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Carlos Garulo
El latido del bosque

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  • EPÍLOGO     DE MI OBLIGADO RECONOCIMIENTO
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EPÍLOGO

 

 

DE MI OBLIGADO RECONOCIMIENTO

 

Al tiempo que estos poemas suben al escenario del papel impreso y digital, e independientemente del valor que el lector quiera otorgarles, confieso con alivio que éstos ya han cumplido en parte su misión. La concepción de «EL LATIDO DEL BOSQUE», la gestación y el primer alumbramiento –«GÉNESIS. Libro de orígenes y germinaciones»–  del que ahora pueden oírse los vagidos, me han dado una nueva oportunidad para acrecentar la amistad. Porque amigos son quienes acceden y conocen la intimidad y sutileza de nuestro pensamiento, según la aguda percepción de San Agustín. Va para todos ellos mi más sincero agradecimiento.

 

Para compartir con los amigos el propósito de «introducirme en el bosque» (en Don Bosco) y recorrerlo o el hallazgo y la emoción frente a los «latidos» tal como iban siendo percibidos y expresándose líricamente en los poemas, sólo he necesitado marcar libre e impunemente un número de teléfono o enviar un correo electrónico a tantos rincones del mundo con un mismo mensaje: «Échale un vistazo. Dime qué te parece». Siempre ha habido una respuesta directa y clara para compartir, de regreso, sensaciones, opiniones o sugerencias. Algunos, a veces, para pedirme expresamente: «Léeme el poema por teléfono. Necesito oirlo de tu propia voz». Y sólo entonces se arriesgaban a opinar sobre el grado de emoción que los poemas eran capaces o no de transmitir porque –pensaban, y estoy de acuerdo– la poesía es para ser «pronunciada» (José Hierro). Gracias a la amistad se ha beneficiado también la creación literaria. Gracias al ánimo proporcionado por esa amistad sincera y colaboradora, me atrevo a salir al público –ahora menos agarrotado por no sé qué temor– con unos versos que pretenden responder a un propósito ambicioso.

 

Sin la razón convincente de Isabel Pérez (Huesca, España), no me hubiera puesto manos a la obra. Sin la acción eficaz de Luc


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van Looy (Gante, Bélgica; entonces en Roma), no hubiera dispuesto del tiempo necesario para someterme a la prueba ni dado con el lugar más apropiado en donde iniciar los trabajos. Sin las indicaciones de Rafael Vicent (Roma) sobre la Biblia, tal vez no hubiera definido bien el instrumento de medición –la «parrilla»– al que someter la figura de Don Bosco. Sin la guía especializada de Aldo Giraudo, Egidio Deiana y Luis Rosón (Roma, Turín y Madrid), hubiera corrido el riesgo de ignorar los verdaderos «latidos» confundido por otros sonidos más aparentes de entre los infinitos rumores del «bosque».

Sin la sensibilidad para la poesía y los conocimientos técnicos de Rafael Alfaro (Granada), Jesús Graciliano González (Salamanca y Cáceres), Antonio Mélida (Zaragoza), María Esther Posada (Bogotá), Enriqueta Capdevila, Stella Cavestany y Miguel Gómez (Barcelona), Franca Ramella (†) y José Manuel Guijo (†) (Roma), y João B. Teixeira (São João del Rei, Brasil), no me hubiera sentido permanentemente movido a ir en pos de la mayor belleza literaria posible.

Y así –perdóneme el lector que, por deber, complete la larga lista con nombres procedentes de todo el arco de la rosa de los vientos–, también recibí comprensión, orientación y estímulo de Carlos Zamora, Josep M. Aragonés, Isabel Belloc, Silvino Berruete, Jesús Samuel Montori, Gregorio Arana, Pilar Polo, Isidoro Murciego, Juan Maciá, Isabel Regordán, Amadeo Alonso, Sergio Pierbattisti, Graziella Curti, Antonio Doménech, Lino Da Campo, Amedeo Cencini, Pina Bellocchi, Carlo Di Cicco, Dino Dalverme, Giovanni Barroero, en países de Europa; de José Luis Ros, Jaime Rodríguez, Carlos Techera, Nilo Zárate, Hugo Strashburger, Jaime Labra, José María Arnáiz, Chico Botelho, Afonso de Castro, Gildásio Mendes Dos Santos, Fernando Peraza, Luis Timossi y Julieta Egui, más allá del Atlántico; de Joan B. Vernet, José Reinoso, Mario Yamanouchi y Frans Heindrickx, por Oriente.

 

Tras la lectura personal de parte de la obra con ocasión de un viaje de trabajo a París y una escala de cortés amistad y colaboración en Roma, el interés por la misma de Sergio Torres, Rector de la Universidad Católica Silva Henríquez (UCSH), Santiago, Chile, ha hecho posible su publicación e inclusión en el catálogo de ediciones de la Universidad. El entusiasmo del Rector de la UCSH ha contagiado, por un lado, al director de ediciones de la Universidad, Manuel Loyola, que ha seguido con esmero la doble edición de la obra, la comercial y la numerada; y, por otro, también al Gran Canciller, Natale Vitali, que, con ocasión del XXVI Capítulo


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General de la Congregación Salesiana –24 de febrero a 12 de abril, 2008, en Turín-Valdocco y Roma-Salesianum– ha querido obsequiar con un ejemplar de la edición numerada a cada miembro de la magna asamblea.

 

Confieso también mi gozo cuando, a propuesta del Rector de la UCSH asegurándose antes el placet del Autor, el Consejo de Dirección de las Instituciones Salesianas de Educación Superior (IUS) acordó que se hiciera explícito en la edición que «EL LATIDO DEL BOSQUE» es una aportación anticipada de las Instituciones Salesianas de Educación Superior (IUS) al Bicentenario del Nacimiento de Don Bosco, 1815-2015.

 

Es hora de mi obligado reconocimiento.

 

 

EL AUTOR

 

 

 




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