ACTO PRIMERO
Sale
PAULO de ermitaño
PAULO:
¡Dichoso albergue mío!
¡Soledad apacible y deleitosa,
que al calor y al frío
me dais posada en esta selva umbrosa,
donde el huésped se llama
o verde yerba o pálida retama!
Agora, cuando el alba
cubre las esmeraldas de cristales,
haciendo al sol la salva,
que de su coche sale por jarales,
con manos de luz pura
quitando sombras de la noche oscura,
salgo de aquesta cueva
que en pirámides altos de estas peñas
naturaleza eleva,
y a las errantes nubes hace señas
para que noche y día,
ya que no hay otra, le hagan compañia.
Salgo a ver este cielo,
alfombra azul de aquellos pies hermosos.
¿Quién,
¡oh celestes cielos!,
aquesos tafetanes luminosos
rasgar
pudiera un poco
para ver...? ¡ay, de mí! Vuélvome
loco.
Mas ya que es imposible,
y sé cierto, Señor, que me estáis viendo
desde ese inaccesible
trono de luz hermoso, a quien sirviendo
están ángeles bellos,
más que la luz del sol hermosos
ellos,
mil glorias quiero daros
por las mercedes que me estáis haciendo,
sin saber obligaros.
¿Cuándo yo merecí que del estruendo
me sacarais del mundo,
que es umbral de las puertas del
profundo?
¿Cuándo, Señor divino,
podrá mi indignidad agradeceros
el volverme al camino,
que si yo lo conozco, es fuerza el veros,
y tras esta victoria,
darme en aquestas selvas tanta gloria?
Aquí
los pajarillos,
amorosas canciones repitiendo,
por juncos y tomillos,
de vos me acuerdan, y yo estoy
diciendo:
si
esta gloria da el suelo,
¿qué gloria será aquélla que da el cielo?
Aquí estos arroyuelos,
girones de cristal en campo verde,
me quitan mis desvelos
y son causa a que de vos me acuerde,
tal es el gran contento
que infunde al alma su sonoro acento.
Aquí silvestres flores
el fugitivo tiempo aromatizan,
y de varios colores
aquesta vega humilde fertilizan.
Su belleza me asombra:
calle el tapete y berberisca alfombra.
Pues con estos regalos,
con aquestos contentos y alegrías,
¡bendito seas mil veces,
inmenso Dios que tanto bien me ofreces!
Aquí pienso seguirte
ya que el mundo dejé para bien mío.
Aquí pienso servirte,
sin que jamás humano desvarío,
por más que abre la puerta
el mundo a sus engaños, me divierta.
Quiero, Señor divino,
pediros de rodillas humilmente
que en aqueste camino
siempre me conservéis piadosamente.
Ved que el hombre se hizo
de barro, y de barro quebradizo.
Sale PEDRISCO con un haz de hierba. Pónese
PAULO
de rodillas y elévase
PEDRISCO:
Como si fuera borrico
vengo de yerba cargado,
de quien el monte está rico.
Si esto como, desdichado,
triste fin me pronostico.
¡Que
he de comer hierba yo,
manjar
que el cielo crió
para brutos animales!
Déme el cielo en tantos males
paciencia. Cuando me echó
mi madre al mundo,decía"
"Mis ojos santo te vean,
Pedriso del alma mía."
Si esto las madres desean,
una suegra y una tía
¿qué desearán? Que aunque el ser
santo un hombre es gran ventura,
es desdicha el no comer.
Perdonad esta locura
y este loco proceder,
mi Dios, y, pues conocida
ya mi condición tenéis,
no os enojéis porque os pida
que la hambre me quitéis,
o no sea santo en mi vida.
Y si puede ser, Señor,
pues que vuestro inmenso amor
todo lo imposible coma,
que sea santo y que coma,
mi Dios, mejor que mejor.
De mi tierra me sacó
Paulo, diez años habrá,
y a aqueste monte apartó;
él en una cueva está,
y en otra cueva estoy yo.
Aquí penitencia hacemos,
y sólo yerbas comemos,
y a veces nos acordamos
de lo mucho que dejamos
por lo poco que tenemos.
Aquí el sonoro raudal
de un despeñado cristal,
digo
a estos olmos sombríos;
"¿Dónde estáis, jamones
míos,
que
no os doléis de mi mal?
Cuando yo solía cursar
la ciudad y no las peñas
--¡memorias
me hacen llorar!--
de las hambres más pequeñas
gran pesar solíais tomar.
Erais jamones leales,
bien
os puedo así llamar,
pues
merecéis nombres tales,
aunque ya de las mortales
no
tengáis ningún pesar."
Mas ya está todo perdido;
yerbas comeré afligido,
aunque llegue a presumir
que
algún mayo he de parir,
por las flores
que me comido.
Mas
Paulo sale de la cueva oscura;
entrar quiero en la mía tenebrosa
y comerlas allí.
Vase
y sale PAULO
PAULO:
¡Qué desventura!
Y, ¡qué desgracia cierta, lastimosa!
El sueño me venció, viva figura
--por lo menos imagen temorosa--
de la muerte crüel; y al fin rendido,
la devota oración puse en olvido.
Siguióse luego al sueño otro, de suerte,
sin duda, que a mi Dios tengo enojado,
si no es que acaso el enemigo fuerte
haya aquesta ilusión representado.
