ACTO PRIMERO
Salen LUCRECIA, GÓMEZ y ALDONZA
LUCRECIA:
Gómez, salga a recibir
a doña
Ana; que ya ha entrado.
GÓMEZ: Mucho
el alba ha madrugado.
LUCRECIA:
¿Siempre está para decir
impertinencias?
GÓMEZ: Señora,
¿cuándo
ha sido impertinente
hablar
poéticamente?
LUCRECIA: Siempre
lo fue, y más agora.
GÓMEZ:
Venga en buen hora el valor
que
esta casa estima y precia.
Salen doña ANA e INÉS por otra puerta
ANA:
¿Siempre está, doña Lucrecia,
vuestro
escudero de humor?
LUCRECIA: No
le puedo ir a la mano.
GÓMEZ: (A la
lengua ha de decir.) Aparte
LUCRECIA: ¿Me
venís a persuadir
lo que
otras veces?
ANA: Si es sano
mi
consejo, ¿no queréis,
amiga, que
os persüada?
Mejor
estaréis casada.
Hacienda y sangre tenéis,
juventud y gallardía.
Lucrecia, tomad estado.
Vuestro
tío me ha envïado.
LUCRECIA: Doña
Ana, en vano porfía
el
consejo de mi tío.
Propóneme un caballero
a quien
me incliné primero,
y
usando de mi albedrío
le
aborrecí y olvidé,
venciendo la inclinación
con la
luz de la razón.
ANA: Decid,
¿cómo?
LUCRECIA:
Sí, diré.
Antes que el sol madrugase
en las auroras de mayo,
cuidando de mi salud
muchas
veces salí al campo,
y como
suelen decir
que
alienta sobre el blanco
cualquier color fácilmente.
aunque
sea extraordinario,
yo
llevaba en blanco el pecho,
sin amoroso cuidados;
y
dispuesto a que el Amor
hiciese
en él algún rasgo.
En
Término de pintores,
llevaba
el pecho imprimado
para
que el Amor hiciese
algún dibujo
gallardo.
Una,
pues, de estas mañanas
entre
las fuentes del Prado,
donde
trepan los cristales
por
columnas de alabastro,
airoso
vi a un caballero
haciendo mal a un caballo,
tan
fogoso que a no ser
repetido en los teatros,
dijera
que era cometa,
o
relámpago animado,
o que
fue aborto del Betis,
ni bien
bruto, ni bien rayo.
Pero
esto es ya muy común.
Al
dueño del bruto paso
y digo
que era pintura
del
joven Adonis cuando
fatigaba monte y fieras,
siendo
también un retrato
del
celoso Marte, al fin,
como de
fuerza o de grado,
quiere Amor tener imperio
en los afectos humanos,
a mirarle me inclinó
curiosamente y despacio;
mas viendo que en el camino
nuestros ojos se encontraron,
discurrí; que el caballero
también
estaba inclinado,
o que
creyó que encubría
beldad
rara el sutil manto.
Con unos mismos deseos
al
Prado salimos ambos
otras
mañanas, y en fin,
como a
los ojos un sabio
llamó retóricas lenguas
porque mudos revelaron
al corazón los
secretos
a que
no se atrevió el labio,
en los suyos conocí
el regocijo y aplauso
con que miraba, diciendo:
"Mi dueño está enamorado".
Viendo,
pues, que mis antojos,
o ya
ciegos o ya vanos,
me
despeñaban, no quise
que
amor creciese, triunfando
de mi
albedrío, y aquí
se
ofreció, doña Ana, un caso
que de
mi pecho barrió
las
amenazas y amagos
de
amor, que aun no fueron flechas.
Vergüenza me da contarlo.
Para la
huerta del Duque
traían
seis toros bravos
por San
Blas; y el alboroto
de la
plebe iba causando
más temores que las fieras.
Hallábame yo en el paso.
Vi a mi amante,
consoléme,
y
creyendo que don Sancho
de
Mendoza -- éste es su nombre --
con el
sombrero calado,
como
dicen, y terciada
la
capa, puesta la mano
en la
espada, con valor
se me
plantara a mi lado,
pálido
le vi, y corriendo
se fue
a tomar el caballo
que
dejo para seguirme,
en
quien subiendo turbado,
huyó
del tropel confuso
de
aquellos brutos que mansos
por ir juntos y con vacas
sin ofenderse pasaron.
