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[En el marco estético del descenso y ascenso de ángeles en la escala
de Jacob.]
Pero las
diferencias, sorprendidas,
muestran, espada
en alto, sus razones
en ese parangón de
semejanzas.
Se imponen los
eriales y desiertos,
de encarnadura al
vivo, a los paisajes
de huerto
exuberante de Toscana.
El pedrusco, que
el patriarca pone
como almohada de
su testa, funge
de sutil
contrapunto a los palacios
y a la
parafernalia cortesana
que despliega
estentórea arrogancia
por la serpiente
muda del camino.
Aunque fuera para
adorar el símbolo
de la divinidad
anonadada,
en Florencia se
exhibe el esplendor
del poder y
soberbia en alza de los Médicis.
En cambio, una
tropa de ángeles trabaja
en la escenografía
del desierto.
Ni el más puro
tratado de angeleologías
hubiera concebido
la cascada
de tan leves y
pulcrísimos seres,
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descendiendo
y subiendo con terquedad de olas,
como un marco
perfecto para encaje
de una revelación
inesperada.
FRENTE
A LA certidumbre de la noche46,
no debiera
extrañarnos su llegada,
ni la estación
forzosa a la que obliga,
ni el reposo en un
lecho improvisado.
Hay sueños que
requieren la almohada
del misterio. Hay
misterios que claman por la luz
oscura de la noche
para aliviar de ansias,
para aclarar su
propia opacidad abriendo
los nuevos
horizontes, si es que hay alguien
que salvando
distancias desciende hasta nosotros
–como una epifanía
regalada–
con su incómoda
voz provocativa,
con la mano
repleta de promesas.
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