Siguióse al final, ¡ay Dios!, el ver la muerte.
¡Qué espantosa figura! ¡Ay,
desdichado!
Si el verla en sueños causa tal quimera,
el que vivo la ve, ¿qué es lo que espera?
Tiróme el golpe con el brazo diestro,
no cortó la guadaña. El arco
toma;
la flecha en el derecho, y el siniestro
el arco mismo que altiveces doma;
tiróme al corazón. Yo que me
muestro
al golpe herido, porque al cuerpo coma
la madre tierra, como a su despojo,
desencarcelo el alma, el cuerpo arrojo.
Salió el alma en un vuelo, en un instante
vi de Dios la presencia. ¡Quién
pudiera
no verle entonces! ¡Qué crüel
semblante!
¡resplandeciente espada y justiciera
en la derecha mano! Y
arrogante
--como ya por derecho suyo era--
el fiscal de las almas miré a un lado
que aun en ser victorioso estaba airado.
Leyó mis culpas, y mi guarda santa
leyó
mis buenas obras, y el Justicia
Mayor
del cielo, que es aquél que espanta
de la infernal morada la malicia,
las
puso en dos balanzas; mas levanta
el
peso de mi culpa y mi justicia
mis obras buenas tanto, que el Juez Santo
me condena a los reinos del espanto.
Con aquella fatiga y aquel miedo
desperté, aunque temblando, y no vi nada
si no es mi culpa, y tan confuso quedo,
que si no es a mi suerte desdichada,
o traza del contrario, ardid o enredo,
que vibra contra mí su ardiente espada,
no sé a qué lo atribuya. Vos,
Dios santo,
me declarad la causa de este espanto.
¿Heme de condenar, mi Dios divino,
como este sueño dice, o he de verme
en el sagrado alcázar cristalino?
Aqueste bien, Señor, habéis de hacerme:
¿Qué fin he de tener? Pues un
camino
sigo tan bueno, no queráis tenerme
en esta confusión, Señor eterno.
¿He de ir a vuestro cielo o al infierno?
Treinta años de edad tengo, Señor mío,
y los diez he gastado en el desierto,
y si viviera un siglo, sin siglo fío
que lo mismo ha de ser; esto os advierto.
Si esto cumplo, Señor, con fuerza y brío,
¿qué fin he de tener? --Lágrimas vierto.--
Respondedme, Señor, Señor eterno.
¿He de ir a vuestro cielo o al infierno?
Aparece
el DEMONIO el lo alto
DEMONIO:
Diez años ha que persigo
a este monje en el desierto,
recordándole memorias
y pasados pensamientos;
y siempre le he hallado firme
como un gran peñasco opuesto.
Hoy duda en su fe, que es duda
de la fe lo que hoy ha hecho,
porque es la fe en el cristiano
que sirviendo a Dios y haciendo
buenas obras, ha de ir
a gozar de él en muriendo.
Éste, aunque ha sido tan santo,
duda de la fe, pues vemos
que quiere del mismo Dios,
estando en duda, saberlo.
En la soberbia también
ha pecado, caso es cierto.
Nadie como yo lo sabe,
pues por soberbio padezco.
Y con la desconfïanza
le ha ofendido, pues es cierto
que desconfía de Dios
el que a su fe no da crédito.
Un sueño la causa ha sido;
y el anteponer un sueño
a la fe de Dios, ¿quién duda
que es pecado manifiesto?
Y así me ha dado licencia
el juez más supremo y
recto
para
que con más engaños
le incite agora de nuevo.
Sepa resistir valiente
los combates que le ofrezco,
pues supo desconfïar
y ser como yo soberbio.
Su mal ha de restaurar
de la pregunta que ha hecho
a Dios, pues a su pregunta
mi nuevo engaño prevengo.
De ángel tomaré la forma,
y responderé a su intento
cosas que le han de costar
su condenación, si puedo.
Quítase el DEMONIO la túnica y queda de
ángel
PAULO:
Dios mío, aquesto suplico:
¿Salvaréme, Dios inmenso?
¿Iré a gozar vuestra gloria?
Que me respondáis espero.
DEMONIO:
Dios, Paulo, te ha escuchado
y tus lágrimas ha visto.
PAULO:
(¡Qué mal el temor resisto! Aparte
Ciego en mirarlo he quedado.)
DEMONIO:
Me ha mandado que te saque
de esa ciego confusión,
porque esa vana ilusión
de tu contrario se aplaque.
Ve a Nápoles, y a la puerta
que llaman allá del Mar,
que
es por donde tú has de entrar
a
ver tu ventura cierta
o tu desdicha verás
cerca de allá--estáme atento--
un hombre...
PAULO: ¡Qué gran contento
con tus razones me das!
DEMONIO:
...que Enrico tiene por nombre,
hijo del noble Anareto;
conocerásle, en efeto,
por señas, que es gentil hombre,
alto de cuerpo y gallardo.
No quiero decirte más,
porque apenas llegarás
cuando le veas.
PAULO: Aguardo
lo que le he de preguntar
cuando yo le llegue a ver.
DEMONIO:
Sólo una cosa has de hacer.
PAULO:
¿Qué he de hacer?
DEMONIO: Verle y callar,
contemplando su acciones,
sus obras y sus palabras.