La
tempestad fenecida,
se
apareció, preguntando
cómo me
fue; pero yo
con el
silencio y el manto
que
hasta el pecho derribé,
sin que de él hiciese caso,
mi
sentimiento mostré.
Informéme más despacio
de sus
costumbres y supe
que
aunque es rico y es hidalgo
muy
principal, quiere más
su vida
que su honra. Espanto
me da;
que siendo Mendoza,
sea
cobarde. No ha sacado
el
acero en ocasiones
en que
debiera sacarlo
jamás,
según me refieren.
¡Oh, qué
noble tan villano!
Corrida
y libre de amor,
aunque
malévolas astros
me
inclinaban, di lugar
que
pretendiese un indiano
mi
casamiento. Éste vino
con
ochenta mil ducados
del
Perú, tan cuerdo y noble
como
rico y cortesano;
pero
éste tiene también
otro
defecto tan malo;
que es
miserable en extremo.
De él
me cuentan que es esclavo
de su
plata, y su familia
se
cifra en sólo un mulato.
Hay
cuentos de su miseria
y
avaricia tan extraños
que me
han quitado el deseo
de
casarme. Un hombre avaro
y un
cobarde me festejan.
¡Qué
dos ánimos bizarros
para mi
humor! ¿Yo mujer
de
hombre que vuelva agraviado
tal vez
a casa? ¿Yo esposa
de
quien por ídolo vano
tiene
al oro? ¡No en mis días!
Tan
generoso y gallardo
mi
dueño ha de ser, que sea
un
César y un Alejandro.
Sin
ánimo y sin valor
mal
será el marido amparo
de la
mujer, honra, dueño,
guarda,
defensa, regalo,
vida,
consejo, cabeza,
mitad,
unión, pompa, fausto,
gala,
estimación, lisonja,
alma,
bien, gusto y descanso.
ANA:
¿Valentón le quieres? Di.
LUCRECIA: No le
quiero de ese nombre,
pero el
hombre ha de ser hombre
que
sepa volver por sí.
Porque siendo conveniente,
la vida
se ha de arriesgar
sin
recelo; que el guardar
el
honor es ser valiente.
¿Y
qué importa la riqueza
si no
se goza la vida?
¿Yo he de vivir deslucida?
¿Yo vivir con escaseza
porque juegue mi heredero?
¡Eso
no! No quiero esposo
tan
bárbaro y codicioso
que
idolatre en su dinero.
ANA:
Pues, si algo no disimulas,
no
hallarás hombre perfecto.
¿Quién
no tiene algún defecto?
GÓMEZ: Eso
dicen de las mulas.
LUCRECIA:
Faltas hay, tales que son
llevadas sin pesadumbre:
unas
son de la costumbre
y otras
de la condición.
Y
aquéstas sin aspereza
pueden
llevarse sin duda;
que el
veloz tiempo las muda;
pero si
Naturaleza
las
ha dado, es imposible
que se
enmienden.
GÓMEZ: ¡Bien ha dicho!
ANA: Todo tu
gusto es capricho.
Humor tienes invencible.
De ver que incasable seas,
aun tus crïados se
admiran.
Cosas
hay que si se miran
de lejos parecen feas;
mas, de cerca y conocidas,
son apacibles y hermosas.
De esta suerte hay muchas
cosas
que nos asombran oídas
y
llegando a conocellas,
echamos de ver que son
disfamadas sin razón.
Pequeñas son las estrellas
desde lejos, y diamantes
se nos antojan, o flores,
y dicen que son mayores
que la tierra. Dos amantes
de
mi dote y opinión
me
sirven y yo resisto
de modo
que aun no me han visto
la
cara. Por relación
me
pretenden y pasean,
pero siempre me he tapado
en
viéndolos. Con cuidado
he
andado en que no me vean.
Yo,
Lucrecia, he de casarme,
pues
rica aunque fea nací.
