de militar y
español en la dura campaña, no puede menos de celebrar sus proezas y el
sentimiento de patriotismo que les impele y estimula a no soltar las armas de
las encallecidas manos. Solícito e infatigable anhela y procura la total
victoria de España, a la par que humano y sensible ante la desventura, se
interesa por los vencidos; y da libertad a sus esclavos; y defiende la [LX]
existencia del implacable Galvarino hasta de sus mismos furores; y ya que, por
estar lejos, no puede salvar al fuerte Caupolicán del cruel Reinoso, a lo menos
vierte lágrimas de dolor y de admiración sobre su acerbo y doloroso castigo.
«Así en medio de aquel campo, en que sólo se veían y se oían la agitación de la
independencia, los esfuerzos de la indignación y los gritos de la rabia de
parte de los indios; y de la de sus dominadores irritados el orgullo de la
fuerza, el desprecio hacia los salvajes, y los rigores de una autoridad
ofendida y desairada, el joven poeta es el solo que en su conducta y sus versos
aparece como hombre entre aquellos tigres feroces, oyendo las voces de la
clemencia y de la compasión y siguiendo las máximas de la equidad y de la
justicia.» Verazmente pudo Santiesteban Osorio significar por boca de Glaura la
expresión dulce de la gratitud de los araucanos a Ercilla con esta sentidísima
frase: «Dichoso el hombre que es alabado en la lengua del vulgo»: y en lo
sublime rayó Quintana, de quien es el pasaje antecedente, al aseverar que los
hechos de Ercilla pertenecen a categoría harto más respetable que la de altos,
porque son magnánimos y buenos, y que en ese concepto ningún poeta épico se ha
mostrado al mundo de un modo tan interesante.
Sin comentarios y sin notas se
comprende bien La Araucana, porque allí el dificilísimo arte de contar está
llevado a la perfección suma. Descriptos admirablemente [LXI] los lugares,
determinados con fiel puntualidad los tiempos, definidas a maravilla las
costumbres, puestos en acción a su debido turno los personajes, la narración es
animada y calorosa y a todo comunica mágico impulso, como hecha en el rico
idioma de la imaginación y del sentimiento. No hay protagonista entre los
españoles: además de sus varios caudillos, desde Almagro hasta Hurtado de
Mendoza, a las veces figuran como héroes principales Remón o Reinoso: cuando la
ciudad de la Concepción es abandonada, nadie supera a Doña Mencía de Nidos en
varonil esfuerzo: siempre encantarán el pundonor y el arrojo de Martín de
Elvira por recuperar su perdida lanza; así como no dejará de producir asombro
el pujante empuje del genovés Andrea. Tampoco entre los araucanos hay
personajes que ocupen el primer término de continuo. Si Caupolicán es su jefe,
ni con la inquebrantable constancia en las venturas y adversidades alcanza a
eclipsar la brillantez genuina de Lautaro, trasformado súbitamente de indio
yanacona en salvador heroico de su raza; de Tucapel y de Rengo, émulos en la
indómita braveza; de Galvarino, desesperado e iracundo contra los que reputa
por tiranos; de Orompello, jamás rendido a la fatigosa y sangrienta lucha. Aun
siendo todos feroces, valientes hasta la temeridad y membrudos, su aparente
semejanza desaparece bajo la magistral pluma de Ercilla, que dibuja sus
caracteres con diversos rasgos y muy distintas proporciones. [LXII] Por
sesudísimos sobresalen Peteguelén y Colocolo: viejos son ambos y hombres de
gran consejo, y no hay posibilidad racional de confundir a uno y otro,
diferenciándose tanto la índole y el tono de sus respectivos discursos. Variada
es asimismo la expresión del amor conyugal en las palabras y las acciones de
Glaura y de Guacolda, de Tegualda y de Fresia, mujeres que se presentan con
tanta novedad y distinción a nuestra fantasía por efecto de la claridad con que
las vio el poeta en la suya, y las supo retratar en sus versos al vivo.
¿Dónde hallar mayor calor e
igual movimiento a los de las batallas, descriptas en La Araucana por quien
anduvo revuelto entre los azares y fue partícipe de sus peligros? «Vense allí
las cosas, no se leen: los bárbaros gallardos se animan con tal brío, acometen
con tal furia y descargan sus golpes con tal fuerza, que se oyen estallar las
celadas y abollarse los arneses de los castellanos, a quienes la ligereza de
sus caballos no salva, ni su valor y disciplina defiende. ¿Dónde más bien que
en el cantor de Arauco está expresado aquel espíritu imprevisto y fuerza
irresistible en el ataque, que obliga a ceder a los acometidos por valientes
que sean; aquella vergüenza que los constriñe a volver al peligro para no pasar
por la afrenta de vencidos; aquel desengaño cruel de que la resistencia es en
balde y convierte el valor y la esperanza en terror y en agonía; en fin el
flujo y reflujo de desgracia y de fortuna, de aliento [LXIII] y desaliento que
hay en los combates, cuando están sostenidos menos por la táctica y disciplina
que por el esfuerzo personal y las pasiones?» De este inimitable modo bosqueja
Quintana el gran mérito de las batallas descriptas por D. Alonso de Ercilla,
mostrándose constantemente fogoso, rápido y de espíritu extraordinario, según
palabras de Vargas Ponce; con adoptar los dictámenes juiciosos de críticos tan
esclarecidos, nada se toma de fuera de casa.