PAULO:
En mi pecho ciego labras
quimeras y confusiones.
¿Sólo eso tengo de hacer?
DEMONIO:
Dios que en él repares quiere,
porque el fin que aquél tuviere,
ese fin has de tener.
Desaparece
PAULO:
¡Oh misterio soberano!
¿Quién este Enrico será?
Por verle me muero ya.
¡Qué contento estoy, qué ufano!
Algún divino varón
debe de ser. ¿Quién lo duda?
Sale
PEDRISCO
PEDRISCO:
Siempre la fortuna ayuda
al más flaco corazón.
Lindamente he manducado.
Satisfecho quedo ya.
PAULO:
Pedrisco.
PEDRISCO: A esos pies está
mi boca.
PAULO: A tiempo ha llegado.
Los dos habemos de hacer
una jornada al momento.
PEDRISCO:
Brinco y salto de contento.
Mas, ¿dónde, Paulo, ha de ser?
PAULO:
A Nápoles.
PEDRISCO: ¿Qué me dices?
Y ¿a qué, padre?
PAULO: En el camino
sabrá un paso peregrino.
--¡Plegue a Dios que sea felice!--
PEDRISCO:
¿Si seremos conocidos
de los amigos de allá?
PAULO:
Nadie nos conocerá,
que vamos desconocidos
en el traje y en la edad.
PEDRISCO:
Diez años ha que faltamos;
seguros pienso que vamos;
que es tal la seguridad
de este tiempo que en una hora
se desconoce el amigo.
PAULO:
Vamos.
PEDRISCO: Vaya Dios conmigo.
PAULO:
De contento el alma llora.
A obedeceros me aplico,
mi Dios; nada me desmaya,
pues vos me mandáis que vaya
a
ver al dichoso Enrico.
¡Gran santo debe de ser!
Lleno de contento estoy.
PEDRISCO:
Y yo, pues contigo voy
(No puedo dejar de ver, Aparte
pues que mi bien es tan
cierto,
con tan alta maravilla,
el bodegón de Juanilla
y la taberna del tuerto.)
Vanse
y sale el DEMONIO
DEMONIO:
Bien mi engaño va trazado:
hoy verá el desconfïado
de Dios y de su poder
el fin que viene a tener,
pues él propio lo ha buscado.
Vase
y salen OCTAVIO y LISANDRO
LISANDRO:
La fama de esta mujer
sólo a verla me ha traído.
OCTAVIO:
¿De qué es la fama?
LISANDRO: La fama
que de ella, Octavio, he tenido,
es de que es la más discreta
mujer que en aqueste siglo
ha visto el napolitano
reino.
OCTAVIO: Verdad os han dicho.
Pero aquesa discreción
es el cebo de sus vicios;
con ésa engaña a los necios,
con ésa estafa a los lindos;
con una octava o soneto
que con picaresco estilo
suele hacer de cuando en cuando,
trae a mil hombres perdidos,
y
por parecer discretos
alaban el artificio,
el lenguaje y los concetos.
LISANDRO:
Notables cosas me han dicho
de esta mujer.
OCTAVIO: Está bien.
¿No os dijo el que aqueso os dijo,
que es de esta mujer la casa
un depósito de vivos,
y que nunca está cerrada
al napolitano rico
ni al alemán, ni al inglés,
ni al húngaro, armenio o indio,
ni aun al español tampoco,
con ser tan aborrecido
en Nápoles.
LISANDRO: ¿Eso pasa?
OCTAVIO:
La verdad es lo que digo,
como es verdad que venís
de ella enamorado.
LISANDRO: Afirmo
que me enamoró su fama.
OCTAVIO:
Pues más hay.
LISANDRO: Sois fiel amigo.
OCTAVIO:
Que tiene cierto mancebo
por galán, que no ha nacido
hombre tan mal inclinado
en Nápoles.
LISANDRO: Será Enrico,
hijo de Anareto el viejo,
que pienso que ha cuatro o cinco
años que está en una cama
el pobre viejo tullido.
OCTAVIO:
El mismo.
LISANDRO: Noticia tengo
de ese mancebo.
OCTAVIO: Os afirmo,
Lisandro, que es el peor hombre
que en Nápoles ha nacido.
Aquesta mujer le da
cuanto puede, y cuando el vicio
de juego suele apretalle,
se viene a su casa él mismo
y le quita a bofetadas
las cadenas, los anillos.
LISANDRO:
¡Pobre mujer!
OCTAVIO: También ella
suele hacer sus ciertos tiros,
quitando la hacienda a muchos
que son en su amor novicios,
con esta falsa poesía.
LISANDRO:
Pues ya que estoy advertido
de amigo tan buen maestro,
allí veréis si yo os sirvo.
OCTAVIO:
Yo entraré con vos también;
mas ojos al dinero, amigo.
LISANDRO:
Con invención entraremos.
OCTAVIO:
Diréisle que habéis sabido
que hace versos elegantes
y que a precio de un anillo
unos versos os escriba
a una dama.
LISANDRO: ¡Buen arbitrio!
OCTAVIO:
Y yo, pues entro con vos,
le diré también lo mismo.
Ésta es la casa.
LISANDRO: Y aun pienso
que está en el patio.