Siendo
señora de mí,
nunca
pienso enamorarme.
Mi
casamiento he de ser
por
concierto y elección.
Hasta
agora estos dos son
mis
amantes, y escoger
quise en ellos y he sabido
una
falta en cada uno
con que
no admito a ninguno.
Así es los he aborrecido.
Un don Juan es uno,
amiga,
que
anda sin aire y así
tan
descuidado de sí
que a
no estimarle me obliga.
¿A
qué mujer de buen gusto
en esta
corte ha agradado
marido
desaliñado?
No lo
puedo ver.
LUCRECIA: Ni es justo.
ANA: Es
el otro un don Fernando
de
Moncada, y he sabido
que es
muy necio y presumido
y que
habla siempre jugando
del
vocablo o por rodeos
y
metáforas, de modo
que es hombre exquisito en todo,
y así
he tenido deseos
de
hablar con él.
LUCRECIA: No lo intentes.
ANA: Mi
Lucrecia, examinemos
la noticia
que tenemos
de
estos cuatro pretendientes.
Hablémosles con cuidado.
Quizá
el necio es encogido,
el
cobarde cuerdo ha sido,
sin
arte el desaliñado,
el avariento
guardoso,
y por
esto los disfaman.
GÓMEZ: Eso
piensan los que llaman
decidor
al mentiroso,
secretario al escribano,
al
ciego, corto de vista,
y
moreno al negro.
ANA: Embista
el
despejo cortesano
a
hacer experiencia fiel
de
éstos que nos han querido.
INÉS:
Siguiéndonos ha venido
don
Fernando, y un papel
me dio.
ANA:
¿Por qué le tomaste?
LUCRECIA: Inés
hizo bien. Veamos
el
papel, pues deseamos
saber a
quién te inclinaste.
Lee
Con
el descrédito de la confianza y
valimento de mi amor, es fuerza que esté
minorada la monarquía de mi libertad, y
supeditada la razón con deseos intrínsicos,
y
superiores al infausto semblante de mi
osadía
en fúnebres desaciertos, pero los
alientos de la esperanza dan vigor al
lucimiento de mis pretensiones si esa
luminosa faz me vaporiza algún favor
atractivo. De Vuestra Merced, y
tan suyo
que no es suyo, porque a ser suyo sin
ese
cuyo,
no supiera con tal cuyo, si era mío
o si
era suyo.
LUCRECIA: ¡Ay,
amiga, mentecato
de
cuatro costados es!
INÉS: Él
vuelve.
ANA: Llámale, Inés.
LUCRECIA: No
conviene a mi recato
que
entre en casa.
GOMÉZ: Yo me obligo
a que
entre sin entender
el
misterio. De un poder
ha de
entrar a ser testigo
y yo
me finjo escribano.
ANA: Ponte
mi manto, que así
ha de
tenerte por mí.
Con el
valor soberano
de
tu ingenio y hermosura,
quiero
que asombro le des.
El por
qué diré después.
Pónese el manto LUCRECIA
Entra a
ser de una escritura
testigo, señor galán,
y
perdone.
Dentro
FERNANDO:
Yo recibo
sumo honor.
GÓMEZ:
(Mientras escribo, Aparte
sepan
si es tonto.)
Sale don FERNANDO
FERNANDO:
El imán
de
esa voz atraerme pudo.
(Rendida a doña Ana dejo.
Aparte
Obrando
va el papelejo,
¡pero
tal es él de agudo!)
LUCRECIA: (¿A
éste caballero llamas? Aparte
Con
razón necia te digo.)
FERNANDO: ¿No
valgo para testigo
de rescriptos? ¿Qué hacen, damas?
LUCRECIA: Para
cosas diferentes
son testigos tan felices.
Escribe
GÓMEZ: Obligo bienes raíces,
los bienes y semi-bienes.
FERNANDO: El
portátil aposento
que los cuadrúpedos tiran
infaustos, seguí, y no giran
relámpagos en el viento
como
esos ojos radiantes
con
quien intervalos tuve
por el
manto, opaca nube
que gusanos sibilantes
labraron, nocturnos velos
del
manto, ausentando vaya
la luz
abscondita, y haya
manifestación de cielos.
