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[EN LA ORILLA DEL LAGO]
UNA
VEZ FUE A LA ORILLA DE UN LAGO17, CON LAS REDES
de pescar en las
manos y la brisa, envidiosa
de la luz que
invadía las puertas de unos ojos
cerrados mudamente
ante el misterio:
una voz desde
fuera que caminaba dentro,
un nombre
pronunciado –como un rumor de pasos
que te siguen de
cerca, y tú te giras–,
una señal discreta
–como un guiño–,
y un silencio
denso esperando respuesta.
De abandono
murieron los aperos
de pescar en la
arena.
AL RETOMAR el paso,
se oía el
movimiento de la luz
en el temblor del
alma y en el crujir del miedo.
Con la ansiedad,
que iba purificando
la espesura de
bosques interiores
al fuego lento de
la incertidumbre,
se eclipsaban
recuerdos de un pasado
escrito con
rutinas de barcas y de peces,
y las cuatro
monedas de su venta.
Fingía la verdad
jugar al escondite
con las nubes y la
naranja a gajos
de la luna en el
lago, distraída.
Sin embargo, la
vida acrecentada
reventaba por sus
capullos nuevos.
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El mar
ya no era un cuerpo que se aferra
a unos misterios
náufragos, cosidos
tantas veces con
los hilos del agua
y una aguja de
quillas vacilantes.
Era camino de
palabra cierta
como la herida
abierta de su estela.
Testamento –de
redención y alivio–
que entregar a
otras manos con las propias.
Mirada que
persigue al horizonte
y taladra su
cuerpo, como el cuerpo amoroso
de la tarde que
insiste perpetuándose
en la nobleza
oscura de la noche.
Fatigas y
tristezas que reposan en fiesta,
abundante de
cítaras y música,
y en el banquete
espléndido de ritos
con el crujir del
pan recién cocido
y el vino redimido
en los lagares
por la precocidad
del sufrimiento.
En la ebriedad,
parecería justo
sentirse como
dioses con la azada
y el sudor por los
trabajos ímprobos
de redimir al
mundo del vacío
–de redimir al
mundo del silencio,
de ponerle en la
boca una palabra–,
y sentarse a la
mesa de invitados
a recordar con
ellos los tiempos más remotos,
aquellos cuando
todo surgía de la nada,
cuando había un
clamor irrefrenable
pidiendo redención
en todas las instancias.
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