OCTAVIO: Si Enrico
nos coge dentro, por Dios,
que recelo algún peligro.
LISANDRO:
¿No es un hombre solo?
OCTAVIO: Sí.
LISANDRO:
Ni le temo, ni le estimo.
Salen CELIA leyendo un papel y LIDORA con recado de
escribir
CELIA:
Bien escrito está el papel.
LIDORA:
Es discreto Severino.
CELIA:
Pues no se le echa de ver
notablemente.
LIDORA: [¿No has dicho
que escribe bien?
CELIA: Sí, por cierto.]
La letra es buena; [esto digo.]
LIDORA:
Ya entiendo. [La mano y pluma
son de maestro de niños.]
CELIA:
Las razones de ignorante.
OCTAVIO:
Llega, Lisandro atrevido.
LISANDRO:
Hermosa es, por vida mía.
Muy pocas veces se ha visto
belleza y entendimiento
tanto en un sujeto mismo.
LIDORA:
Dos caballeros, si ya
se juzgan por el vestido,
han entrado.
CELIA: ¿Qué querrán?
LIDORA:
Lo ordinario.
OCTAVIO: Ya te ha visto.
CELIA:
¿Qué mandan vuesas mercedes?
LISANDRO:
Hemos llegado atrevidos,
porque en casas de poetas
y de señores, no ha sido
vedada la entrada a nadie.
LIDORA:
(Gran sufrimiento ha tenido,
Aparte
pues la llamaron poeta,
y ha callado.)
LISANDRO: Yo he sabido
que sois discreta en extremo,
y que de Homero y de Ovidio
excedéis la misma fama;
y así yo y aqueste amigo
que vuestro ingenio me alaba,
en competencia venimos
de que para cierta dama
que mi amor puso en olvido
y se casó a su disgusto,
le hagáis algo; que yo afirmo
el premio a vuestra hermosura,
si es, señora, premio digno
el daros mi corazón.
LIDORA: (Por Belerma te ha tenido.) Aparte
OCTAVIO:
Yo vine también, señora,
pues vuestro ingenio divino
obliga a los que se precian
de discretos, a lo mismo.
CELIA:
¿Sobre quién tiene de ser?
OCTAVIO:
Una mujer que me quiso
cuando tuvo qué quitarme,
y ya que pobre me ha visto,
se recogió a buen vivir.
LIDORA:
(Muy como discreta hizo.)
Aparte
CELIA:
A buen tiempo habéis llegado;
que a un papel que me han
escrito
querría responder ahora;
y pues decís que de Ovidio
excedo la antigua fama,
haré ahora más que él hizo;
a un tiempo se han de escribir
vuestros
papeles y el mío.
A
LIDORA
Da a todos tinta y papel.
LISANDRO:
¡Bravo ingenio!
OCTAVIO: Peregrino.
LIDORA:
Aquí está tinta y papel.
CELIA:
Escribid, pues.
LISANDRO: Ya escribimos.
CELIA:
¿Tú dices que a una mujer
que se casó?
LISANDRO: Aqueso digo.
CELIA:
¿Y tú a la que de dejó
después que no fuiste rico
OCTAVIO:
Así es verdad.
CELIA: Y yo aquí
le respondo a Severino.
Escriban, y salen GALVÁN y ENRICO con espada y
broquel
ENRICO:
¿Qué se busca en esta casa,
hidalgos?
LISANDRO: Nada buscamos;
estaba abierta y entramos.
ENRICO:
¿Conóceme?
LISANDRO:
Aquesto pasa.
ENRICO:
Pues váyanse noramala,
que, voto a Dios, si me enojo...
No me haga, Celia del ojo.
OCTAVIO:
¿Qué locura a aquesta iguala?
ENRICO:
Que los arroje en el mar,
aunque está lejos de aquí.
Aparte
a ENRICO
CELIA:
Mi bien, por amor de mí.
ENRICO:
¿Tú te atreves a llegar?
Apártate, ¡voto a Dios!,
que te dé una bofetada.
OCTAVIO:
Si el estar aquí os enfada,
ya
nos iremos los dos.
LISANDRO:
¿Sois pariente, o sois hermano
de aquesta señora?
ENRICO: Soy
el dïablo.
GALVÁN: Ya yo estoy
con la hojarasca en la mano.
Sacúdelos.
OCTAVIO:
Deteneos.
CELIA:
Mi bien, por amor de Dios.
OCTAVIO:
Aquí venimos los dos,
no con lascivos deseos,
sino a que nos escribiese
unos papeles.
ENRICO: Pues ellos,
que se precian de tan bellos,
¿no saben escribir?
OCTAVIO: Cese
vuestro enojo.
ENRICO: ¿Qué es cesar?
¿Qué es de lo escrito?
OCTAVIO: Esto es.
Rasga
los papeles
ENRICO:
Vuelvan por ellos después,
porque ahora no hay lugar.
CELIA:
¿Los rompiste?
ENRICO: Claro está
y si me enojo...
CELIA: ¡Mi bien!
ENRICO:
...haré los mismo también
de sus caras.
LISANDRO: Basta ya.
ENRICO:
Mi gusto tengo de hacer
en todo cuanto quisiere;
y si voarcé lo quiere,
sor hidalgo, defender,
cuéntese sin piernas ya,
porque yo nunca temí
hombres como ellos.
