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Mi padre tuvo la crueldad de dejarme
durante muchos días en aquella mortificante situación. Pero pese a su violencia, tenía buen corazón, y por
las miradas indirectas que me echaba, yo veía claramente que le habría gustado
perdonarme y llamarme; mi madre, sobre todo, levantaba hacia mí sin cesar unos
ojos llenos de ternura y, a veces, incluso se arriesgaba a llamarme con un
gritito lastimero; pero mi horrible plumaje blanco les inspiraba, a su pesar,
una repugnancia y un espanto para los que - lo vi claro - no había remedio.
-¡Yo no soy un mirlo! - me repetía -; y, efectivamente, cuando me espulgaba por
la mañana y me miraba en el agua del canalón, no veía
sino demasiado claro hasta qué punto me diferenciaba de mi familia. ¡Oh, cielo!
- repetía también - ¡díme pues qué es lo que soy!
Cierta noche que llovía a mares, iba a dormirme extenuado de hambre y pena, cuando
vi posarse cerca de mí un pájaro más mojado, más pálido y más delgado de lo que
yo creía posible. Era más o menos de mi color, por lo que pude juzgar a través
de la lluvia que nos inundaba; apenas tenía sobre el cuerpo plumas suficientes
como para vestir un gorrión, y era más grueso que yo. En un primer momento me
pareció un pájaro pobre y necesitado; pero, pese a la tormenta que maltrataba
su frente casi rapada, conservaba una expresión de altivez que me encantó. Le
hice, modestamente, una gran reverencia, a la que respondió con un picotazo que
estuvo a punto de tirarme del canalón. Al ver que me rascaba una oreja y me
retiraba compungido sin tratar de responderle en su mismo lenguaje:
-¿Quién eres? - me preguntó con una voz tan ronca como calvo era su cráneo.
-¡Ah!, señor, - contesté temiendo una segunda estocada - no sé. Creía ser un
mirlo pero me han convencido de que no lo soy.
La singularidad de mi respuesta y mi expresión de sinceridad le interesaron. Se
acercó a mí e hizo que le contara mi historia, lo que hice con toda la tristeza
y toda la humildad adecuadas a mi posición y al horrible tiempo que hacía.
-Si fueras un palomo mensajero como yo - me dijo después de haberme escuchado -
las simplezas que tanto te afligen no te inquietarían ni un segundo. Nosotros
viajamos, ésa es nuestra vida, y tenemos amores, pero yo no sé quién es mi
padre. Hender el aire, atravesar el espacio, ver a nuestros pies los montes y
las llanuras, respirar el aire mismo de los cielos, y no las exhalaciones de la
tierra, correr como una flecha hacia un objetivo marcado que no se nos escapa
jamás, ése es nuestro placer y nuestra existencia. Hago más trayecto en un día
que un hombre puede hacer en diez.
-Bajo palabra, señor - le dije algo envalentonado - usted es un pájaro bohemio.
-Ésa es otra de las cosas de las que no me preocupo en
absoluto - contestó -. Yo no tengo país; sólo conozco tres cosas: los viajes,
mi mujer y mis hijos. Donde está mi mujer está mi patria.
-Pero, ¿qué es lo que lleva colgado al cuello? Parece un viejo papillote
arrugado.
-Son papeles importantes, - contestó pavoneándose -;
voy a Bruselas, y le llevo al célebre banquero *** una noticia que va a hacer
bajar la renta un franco con setenta y ocho céntimos.
-¡Dios Santo! - exclamé - ¡qué hermosa existencia la suya! y Bruselas debe ser
una ciudad digna de ver, estoy seguro. ¿No podría llevarme con usted? Puesto
que no soy un mirlo, tal vez sea un pichón.
-Si lo fueres - me contestó - me habrías devuelto el picotazo que te di hace un
rato.
-Pues bien, señor, se lo devolveré; no discutamos por tan poca cosa. He aquí
que la mañana surge y la tormenta se calma. Por favor, ¡permítame acompañarlo!
Estoy perdido; no tengo a nadie en el mundo; si me rechaza no me queda más que
ahogarme en este canalón.
-Está bien, ¡en marcha!, sígueme si puedes.
Lancé la última mirada hacia el jardín en el que dormía mi madre. Una lágrima
brotó de mis ojos; el viento y la lluvia se la llevaron. Abrí mis alas y
partí.