Ana,
que puede ser Ana
del tapiz más celestial,
Anajarte, Ana inmortal,
¿eres
Dïana? Di, Ana.
LUCRECIA:
Amiga, ¿en qué me has metido?
Este
necio me marea.
ANA: Da
lugar a que te vea.
GÓMEZ: Y dio
su poder cumplido.
LUCRECIA: He
excusado que me vieses
con
porfía de mujer,
pero
esta vez has de ver
a doña
Ana de Meneses.
Verme y dejarme. No quiero
paseos
ni pretensiones;
ni ha
de causar opiniones
a mi
amor tal caballero.
Seguir mi coche y rondar
continuamente mi puerta
no ha
sido acción en que acierta
quien
sabe tan bien hablar.
FERNANDO:
Rígida, señora, fuisteis,
y ya
benévola estáis.
De
rayos me circundáis
después
que ese cielo abristeis.
Vuestra raridad admiro,
turbida
y fea os mintió
la
fama, y después que yo,
sin
obstáculos os miro,
digo
que sois una dea
y que
están mis pensamientos
difusos
y turbulentos.
¡Feliz
quién os galantea!
¿Con
qué cara he de dejar
de
estar viendo cara a cara
la
hermosura de esa cara
que
cara me ha de costar?
LUCRECIA:
(Respóndole por su estilo.) Aparte
Valor
tan acreditado
estrépita me ha dejado.
Frases
y ambajes afilo
para
exprimir elocuente
valimentos vigorosos,
descréditos noticiosos
que en
la idea y en la mente
alternando melodías
dan
nocturnas invasiones,
infaustas infestaciones
y
graves soberanías.
Y
con esto irse podrá
porque
con esto y sin esto
en esto
estás, y por esto
ésta
seré si se está.
FERNANDO: ¡Oh,
qué lenguaje almicida!
Duplicado me perdí.
ANA: Échale,
Gómez, de aquí;
que
estoy de verle corrida.
Lee
GÓMEZ: Esto
está hecho en la villa Madrid, a
treinta
y cuatro del mes de febrero. Ante
mí, el
presente escribano, y el infrascripto
testigo
a quien doy fe que conozco, pareció
la
señora doña Lucrecia de Castro que es ésta
y
obligando su persona y bienes, habidos y
por
haber, dijo que vendía y vendió una uña
de la
gran bestia, como el señor don Fernando
es
testigo, a la señora doña Ana de Meneses,
que es
ésta; y porque la dicha bestia, no
quitando la presente, no parece de contado,
renunció las leyes de la mancomunidad y dando
su
poder in solidum a cuales quier justicias,
dijo
que decía y cedió la dicha bestia como
esta
escritura nota, y por no saber firmar
rogó a
un testigo que firmase por ella.
Firme,
Vuestra Merced, y váyase; que ya no
hay qué
hacer.
FERNANDO:
Testigo Fénix, ¿no es vano?
¿No
ocurre otro?
GÓMEZ: Cuando es
como
vos, vale por tres.
FERNANDO: No es
estulto el escribano.
Venga el calino ansarino.
Subminstre con primor
etïópico color
a ese
vaso cornerino.
GÓMEZ: (La
pluma y tintero entiendo Aparte
que el
señor Moncada dice).
Sale
don JUAN
JUAN: (Ya me he atrevido. Bien hice. Aparte
El
coche vine siguiendo
y
escuché que a don Fernando
llamaban, ¡oh suerte dura!,
para
hacer una escritura
y aun
él mismo está firmando.
¡Vive Dios! Que se desposan
y las
escrituras hacen.
Todas
mis máquinas yacen.
En vano
mis ansias osan
trepar por el viento. Fue
mi
esperanza vanidad.)
FERNANDO:
Escriturario, tomad
la
péndola. Ya firmé.
Lee
GÓMEZ: Don
Fernando Fernández de Moncada
por naturaleza, y Meneses por
gracia.
FERNANDO: Dos
conceptos son agudos.
Eso es firmar y decir.