LISANDRO: ¿Qué ansí
nos trate un hombre?
OCTAVIO: ¡Calla!
ENRICO:
Ellos se precian de hombres,
siendo de mujer las almas;
si pretenden llevar palmas
y ganar honrosos nombre
defiéndanse de esta espada.
Acuchíllelos
CELIA:
¡Mi bien!
ENRICO: Aparta.
CELIA: Detente.
ENRICO:
[Nadie detenerme intente.]
CELIA:
¿Qué es aquesto? ¡Ay, desdichada!
LIDORA:
Huyendo van, que es belleza.
GALVÁN:
¡Qué cuchillada le di!
ENRICO:
Viles gallinas, ¿ansí
afrentáis vuestra destreza?
CELIA:
Mi bien, ¿qué has hecho?
ENRICO: Nonada.
¡Gallardamente le di
a aquél más alto! Le abrí
un jeme de cuchillada.
LIDORA:
¡Bien el que entra a verte gana!
GALVÁN:
Una punta le tiré
a aquél más bajo, le eché
fuera una arroba de lana.
¡Terrible peto traía!
ENRICO:
¿Siempre, Celia, me has de dar
disgusto?
CELIA: Basta el pesar;
sosiega, por vida mía.
ENRICO:
¿No te he dicho que no gusto
que
entren estos marquesotes
todos guedejas, bigotes,
adonde
me dan disgusto?
¿Qué provecho tienes de ellos?
¿Qué te ofrecen, qué te dan
éstos que contino están
rizándose los cabellos.
De peña, de roble o risco
es el dar su condición;
su bolsa hizo profesión
en la orden de San Francisco.
Pues, ¿para qué los
admites?
¿Para
qué los das entrada?
¿No te tengo yo avisada?
Tú harás algo que me incites
a cólera.
CELIA: Bueno está.
ENRICO:
Apártate.
CELIA:
Oye, mi bien,
porque sepas que hay también
alguno en éstos que da.
Aqueste anillo y cadena
me dieron éstos.
ENRICO: A ver.
La cadena he menester,
que me parece muy buena.
CELIA:
¿La cadena?
ENRICO: Y el anillo
también me has de asegurar.
LIDORA:
Déjale algo a mi señora.
ENRICO:
Ella, ¿no sabrá pedillo?
¿Para qué lo pides tú?
GALVÁN:
Ésta por hablar se muere.
LIDORA:
¡Mal haya quien bien os quiere,
rufianes de Bercebú!
CELIA:
Todo es tuyo, vida mía;
y, pues yo tan tuya soy,
escúchame.
ENRICO: Atento estoy.
CELIA:
Sólo pedirte querría
que nos lleves esta tarde
a la Puerta
de la Mar.
ENRICO:
El manto puedes tomar.
CELIA:
Yo haré que allá nos aguarde
la merienda.
ENRICO: ¿Oyes, Galván?
Ve a avisar luego al instante
a nuestro amigo Escalante,
a Cherinos y Roldán,
que voy con Celia.
GALVÁN: Sí haré.
ENRICO:
Di que a la Puerta
del Mar
nos vayan luego a esperar
con sus mozas.
LIDORA: ¡Bien a fe!
GALVÁN:
Ello habrá lindo bureo.
Mas que ha de haber cuchilladas.
CELIA:
¿Quieres que vamos tapadas?
ENRICO:
No es eso lo que deseo.
Descubiertas habéis de ir,
porque quiero en este día
que sepan que tú eres mía.
CELIA:
Como te podré servir,
vamos.
LIDORA: Tú eres inocente.
¿Todas
las joyas le has dado?
CELIA:
Todo está bien empleado
en hombre que es tan valiente.
GALVÁN:
Mas que ¿no te acuerdas ya
que te dijeron ayer,
que una muerte habías de hacer?
ENRICO:
Cobrada y gastada está
ya la mitad del dinero.
GALVÁN:
Pues, ¿para qué vas al mar?
ENRICO:
Después se podrá trazar,
que ahora, Galván, no quiero.
Anillo y cadenas tengo,
que me dio la tal señora;
dineros sobran ahora.
GALVÁN:
Ya tus intentos prevengo.
ENRICO:
Viva alegre el desdichado,
libre de cuidado y pena,
que en gastando la cadena
le daremos su recado.
Vanse
y salen PAULO y PEDRISCO de camino graciosamente
PEDRISCO:
Maravillado estoy de tal suceso.
PAULO:
Secretos son de Dios.
PEDRISCO: ¿De modo, padre,
que el fin que ha de tener aqueste Enrico
ha de tener también?
PAULO: Faltar no puede
la palabra de Dios; el ángel suyo
me dijo que si Enrico se condena
me he de condenar, y si él se salva
también me he de salvar.
PEDRISCO: Sin duda, padre,
que es un santo varón aqueste Enrico.
PAULO:
Eso mismo imagino.
PEDRISCO: Ésta es la puerta
que llaman de la Mar.
PAULO: Aquí me manda
el ángel que le aguarde.
PEDRISCO: Aquí vivía
un tabernero gordo, padre mío,
adonde
yo acudía muchas veces;
y
más allá, el acaso se le acuerda,
vivía aquella moza rubia y alta
que Archero de la Guarda
parecía
a quien él requebraba.
