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–de las revistas de papel
cuché,
de
los inacabables culebrones
de
las telenovelas, de programas
de
cotilleo envuelto en salsa rosa,
de
juergas hasta el día amanecido,
de
la incapacidad de serenar el paso,
de
la fiebre de hacer dinero fácil
o
de comprar sin tino en grandes almacenes,
de
acallar el silencio con rumores
que
amortigüen sus efectos benéficos–
ni
siquiera reparan en la falta
de
aceite que alimente nuestras lámparas
ni
en esa nimiedad de nimiedades
que
es la grandeza hueca de la nada.
Costumbre
de vacío son las prisas
tiranas
de un horario. Y el vuelo de los pájaros
sin
rama en que prenderse un solo instante
para
poder prendarse de un misterio
que emborrache de
altura hasta sus alas.
El pensamiento,
débil por hambre insatisfecha.
Las
noches agitadas del alcohol
y de gramos de
droga en el bolsillo
que
encienden por un rato las alucinaciones.
La
obsesión del sexo por el fervor de hacer
que
el querer sea norma y la pasión un rito
de
liturgia sin rúbricas ni límites
relegando
el amor porque es palabra inútil,
demasiado
anticuada y en desuso.
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El
triunfo a cualquier precio. La manzana
del
morder cualquier cosa a ver qué pasa.
Tener
a flor de labios los derechos
sin servidumbre
alguna en contrapeso.
O,
en el caso más noble, perfumarse
con
ungüentos de dar algo de sí
los
únicos lenguajes de lo humano?
¿No
hay nadie que reclame los derechos
y el placer de
alumbrar una palabra?
¿Ni
de sentir la sangre alimentada
de
libertad de todo y de sí misma,
como quien vivir
quiere por aún no haber vivido?
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