GÓMEZ: (Aquí
arriba he de escribir Aparte
que me
debe cien escudos
este
mentecato.)
JUAN: (¿Cuándo Aparte
no
elige mal la mujer?)
LUCRECIA: Aquí no
tenéis qué hacer.
Idos,
señor don Fernando.
FERNANDO:
Quedaros diréis mejor,
pues en
quedar ha qué dar;
que dar
el alma es quedar.
Quedando, quedó el rigor
y quedándome un favor,
quedo
quedando en quedar,
y por
esto ha de decirse:
ir y
quedar y con quedar partirse.
Vase
JUAN:
(Éste es necio con ventura.
Aparte
Ya mi
pecho es un volcán.)
ANA: ¡Ay, amiga, éste es don Juan.
LUCRECIA: Pues,
prosigo mi figura.
JUAN: A
daros la enhorabuena
con
envidia y con cuidado,
señora
doña Ana, he entrado;
aunque
estás en casa ajena.
Si
un simple de vuestro esposo
las
escrituras firmó,
fuerza
fue que muera yo
si no
vengado, envidioso...
LUCRECIA:
Iguales estáis los dos
en lo
que habéis motejado;
que el
otro es desaliñado
en lo
que habla como vos
en
lo que vestís.
JUAN: Ya abona
a un
necio vuestro favor.
Señas son de injusto amor.
LUCRECIA:
Enderezad la valona.
JUAN:
Donde vive Amor, no hay arte;
mas los vuestros son desvelos
para divertir mis celos.
LUCRECIA:
Levantad el talabarte.
JUAN:
Casada estáis. Los recatos
del
manto podéis perder
dejándoos, señora, ver.
LUCRECIA:
Despabilad los zapatos.
JUAN: Si
burláis, burlo también,
y
aunque grosería sea:
quien
tiene fama de fea
no ha
de usar de ese desdén
con
quien haciendo fineza,
no
habiéndoos visto, os adora
porque
conoce y no ignora
vuestra
virtud y nobleza.
LUCRECIA:
Pues, don Juan, para que os vais
enfadado, y me dejéis
y mi
calle no paséis,
quiero
que ya me veáis;
cesen vuestras pretensiones.
Una
nuestra falla sea;
que
también tiene una fea
desaliño en las facciones.
Descúbrese
JUAN:
Hasta aquí no he visto el día;
con
envidia habla la fama.
Ya supe
que el mundo os llama
la fea
por ironía.
En veros me sucedió
con
espanto y sin sosiego
lo que
refieren de un ciego
que ver
el sol deseó.
En
medio una noche fría
vista
cobró, y una estrella
adoró
como a luz bella
pensando que el sol sería.
Salió la luna después,
y
admirado, aquel rabí
dijo a
voces: "Ésta sí
la
hermosura del sol es".
Pero
amaneciendo luego,
como al
sol natural vio,
tanto
su luz le pasmó
que
otra vez se quedó ciego.
LUCRECIA: No
estáis, don Juan, bien aquí;
que
estamos en casa ajena.
Idos luego en hora buena.
JUAN: Obedezco y voy sin mí.
GÓMEZ: Cierto prelado tenía,
señor don Juan, dos crïados
sucios y desaliñados,
y
aunque santo, les decía:
"Enamoraos, puercos".
JUAN: Pues,
y con
eso, ¿qué hay probado?
GÓMEZ: Que no
estáis enamorado.
JUAN: Un
prodigio mi amor es.
Vase
LUCRECIA: ¿De
qué importancia fue, amiga,
esta
invención?
ANA:
Cosa es cierta
que
puede andar descubierta
sin que
ninguno me siga
de
los dos.
LUCRECIA:
Y por librarte
de tus
amantes así,
que me persigna a mí?
ANA: Estos
no han de pasearte.
LUCRECIA:
¿Defiéndeme tú, por Dios,
de los
míos?
ANA:
Sí, lo haré
porque
ya el remedio sé.
ALDONZA: Y en la
calle están los dos.
LUCRECIA:
Excusemos tales bodas.
Ni nos
festejen, ni obliguen.
GÓMEZ: Cuatro
figuras nos siguen;
descartémoslas hoy todas.