PAULO: ¡Oh, vil contrario!
Livianos pensamientos me fatigan.
¡Cuerpo flaco! Hermano, escuche.
PEDRISCO: Escucho.
PAULO:
El contrario me tienta con
memoria
de los pasados gustos...
Échase
en el suelo
PEDRISCO: Pues, ¿qué
hace?
PAULO:
En el suelo me arrojo de esta suerte
para que en él me pise. Llegue, hermano.
Píseme muchas veces.
PEDRISCO: En buen hora,
que soy muy obediente, padre mío.
Písale
¿Písole bien?
PAULO: Sí, hermano.
PEDRISCO: ¿No le duele?
PAULO:
Pise, y no tenga pena.
PEDRISCO: ¿Pena, padre?
¿Por qué razón he yo de tener pena?
Piso y repiso, padre de mi vida;
mas temo no reviente, padre mío.
PAULO:
Píseme, hermano.
Dan
voces dentro, deteniendo a ENRICO
ROLDÁN: Deteneos, Enrico.
ENRICO:
Al mar he de arrojalle, ¡vive el cielo!
PAULO:
A Enrico oí nombrar.
ENRICO: ¿Gente mendiga
ha de haber en el mundo?
CHERINOS: Deteneos.
ENRICO:
Podrásme detener en arrojándole.
CELIA:
¿Dónde vas? Detente.
ENRICO: No hay remedio.
Harta
merced te hago
pues te saco
de
tan grande miseria.
ROLDÁN: ¿Qué habéis hecho?
Salen
todos
ENRICO:
Llegóme a pedir un pobre una limosna;
dolióme el verle con tan gran miseria,
y porque no llegase a avergonzarse
otro desde hoy, cogíle yo en
los brazos
y
le arrojé en el mar.
PAULO: ¡Delito inmenso!
ENRICO:
Ya no será más pobre, según pienso.
PEDRISCO:
(¡Algún diablo limosna te pidiera!)
Aparte
CELIA:
¿Siempre has de ser crüel?
ENRICO: No me
repliques,
que haré contigo y los demás lo mismo.
ESCALANTE:
Dejemos eso agora, por tu vida.
Sentémonos los dos, Enrico amigo.
Aparte
a PEDRISCO
PAULO:
A éste han llamado Enrico.
PEDRISCO: Será otro.
¿Querías tú que fuese este mal hombre
que en vida está ya ardiendo en los infiernos?
Aguardemos a ver en lo que pára.
ENRICO:
Pues siéntense voarcedes, porque quiero
haya conversación.
ESCALANTE: Muy bien ha dicho.
ENRICO:
Siéntese, Celia, aquí.
CELIA: Ya estoy
sentada.
ESCALANTE:
Tú conmigo, Lidora.
LIDORA:
Lo mismo digo yo, seor Escalante.
CHERINOS:
Siéntese aquí, Roldán.
ROLDÁN: Ya voy, Cherinos.
PEDRISCO:
¡Mire qué buenas almas, padre mío!
Lléguese más, verá de los que tratan.
PAULO:
¿Que no viene mi Enrico?
PEDRISCO:
Mire y
calle,
que somos pobres, y este desalmado
no nos eche en la mar.
ENRICO: Agora quiero
que cuente cada uno de voarcedes
las hazañas que ha hecho en esta vida,
quiero decir hazañas, latrocinios,
cuchilladas,
heridas, robos, muertes,
salteamientos y cosas de este modo.
ESCALANTE:
Muy bien ha dicho Enrico.
ENRICO: Y al que
hubiere
hecho mayores males, al momento
una corona de laurel le pongan
cantándole alabanzas y motetes.
ESCALANTE:
Soy contento.
ENRICO: Comience, seor Escalante.
PAULO:
(¡Que esto sufre el Señor!) Aparte
PEDRISCO: (Nada le
espante.) Aparte
ESCALANTE:
Yo digo ansí:...
PEDRISCO: (¡Qué alegre y
satisfecho!) Aparte
ESCALANTE:
Veinte y cinco pobretes tengo muertos;
seis
casa he escalado y treinta heridas
he
dado con la chica.
PEDRISCO: (¡Quien te viera Aparte
hacer en una horca cabrïolas!)
ENRICO:
Diga Cherinos.
PEDRISCO: (¡Qué ruin nombre tiene! Aparte
Cherinos--cosa poca.)
CHERINOS: Yo comienzo:
No he muerto a ningún hombre, pero he dado
más de cien puñaladas.
ENRICO: ¿Y ninguna
fue mortal?
CHERINOS: Amparóles la Fortuna.
De capas que he quitado en esta vida
y he vendido a un ropero, está ya rico.
ENRICO:
¿Véndelas él?
CHERINOS: ¿Pues no?
ENRICO: ¿No las conocen?
CHERINOS:
Por quitarse de aquestas ocasiones,
las
convierte en ropillas y calzones.
ENRICO:
¿Habéis hecho otra cosa?
CHERINOS: No me
acuerdo.
PEDRISCO:
(Mas que le absuelve ahora el ladronazo.) Aparte
CELIA: Y tú, ¿qué has hecho, Enrico?
ENRICO: Oigan,
voarcedes:...
ESCALANTE:
Nadie cuente mentiras.