Dentro del asunto del libro se
hallan muy preciosos ornatos, que distraen de sañudas refriegas y dan variedad
al conjunto: selectísimos cuadros forma la pintura de la extraña manera de
proceder a la elección de general entre los caciques, de las juntas de guerra
de los araucanos, de sus juegos y regocijos; así como la de la grande tormenta
que entre el río de Maule y el puerto de la Concepción experimentaron los españoles,
y de sus padecimientos en las jornadas angustiosas hacia el estrecho de
Magallanes. Varios episodios se podían arrancar de cuajo, según rígidos
preceptistas, no teniendo enlace alguno con el poema: sin embargo, para no
hacer desatentadas mutilaciones, también hay la regla segura de que a todo
autor se le ve retratado en sus obras. Eliminadas de La Araucana las
descripciones del mundo y de las batallas de San Quintín y de Lepanto, se
mermaría a sabiendas y mucho la natural expansión de los sentimientos patrióticos
y aun domésticos de Ercilla. Tentadora por demás era para su [LXIV] mente
juvenil de poeta y soldado la circunstancia de coincidir en el mismo día la
gloriosa batalla de San Quintín y la bizarra defensa del fuerte de Penco: ante
la más alta ocasión que vieron los siglos su numen fecundo se había de exaltar
poderoso; del siempre vencedor y nunca vencido marqués de Santa Cruz era
pariente; por maestro eligiole de su único hijo. ¿Cómo formar capítulo de
culpas de que en La Araucana diera cabida al fruto de su ardiente inspiración
sobre el nacional triunfo de Lepanto? ¿Ni cómo hacer abstracción redonda de
pasajes, en que dedicó memoria tierna al país de donde era oriundo, y dulce
plática amorosa a la ilustre dama, que vino a labrar su ventura? Para decir
bien siempre es buen tiempo y la verdad en cualquiera sazón debe ser bien
escuchada; máximas tan morales alegó por excusa de la digresión hecha con el
propósito noble de restituir en su honor a Dido. ¿No se le han de admitir con
descargo absoluto? Nada tiene que ver con La Araucana su postrer canto,
principiado y seguido en bélico tono, y terminado en voz de dolor y llanto de
gemido, que traspasan y parten el alma... A los artífices de preceptos se
proporcionara quizá gusto con la supresión de esos episodios; pero la bella y
simpática figura moral del autor afamado aparecería incompleta, al modo que la
imagen física del que se mirara a un espejo falto a trechos de azogue.
Abundante mies hay en La
Araucana donde cosechar tesoros de elocuencia, graduada a tenor de [LXV] las
distintas circunstancias de los personajes, que aspiran a captarse la voluntad
o el afecto de sus auditorios; comparaciones variadas, numerosas, precisas y de
mérito relevante, como de talento observador en grado sumo, que había estudiado
la naturaleza bajo diversos climas; sentencias graves y sensata, o máximas
sólidas y saludables de política y guerra, de alta moral y práctica de vida,
que aleccionan el corazón y elevan el espíritu de los lectores; todo sin
trasposiciones violentas ni oscuridades, con lenguaje propio, fluido y
correcto, y en dicción natural y pura. No son bellas, dulces y sonoras todas
sus octavas: a las veces decaen sus versos, por falta de tono en el número y
los sonidos, y de esmero y elegancia en las rimas: quizás se encuentren algunas
frases o expresiones triviales; pero es tarea ingrata y poco digna y menos
justa la de hacer hincapié excesivo en ligeros defectos, ora provengan de
descuido, ora de la mísera condición humana, donde brillan y centellean miles y
miles de primores a todas luces.
Hora es de resumir especies.
Criado en palacio desde la infancia; de corte en corte desde la adolescencia;
sintiéndose desde el albor de la juventud lozana con espíritu belicoso, que
pudo ciertamente desfogar en Europa y con graduación correspondiente a su
clase, D. Alonso de Ercilla y Zúñiga se resolvió a pelear en América de simple
voluntario, quizá buscando medicina en la ausencia contra malaventurados
amores. Aunque ejecutó con la espada mucho [LXVI] más de lo que dijo con la pluma,
según testimonio fidedigno de su antagonista Pedro de Oña, allí se le pudieron
aproximar bastantes e igualar no pocos por el denuedo, si bien la inspiración
poética le elevaba imponderablemente sobre el nivel de todos: con ella exaltada
ante el espectáculo asombroso de las extrañas costumbres, del carácter
indomable y del heroico valor de los araucanos, desde luego puso por obra el
gran designio de transmitir a la posteridad las hazañas de sus compatriotas,
hostilizando y venciendo a enemigos de tanta intrepidez y tesón tanto en
defender su independencia. A España trajo los preciosos borradores a la vuelta
de siete años: cerca de veinte dedicó a ponerlos en orden y darlos forma y
revestirlos de ornato y gala: versado estaba en los clásicos antiguos: le eran
familiares los italianos y españoles, notándosele preferencia por Ariosto y por
Garcilaso; y opulento de numen y con grande fondo de estudio y rectitud suprema
de juicio y caudal valioso de nobilísimos sentimientos, se halló fuerzas muy
superiores a la carga, que voluntariamente había echado sobre sus hombros. Así
dominó por completo la materia de La Araucana: y compuso un excelente libro
histórico de buena poesía, donde el arte de contar está llevado a perfección
maravillosa, no alcanzada ni de lejos por ningún otro poeta ni prosista de
entonces, y cuya dicción es tan pura que rara frase o voz se encontrarán allí
usadas en distinto sentido que ahora. Por consiguiente D. Alonso de [LXVII]
Ercilla y Zúñiga figura entre los primeros clásicos españoles, a la par de Fray
Luis de Granada y Miguel de Cervantes; y entre nuestros más estimables libros
se contará La Araucana, mientras la hermosa lengua de Castilla suene en labios
de hombres, y mientras sea base principal de crítica sana el buen gusto.
Antonio Ferrer del Río [1]
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