Vanse. Salen ALVARADO y don SANCHO
ALVARADO: El Capitán Alvarado
soy, y
de las Indias vine
a que
el duelo determine
nuestro
amoroso cuidado.
Vos,
don Sancho de Mendoza,
a
Lucrecia amáis. No ignoro
vuestra
intención. Yo la adoro
y ninguno favor goza.
Por ser dos, nos estorbamos
el uno al otro, y así
quede
decidido aquí
cuál la
ha de servir. Riñamos.
SANCHO: Si apacible no la vemos,
necedad
se ha de decir,
que
vengamos a reñir
por
cosa que no tenemos.
Ni
yo favores recibo
ni vos,
y si sucediere
que el
que más le agrada muere,
¿cómo
ha de quedar el vivo?
Aborrecido. Y es justo.
No riñemos a sus ojos
ni le causemos enojos.
Muriendo el que es de su gusto,
¿qué
puede ser?
ALVARADO: Pues, no os halle
más
aquí mi competencia
o no
escuséis la pendencia.
SANCHO: ¿Y es
fineza que en su calle
riñan dos enamorados?
Locura
será, no brío.
ALVARADO: Pues,
al campo.
SANCHO:
¿Desafío
y morir
descomulgado?
Pienso, señor Capitán,
que
hacemos mal.
ALVARADO:
Pues, ¿qué medio
ha de
dar corte y remedio
a que
su amante y galán
sea
uno solo? ¿No es llano
que ha
de decirlo la espada?
¿Para
cuándo está guardada?
SANCHO:
(Apretante es el indiano.)
Aparte
Reportaos, señor, por Dios.
Cuerdo soy y así
resisto.
¿Dónde
a Lucrecia habéis visto?
ALVARADO: En el
Prado como vos.
SANCHO: Yo
vi en casos semejantes
que
suelen ir a la dama
y ella declara a quién ama
dando
paz a los amantes.
ALVARADO: A
las comunes mujeres
se va
con demandas tales,
no a mujeres principales.
SANCHO: (¡Oh, qué colérico eres!) Aparte
A mí, señor, se me
ofrece
para
entrar allá ocasión,
y en
nuestra conversación
se verá
a quién favorece.
ALVARADO:
(Éste es cobarde y hacerle Aparte
algún
donaire podré
que
descrédito le dé.)
SANCHO: (Éste
es mísero. Ponerle Aparte
en
ocasión de gastar
será
descubrir su falta.)
ALVARADO: Si
habemos de entrar, ¿qué falta?
Llegad,
don Sancho a llamar.
Sale GÓMEZ
SANCHO:
Señor Gómez, mi señora
doña
Lucrecia, ¿está en casa?
GÓMEZ: ¡Ay, no
sepa lo que pasa;
que me
engañó la traidora
de
Aldonza. A un ardiente rayo
mi
señora hará molerme
si sabe
que mientras duerme
las
mañanicas de mayo
vamos al Prado.
SANCHO: No entiendo.
Sale ALDONZA
ALDONZA: ¿Qué es
eso, Gómez?
GÓMEZ: Tus cosas
atrevidas y engañosas;
que ya se van
descubriendo.
ALDONZA: ¡Señor, don Sancho! ¡Señor
Capitán! ¡Por Dios, les ruego
que pues burla ha sido y
juego
y son hombres de valor,
no descubran lo que
pasa.
ALVARADO: Esto,
¿qué misterio tiene?
Sale ANA
ANA: ¡Hola!
GÓMEZ:
Mi señora viene.
Ella
nos echa de casa.
ANA:
Caballeros, ¿qué mandáis?
ALVARADO: A la
señora Lucrecia
buscamos.
ANA:
¿No avisáis, necia?
Hablando con ella estáis.
SANCHO: Doña
Lucrecia de Castro
decimos.
ANA:
La misma soy.
ALDONZA: Ellos
dos sacaron hoy
nuestro
embuste por el rastro.
ANA: A los dos confusos miro
y a los dos turbados veo.
Saber la causa deseo.
Ea, de
nada me admiro.
Decid la verdad.