ENRICO: ¿Yo soy
hombre
que en mi vida las dije?
GALVÁN: Tal se entiende.
PEDRISCO:
(¿No escucha, padre mío, estas razones?) Aparte
PAULO:
(Estoy mirando a ver si viene Enrico.) Aparte
ENRICO:
Haya, pues, atención.
CELIA: Nadie te impide.
PEDRISCO:
(¡Miren a qué sermón atención pide!) Aparte
ENRICO:
Yo nací mal inclinado
como se ve en los efectos
del discurso de mi vida
que referiros pretendo.
Con regalos me crié
en Nápoles, que ya pienso
que conocéis a mi padre,
que aunque no fue caballero
ni de sangre generosa,
era muy rico; y yo entiendo
que es la mayor calidad
el tener en este tiempo.
Crióme, al fin, como digo,
entre regalos, haciendo
travesuras cuando niño,
locuras cuando mancebo.
Hurtaba a mi viejo padre,
arcas
y cofres abriendo,
los vestidos que tenía,
las joyas y los dineros.
Jugaba,
y digo jugaba,
para que sepáis con esto
que de cuantos vicios hay
es el primer padre el juego.
Quedé pobre y sin hacienda,
y como enseñado a hacerlo,
di en robar de casa en casa
cosas de pequeño precio.
Iba a jugar, y perdía;
mis vicios iban creciendo.
Di luego en acompañarme
con otros del arte mesmo;
escalamos siete casas,
dimos la muerte a sus dueños;
lo robado repartimos
para dar caudal al juego.
De cinco que éramos todos,
sólo los cuatro prendieron,
y nadie me descubrió
aunque les dieron tormento.
Pagaron en una plaza
su delito, y yo con esto,
de
escarmentado, acogíme
a hacer a solas mis hechos.
íbame todas las noches
solo
a la casa del juego,
donde a su puerta aguardaba
a que saliesen de adentro.
Pedía con cortesía
el barato, y cuando ellos
iban a sacar qué darme,
sacaba yo el fuerte acero,
que riguroso escondía
en su inocentes pechos,
y por fuerza me llevaba
lo que ganando perdieron.
Quitaba de noche capas;
tenía diversos hierros
para abrir cualquiera puerta
y hacerme capaz del dueño.
Las mujeres estafaba,
y no dándome el dinero,
visitaba una navaja
su rostro luego al momento.
Aquestas cosas hacía
el tiempo que fui mancebo;
pero escuchadme y sabréis,
siendo hombre, las que he hecho.
A treinta desventurados
yo solo y aqueste acero,
que es de la muerte ministro,
del mundo sacado habemos.
Los diez muertos por mi gusto,
y los veinte me salieron
una con otra a doblón.
¿Diréis que es pequeño precio?
Es
verdad; mas, ¡voto a Dios!,
que
en faltándome el dinero,
que mate por un doblón
a cuántos me están oyendo.
Seis
doncellas he forzado.
¡Dichoso llamarme puedo
pues seis he podido hallar
en
este felice tiempo!
De una principal casada
me aficioné; ya resuelto
habiendo entrado en su casa,
a ejecutar mi deseo,
dio voces, vino el marido,
y
yo, enojado y resuelto,
llegué
con él a los brazos,
y tanto en ellos le aprieto,
que perdió tierra; y apenas
en este punto le veo,
cuando de un balcón le arrojo,
y en el suelo cayó muerto.
Dio voces la tal señora;
y yo, sacando el acero,
le metí cinco o seis veces
en el cristal de su pecho
donde puertas de rubíes
en campos de cristal bellos
le dieron salida al alma
para que se fuese huyendo.
Por hacer mal solamente,
he jurado juramentos
falsos, fingiendo quimeras,
hecho máquinas, enredos.
Y a un sacerdote quien quiso
reprehenderme con buen celo,
de un bofetón que le di,
cayó en la tierra medio muerto.
Porque supe que encerrado
en casa de un pobre viejo
estaba un contrario mío,
a la casa puse fuego;
y sin poder remediallo
todos se quemaron dentro
y
hasta dos niños hermanos
ceniza quedaron hechos.
No
digo jamás palabra
si no es con juramento,
un pese o un por vida,
porque sé que ofendo al cielo.
En mi vida misa oí,
ni, estando en peligros ciertos
de morir, me he confesado,
ni invocado a Dios eterno.
No he dado limosna nunca,
aunque tuviese dineros;
antes persigo a los pobres,
como habéis visto el ejemplo.
No respeto a religiosos;
de
sus iglesias y templos
seis cálices he robado
de
diversos ornamentos
que sus altares adornan.
Ni a la justicia respeto;
mil veces me he resistido
y a sus ministros he muerto;
tanto que para prenderme
no tienen ya atrevimiento.
Y finalmente, yo estoy
preso por los ojos bellos
de Celia, que está presente;
todos la tienen respeto
por mí, que la adoro, y cuando
sé que la sobran dineros,
con lo que me da, aunque poco,
mi viejo padre sustento,
que ya le conoceréis
por el nombre de Anareto.
Cinco años ha que tullido
en una cama le tengo,
y tengo piedad con él
por estar pobre el buen viejo;
y como soy causa, al fin
de ponello en tal extremo,
por jugarle yo su hacienda
el tiempo que fui mancebo.
