IntraText Índice | Palabras: Alfabética - Frecuencia - Inverso - Longitud - Estadísticas | Ayuda | Biblioteca IntraText |
I | «» |
Link to concordances are always highlighted on mouse hover
¡Qué glorioso, y qué penoso
es ser en este mundo un mirlo1 excepcional! No soy un pájaro fabuloso,
el señor Buffon me ha descrito. Pero,
desgraciadamente, soy raro y muy difícil de encontrar. ¡Ojalá
fuera completamente imposible de encontrar!
Mi padre y mi madre eran dos buenos individuos que vivían, desde hacía años, al
fondo de un viejo jardín aislado del Marais. Era una pareja ejemplar.
Mientras mi madre, instalada en un tupido arbusto, ponía regularmente tres
veces al año y incubaba somnolienta con un fervor
patriarcal, mi padre, aún muy limpio y petulante pese a su edad, picoteaba
alrededor de ella, le traía hermosos insectos que atrapaba delicadamente por el
extremo de la cola para no inspirarle repugnancia a su mujer y, al anochecer,
si hacía buen tiempo, no dejaba jamás de obsequiarla con una canción que
alegraba a todo el vecindario. Jamás una querella, jamás el
menor nubarrón turbó aquella plácida unión.
Apenas vine al mundo, y por primera vez en su vida, mi padre empezó a
manifestar mal humor. Aunque yo no fuera aún sino de
un gris sospechoso, no reconocía en mí ni el color, ni el aspecto de su
numerosa prole.
-¡Qué sucio es este hijo! - decía a veces mirándome de través -; se diría que
este chiquillo va a revolcarse en todos los yesones y en todos los montones de
barro que se encuentra, para estar siempre tan feo y enfangado.
-¡Eh, Dios mío! - contestaba mi madre siempre hecha una bola en una vieja
escudilla de la que había hecho su nido - ¿no ve, amigo mío, que es propio de
su edad? Usted mismo, ¿no fue un encantador granuja?
Deje que nuestro mirlito crezca, y ya verá como será hermoso; es uno de los mejores que he puesto.
Pese a encargarse de mi defensa, mi madre no se engañaba; veía crecer mi fatal
plumaje, que le parecía una monstruosidad; pero hacía lo que todas las madres
que se aferran con frecuencia a sus hijos, por el hecho de ser maltratados por la Naturaleza, como si
fuera culpa suya, o como si rechazaran por anticipado la injusticia de la
suerte que recaerá sobre ellos.
Cuando llegó el momento de mi primera muda, mi padre se fue poniendo pensativo
y me miraba atentamente. Mientras que mis plumas fueron cayendo, aún me trató
con bastante bondad e incluso me dio de comer al verme tiritar casi desnudo en
un rincón; pero tan pronto como mis alas ateridas empezaron a cubrirse de
plumón, a cada pluma que veía nacer, entraba en un estado de ira tal que temí
que me desplumara para el resto de mis días. Desgraciadamente, yo no tenía espejo; ignoraba la causa de aquel furor, y me
preguntaba por qué el mejor de los padres se mostraba tan inhumano conmigo.
Un día en que un rayo de sol y mi plumaje incipiente me habían alegrado el
corazón - pese a mí mismo -, para mi desgracia, me puse a cantar cuando
revoloteaba por una alameda. A la primera nota que escuchó, mi padre saltó en
el aire como un cohete.
-¿Qué estoy oyendo? –exclamó - ¿así es como canta un mirlo? ¿así canto yo? ¿eso
es cantar?
Y, dejándose caer cerca de mi madre, dijo con el más terrible aplomo:
-¡Desgraciada! ¿quién ha puesto en tu nido?
Al oír estas palabras, mi madre indignada se arrojó de su escudilla, no sin
hacerse daño en una pata; quiso hablar, pero los sollozos la ahogaban y cayó al
suelo casi desmayada. La ví a punto de expirar y, asustado y temblando de
miedo, me arrojé a las rodillas de mi padre.
-¡Oh, padre mío! - le dije - si canto desafinado y si estoy mal vestido, que mi
madre no sea castigada por ello. ¿Es culpa suya si la Naturaleza me ha negado
una voz como la de usted? ¿Es culpa suya si no tengo el mismo hermoso pico
amarillo que usted, y su hermoso traje negro a la francesa, que le dan el
aspecto de un fabriquero comiéndose una tortilla? Si
el Cielo ha hecho de mí un monstruo, y si alguien debe pagar por ello, ¡que al
menos yo sea el único desdichado!
-No se trata de eso - dijo mi padre -; ¿qué significa la forma absurda con la
que acabas de permitirte cantar? ¿quién te ha enseñado a cantar así, en contra de todas
las costumbres y todas las reglas?
-¡Ah! señor, - contesté humildemente - he
cantado como he podido, me sentía alegre porque hace un buen día, pero tal vez
haya comido demasiadas moscas.
-¡En mi familia no se canta así! - prosiguió mi padre fuera de sí -. Hace
siglos que cantamos de padres a hijos y, cuando dejo oír mi voz durante la
noche, entérate bien, hay en el primer piso un anciano señor y en la buhardilla
una joven obrera que abren sus ventanas para escucharme cantar. ¿No basta con
tener ante mis ojos el horrible color de tus absurdas plumas que te hacen
parecer enharinado como un payaso de feria? Si yo no fuera el más pacífico de
los mirlos, ya te habría dejado desnudo cien veces, ni más ni menos que un
pollo de corral listo para ser espetado.
-¡Pues bien! - exclamé sublevado por la injusticia de
mi padre -. Así son las cosas, señor, ¡que no quede por eso!, desapareceré de
su presencia, libraré sus ojos de esta desgraciada cola blanca, de la que me
tira a lo largo de todo el día. Me iré, señor, huiré; otros muchos hijos
consolarán su vejez, dado que mi madre pone tres veces al año; me iré lejos de
usted a ocultar mi miseria y tal vez - añadí sollozando - tal vez encuentre en
el huerto del vecino o sobre los canalones algunas lombrices o algunas arañas
para nutrir mi triste existencia.
-¡Como gustes! - contestó mi padre lejos de
enternecerse por mi discurso -; ¡que no te vea más! Tú no eres mi hijo; tú no
eres un mirlo.
-¿Y entonces qué soy, señor, dígame?
-No lo sé, pero desde luego tú no eres un mirlo.
Tras estas aterradoras palabras, mi padre se alejó a paso lento. Mi madre se
levantó tristemente y, cojeando, fue a acabar de llorar dentro de su escudilla.
Por lo que a mí respecta, confundido y desolado, emprendí vuelo lo mejor que
pude, y como lo había anunciado, fui a colocarme sobre el canalón de una casa
próxima.
«» |