GÓMEZ: Señora,
nuestra
culpa fue pequeña.
Mari-Ramírez la dueña
es, a veces, embaidora.
Estas mañanas de abril
salimos mientras
dormías
hacia
el Prado algunos días
y ella
en vez de su monjil
vestidos tuyos se puso;
que
eras tú misma fingimos,
los dos sirviéndola fuimos
porque
dijo que es ya uso
que
haya abrilas como mayas.
Viéronla estos dos soldados
y andan
medio enamorados
de
Mari-Ramírez. No hayas
pesadumbre.
ANA:
Caballeros,
si a mí
os venís a quejar
de este
engaño, castigar
sabré
en mi casa embusteros
sin
que disculpa les valga;
que
esto en ella no se enseña.
¡Hola!
INÉS:
¿Señora?
ANA:
A esa dueña.
INÉS: Señora
Ramírez, salga.
Sale LUCRECIA de dueña
LUCRECIA: ¿Fue
buey de hurto salir
de máscara
al Prado un día?
¿Tanta
fue la alevosía
que he
cometido en fingir
que
era mi señora yo
para
que a quejarse vengan
dos
barbados y que tengan
a injuria
que los burló
una
pobreta mujer?
ANA: La
ofendida soy, no ellos.
Yo os
cortaré los cabellos;
y esas tocas, que han de ser
honra de mi estrado,
ya
no
serán vuestras. Inés
las
traerá; que cuerda es,
o
Aldonza se las pondrá.
Perdonad, y yo, en buena hora,
ya mi
enojo la corrige.
GÓMEZ:
¿Ramírez, no se lo dije?
ALVARADO: ¡Más
belleza tiene agora!
¡Vive Dios! ¡Que tiene así
tan
celestial hermosura!
¡Que le
faltase ventura
a tal
ángel! Al sol vi
cuando en círculos se mueve
cercando sus luces francas
piélagos de nubes blancas
que están preñadas de nieve.
Más beldad, más gallardía
con las tocas tiene;
tanto
que
cuando del negro manto
de la
noche sale el día,
y
entre dos nevadas rocas
descubre el sol su hermosura,
es una
sombra y pintura
de este
manto y de estas tocas.
SANCHO: Mi
inclinación es mayor;
mas, ¿qué importa que nobleza
le
falta, si es la belleza
objeto del amor?
Cisne de cándidas plumas
entre sombras ha
salido,
clavel
de grana ha traído
sobre
cristales y espumas.
Manto y tocas son de suerte
que en
ellos ve el alma mía,
concha
y perla, noche y día,
nubes y sol, vida y muerte.
ANA: Pues, ya estáis desengañados,
gentiles hombres. No os
halle
otra
vez en esta calle
con
pretensión y cuidados.
SANCHO:
¡Válgate el cielo por dueña!
Junto a
Lucrecia pareces
que
eres alba que amaneces;
mas,
¡ay, que Amor te despeña!
Señora capitán, yo quiero
hablar
a solas, lugar
si
mandáis, me podéis dar.
ALVARADO: Eso
imagino, primero.
Que
os vais me importa. No dudo
que lo
hará tal cortesano.
SANCHO:
(¡Válgate Dios por indiano
Aparte
pertinaz y cabezudo!)
Con
gracia fuimos burlados
de esta
crïada yo y vos.
Dotémosla
entre los dos.
Yo la
mando mil escudos.
ALVARADO:
(¡Qué extraña proporción!
Aparte
Loco
este hombre debe ser
o no ha
llegado a saber
lo que
mil escudos son.)
Con dádivas no obligamos
a
mujeres principales.
SANCHO: Fineza
es ser liberales.
ALVARADO: Mejor
será que riñamos.
SANCHO: ¿Qué
provecho o qué valor
se le
sigue del reñir?
ALVARADO: Verá el
acero lucir.
SANCHO: Darémosle y es mejor.
ALVARADO:
Animo y cólera ardiente
en amor
del hombre inflaman.
SANCHO: También
magnánimo llaman
al que
da, como al valiente.
ALVARADO:
Marte no ha tenido igual.