Todo es verdad lo que he dicho,
¡voto a Dios!, y que no miento;
juzgad ahora vosotros
cuál merece mayor premio.
PEDRISCO:
(Cierto, padre de mi vida
Aparte
que con servicios tan buenos,
que puede ir a pretender
éste a la corte.)
ESCALANTE: Confieso
que tú el lauro has merecido.
GALVÁN:
Y yo confieso lo mesmo.
CHERINOS:
Todos lo mismo decimos.
CELIA:
El laurel darte pretendo.
ENRICO:
Vivas, Celia, muchos años.
CELIA:
Toma, mi bien, y con esto
pues que la merienda aguarda,
nos
vamos.
GALVÁN: Muy bien has hecho.
CELIA:
Digan todos, "Viva Enrico!"
TODOS:
¡Viva el hijo de Anareto!
ENRICO:
Al punto todos nos vamos
a holgarnos y entretenernos.
Vanse
PAULO:
Salid, lágrimas, salid;
salid apriesa del pecho.
No lo dejéis de vergüenza.
¡Qué lastimoso suceso!
PEDRISCO:
¿Qué tiene, padre?
PAULO: ¡Ay, hermano!
Penas y desdichas tengo.
Este mal hombre que he visto
es Enrico.
PEDRISCO: ¿Cómo es eso?
PAULO:
Las señas que me dio el ángel
son
suyas.
PEDRISCO: ¿Es cierto?
PAULO:
Sí, hermano, porque me dijo
que era hijo de Anareto,
y aqueste también lo ha dicho.
PEDRISCO:
Pues aquéste ya está ardiendo
en
los infiernos en vida.
PAULO:
Eso sólo es lo que temo.
El ángel de Dios me dijo
que si éste se va al infierno,
que al infierno tengo de ir,
y al cielo si éste va al cielo.
Pues al cielo, hermano mío,
¿cómo ha de ir éste, si vemos
tantas
maldades en él,
tantos robos manifiestos,
crueldades y latrocinios,
y
tan viles pensamientos?
PEDRISCO:
En eso, ¿quién pone duda?
Tan cierto se irá al infierno
como el despensero Judas.
PAULO:
¡Gran Señor! ¡Señor eterno!
¿Por qué me habéis castigado
con castigo tan inmenso?
Diez años y más, Señor,
ha que vivo en el desierto
comiendo yerbas amargas,
salobres aguas bebiendo,
sólo porque vos, Señor,
juez piadoso, sabio, recto,
perdonareis mis pecados.
¡Cuán diferente lo veo!
Al infierno tengo de ir.
Ya me parece que siento
que aquellas voraces llamas
van abrasando mi cuerpo.
¡Ay, qué rigor!
PEDRISCO: Ten paciencia.
PAULO:
¿Qué paciencia o sufrimiento
ha de tener el que sabe
que se ha de ir a los infiernos?
Al infierno, centro oscuro
donde ha de ser el tormento
eterno y ha de durar
lo que Dios durare. ¡Ah, cielo!
¿Que nunca se ha de acabar!
¡Que siempre han de estar ardiendo
las
almas! ¡Siempre!
¡Ay, de mí!
PEDRISCO:
(Sólo oírle me da miedo.) Aparte
Padre, volvamos al monte.
PAULO:
Que allá volvamos pretendo;
pero no a hacer penitencia,
pues que ya no es de provecho.
Dios me dijo que si aquéste
se iba al cielo, me iría al cielo,
y al profundo si al profunda.
Pues es ansí, seguir quiero
su misma vida. Perdone
Dios aqueste atrevimiento.
Si su fin he de tener,
tenga su vida y sus hechos,
que no es bien que yo en el mundo
esté penitencia haciendo,
y que él viva en la ciudad
con gustos y con contentos,
y que a la muerte tengamos
un fin.
PEDRISCO: Es discreto acuerdo;
bien has dicho, padre mío.
PAULO:
En el monte hay bandoleros;
bandolero quiero ser,
porque así igualar pretendo
mi vida con la de Enrico,
pues su mismo fin tenemos.
Tan malo tengo de ser
como él, y peor si puedo;
que
pues ya los dos estamos
condenado
al infierno,
bien es que antes de ir allá
en el mundo nos venguemos.
PEDRISCO:
(¡Ah, Señor! ¿Quién tal
pensara?) Aparte
Vamos, y déjate de eso
y
de esos árboles altos
los hábitos ahorquemos.
Viste
galán.
PAULO: Sí haré;
y yo haré que tengan miedo
a un hombre que, siendo justo,
se ha condenado al infierno.
¡Rayo del mundo he de ser!
PEDRISCO:
¿Qué se ha de hacer de dineros?
PAULO:
Yo los quitaré al demonio
si fuere cierto el traerlos.
PEDRISCO:
Vamos, pues.
PAULO: Señor, perdona
si injustamente me vengo;
tú me has condenado ya;
tu palabra, es caso cierto
que atrás no puede volver,
pues, si es ansí, tener quiero
en el mundo buena vida,
pues tan triste fin espero.
Los pasos pienso seguir
de Enrico.
PEDRISCO: Ya voy temiendo
que he de ir contigo a las ancas
cuando vayas al infierno.
FIN DE LA PRIMERA JORNADA
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