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Al haber quedado solo y frustrado, no tenía nada mejor
que hacer que aprovechar el resto del día y volar de un tirón hacia París.
Desafortunadamente, no conocía el camino. Mi viaje con el palomo mensajero
había sido demasiado poco agradable como para haberme dejado un recuerdo
exacto; de tal manera que, en lugar de ir directamente, giré a la izquierda en
el Bourget y, sorprendido por la noche, me vi obligado a buscar cobijo en los
bosques de Mortefontaine.
Todo el mundo estaba acostándose cuando llegué. Las urracas y los grajos que,
como ya es sabido, son los peores compañeros de cama de la tierra, andaban a la
greña por todas partes. En los arbustos piaban los gorriones, pisándose unos a
otros. Al borde del agua marchaban
gravemente dos garzas reales, subidas sobre sus largos zancos, en actitud
meditativa, como los Georges Dandin del lugar, esperando pacientemente a sus
mujeres. Enormes cuervos, ya medio dormidos, se posaban pesadamente en la cima
de los árboles más altos, y gangueaban sus oraciones de la noche. Más abajo,
los paros enamorados se perseguían aún en los sotos, mientras que un pájaro
carpintero despeluznado empujaba a su pareja por detrás para hacerle entrar en
un hueco de un árbol. Falanges de gorrioncillos llegaban de los campos danzando
en el aire como bocanadas de humo, y se precipitaban sobre un arbolillo que
cubrían por completo; pinzones, currucas y pardillos se agrupaban ligeramente
sobre las ramas recortadas, como cristales sobre un candelero de muchos brazos.
Por todas partes resonaban voces que decían netamente: - ¡Vamos, esposa mía! -
¡Vamos, hija mía! - ¡Venga, hermosa mía! - ¡Por aquí, amiga mía! - ¡Aquí estoy,
querido! - ¡Buenas noches, mi amor! - ¡Adiós, amigos míos! - ¡Duerman bien,
hijos míos!
¡Qué situación para un soltero, pernoctar en semejante posada! Tuve la
tentación de unirme a unos cuantos pájaros de mi tamaño y pedirles alojamiento.
De noche - pensaba - todos los pájaros son grises; y, además, ¿es dañar a la
gente dormir cortésmente a su lado?
Me dirigí en un primer momento hacia un azarbe donde se reunían los estorninos.
Realizaban su aseo nocturno con un cuidado particular, y observé que la mayoría
de ellos tenían las alas doradas y las patas acharoladas: eran los dandy del
bosque. Eran bastante buenos chicos y no me honraron con la menor atención.
Pero su conversación era tan vacía, se contaban con tanta fatuidad sus idas y
venidas y su buena suerte, se frotaban tanto unos a otros, que me fue imposible
aguantar allí.
En ese mismo instante, oí que me llamaban: eran hembras de zorzales que desde
lo alto de un serbal me hacían señas para que fuera con ellas. He aquí por fin
unas buenas almas - pensé -. Me hicieron sitio riendo como locas y yo me
introduje en el grupo emplumado tan rápido como una carta de amor en un manguito.
Pero no tardé en percatarme de que aquellas señoras habían comido más uvas de
lo aconsejable; apenas se tenían sobre las ramas y sus bromas de mala compañía,
sus carcajadas y sus canciones obscenas me obligaron a alejarme.
Estaba empezando a desesperarme e iba a dormirme en un lugar solitario, cuando
un ruiseñor se puso a cantar. Todo el mundo guardó silencio de inmediato ¡Ah!
¡Qué pura era su voz! ¡qué dulce parecía hasta su melancolía! Lejos de
perturbar el sueño de los demás, sus acordes parecían acunarlo. Nadie pensaba
en mandarlo callar, nadie encontraba mal que entonara su canción a semejante
hora; su padre no le pegaba, sus amigos no huían.
-¡Sólo a mí me está prohibido pues ser feliz! - exclamé -. ¡Marchémonos,
huyamos de este mundo cruel! Más me vale buscar mi camino en la oscuridad, aún
con el riesgo de ser tragado por algún búho, que dejarme desgarrar así por el
espectáculo de la felicidad de los demás.
Con este pensamiento, me puse de nuevo en camino y deambulé bastante tiempo al
azar. Con las primeras luces del día, divisé las torres de Notre-Dame. En un
abrir y cerrar de ojos llegué hasta ellas, y no tuve que pasear mucho tiempo mi
mirada antes de encontrar nuestro jardín. Volé hacia él más rápido que un
relámpago... Desgraciadamente, estaba vacío... En vano llamé a mis padres:
nadie me contestó. El árbol en el que se posaba mi padre, el matorral materno,
la escudilla querida, todo había desaparecido. El hacha lo había destruido
todo, y en lugar de la avenida verde en la que yo había nacido, no quedaba ya
más que un montón de leños.