SANCHO: Júpiter
oro ha llovido.
ALVARO:
Valiente César ha sido.
SANCHO: Y
Alejandro liberal.
ALVARADO: ¿Qué
no pudieron amagos?
SANCHO: ¿Qué no penetraron joyas?
ALVARADO:
Valientes abrasan Troyas.
SANCHO:
Pródigos vencen Cartagos.
ALVARADO:
Franco es un prado y un valle.
SANCHO: Invencibles son las peñas.
En medio
GÓMEZ: Dádivas
quebrantan dueñas,
dice el
refrán.
LUCRECIA:
Gómez, calle.
ALVARADO:
Dadme, señora, licencia
de no
sufrir demasías.
Saca la espada
SANCHO: Necio
estuve; las porfías
siempre
paran en pendencia.
Señor capitán, con vos
no hay
enojo que me cuadre,
y por
vida de mi madre
que
habemos de ser los dos
amigos. Quedaos a solas.
LUCRECIA: (¡Ay,
amiga, ¿madre tiene?) Aparte
SANCHO: (¡Mal haya aquél que se viene Aparte
sin un
jaco y dos pistolas.)
Vase SANCHO
ALVARADO:
Señora doña Lucrecia,
mi
grande amor os suplica
que
atendáis a una razón
que el
aliento y él me dicta.
Atrevíme al oceano;
fui a
las antárcticas Indias,
tumbas
del sol; que por eso
en ellas tiene escondidas
sus riquezas. Truje algunas
que la
industria y la fatiga
me
dieron, por no decir
la
tierra, el mar y la dicha.
Si
agora al tomar estado,
elijo
mujer altiva
de
pensamientos, por noble,
de sangre
ilustre y antigua,
claro
está que ha de querer
gran
fausto, mucha familia,
coche,
plata, estrado, dueñas,
pajes,
grande casa y silla,
y, en tiempos tan apretados,
es forzoso la rüina
de mi
hacienda, y así quiero
mujer
humilde y sencilla,
casera,
y que se contente
con
modesta pasadía
sin
altiveces soberbias.
Mari-Ramírez es digna
de
gobernarme mi hacienda.
Ya yo
sé que es mujer limpia
y
honrada; que eso le basta
para
madre de familias.
LUCRECIA: (¡Malos
años! Aun no pudo
disimular su avaricia.)
ANA: Con
ella debe tratarse.
Yo
quedo bien advertida.
ALVARADO: Pues,
Gómez tome a su cargo
disponerlo. Si acredita
mi
pretensión, yo le mando
unas
gentiles albricias.
GÓMEZ: ¿Y no
hay algo de contado?
¿Por
qué esperara al Mesías
quien
futura sucesión
de nada
quiere en su vida?
ALVARADO: No
faltará algún socorro
y en
buen moneda.
Saca una bolsilla con muchos nudos
GÓMEZ:
Obliga
tan
generoso animazo
a que
el mundo se le rinda.
(¡Oh,
que enana que es la bolsa! Aparte
Doscientos nudos le quita.
Ya no espero verla abierta.
Bien la
bolsa significa
la
miseria de su dueño.
¡Ya
sale el preso!)
ALVARADO: Reciba,
buen
Gómez, este real
y en
plata; mas por su vida
que no
lo trueque sin premio.
GÓMEZ: Los
años del Fénix viva
tan liberal Alejandro.
¿Eres Príncipe? ¿Eres Midas?
¿Eres el gran Tamorlán?
ALVARADO: ¡Qué
beldad tan peregrina!
Vase ALVARADO
GÓMEZ: Gracias
a Dios; que ya hay una
dueña
en la corte bien quista.
LUCRECIA: ¿Qué te
ha dado?
GÓMEZ:
Este real
pechelí...
LUCRECIA:
Doña Ana, amiga.
Doña
Ana, al arma desde hoy
contra
esta fiera cuadrilla
de
amantes tan imperfectos.
No te
festejen ni sigan
un
necio, un desaseado,
ni a mí
un cobarde me sirva
ni un
avariento me quiera
porque
es injuria y desdicha.
Vanse todos
FIN DEL ACTO PRIMERO