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Busqué en un primer
momento a mis padres por todos los jardines de los alrededores, pero fue en
vano; sin duda se habían refugiado en algún barrio alejado, y no pude jamás
tener noticias suyas.
Imbuido de una horrible tristeza, fui a
posarme en el canalón al que la ira de mi padre me había exiliado en un primer
momento. Allí pasaba los días y las noches lamentando mi triste existencia. Ya
no dormía, apenas comía, y estaba a punto de morir de dolor.
Un día que me lamentaba como de costumbre, me decía en voz alta:
-Así pues, yo no soy un mirlo puesto que mi padre me desplumaba; ni un palomo
mensajero pues caí en el camino cuando quise ir a Bélgica; ni una urraca rusa,
puesto que la pequeña marquesa se tapó los oídos tan pronto como abrí el pico;
ni una tórtola, puesto que Gourouli, la buena de Gourouli, roncaba como un
monje cuando yo cantaba; ni un loro, puesto que Kacatogan no se dignó
escucharme; ni un pájaro cualquiera, en fin, puesto que en Mortefontaine me
dejaron dormir solo. Y, sin embargo, tengo plumas, tengo patas, tengo alas. No
soy ningún monstruo y la prueba es que Gourouli e incluso la pequeña marquesa
me encontraban bastante de su agrado. ¿Por qué misterio inexplicable estas plumas,
estas alas, estas patas no sabrían formar un conjunto al que se le pudiera dar
un nombre? ¿No seré por casualidad...?
Iba a continuar mis lamentos, cuando fui interrumpido por dos porteras que
discutían en la calle.
-¡Ah, pardiez! - dijo una a la otra - si lo consigues, te regalaré un mirlo
blanco.
-¡Dios Santo! - exclamé - ése es mi asunto. ¡Oh, Providencia!, soy hijo de un
mirlo y soy blanco, luego ¡soy un mirlo blanco!
Este descubrimiento - tengo que confesarlo - modificó mucho mis esquemas. En
lugar de seguir quejándome, empecé a pavonearme y a caminar orgullosamente a lo
largo del canalón, mirando el espacio con expresión victoriosa.
-Ser un mirlo blanco - me dije - no es cualquier cosa, no es poco de pavo. Era
demasiado tonto al afligirme por no encontrar a alguien semejante a mí, ¡ése es
el destino del genio, es mi destino! Quería huir del mundo, pero ahora quiero
sorprenderlo. Puesto que soy el pájaro sin igual cuya existencia niega el
vulgo, debo, pretendo comportarme como tal, ni más ni menos que un fénix, y
despreciar al resto de volátiles. Tengo que comprarme las Memorias de
Alfieri y los poemas de Byron; este alimento substancioso me inspirará un noble
orgullo, sin contar con el que Dios me ha dado. Sí, quiero incrementar, si es
posible, el prestigio de mi cuna. La Naturaleza me ha hecho raro y yo me haré
misterioso. Verme será un favor, una gloria. Y, después de todo - añadí en voz
baja - ¿y si me exhibiera tranquilamente por dinero?
-¡Quita allá! ¡qué indigno pensamiento! Quiero escribir un poema como
Kacatogan, pero no en un canto, sino en veinticuatro, como todos los grandes
hombres; ¡no, no es suficiente, tendrá cuarenta y ocho, con notas y un
apéndice! Es necesario que el universo sepa que existo. En mis versos, no
dejaré de lamentar mi aislamiento, pero será de tal forma, que los más felices
me envidiarán. Puesto que el cielo me ha negado una hembra, diré calumnias de
las de los demás. Demostraré que todo está demasiado verde, salvo las uvas que
como yo. Los ruiseñores no tienen más que comportarse bien, yo demostraré, como
que dos y dos son cuatro, que sus endechas producen malestar y que su mercancía
no vale nada. Es necesario que vaya a visitar a Charpentier. Quiero crearme
desde el principio una poderosa posición literaria.
Deseo tener a mi alrededor una corte compuesta no sólo de periodistas, sino
también de autores verdaderos e incluso de mujeres de letras. Escribiré un
papel para la señorita Rachel y, si se niega a interpretarlo, publicaré a son
de trompeta que su talento es muy inferior al de una vieja actriz de
provincias. Iré a Venecia y alquilaré, a orillas del gran canal y en medio de
aquella ciudad de ensueño, el bello palacio Mocenigo, que cuesta cuatro libras
y diez sous al día; allí, me inspiraré en todos los recuerdos que el autor de
Lara debe haber dejado allí. Desde el fondo de mi soledad, inundaré el mundo
con un diluvio de rimas alternas, calcadas de una estrofa de Spencer, en las
que aliviaré mi gran alma; haré suspirar a todas las tórtolas, deshacerse en
lágrimas a todas las abubillas y gritar a todas las viejas lechuzas. Pero, por
lo que respecta a mi persona, me mostraré inexorable e inaccesible al amor. En
vano me presionarán y me suplicarán que tenga piedad de las desdichadas
seducidas por mis sublimes cantos; a todo ello contestaré: ¡Maldito sea! ¡Oh,
exceso de gloria! mis manuscritos se venderán a peso de oro, mis libros
cruzarán los mares; la fama, la fortuna, me seguirán por doquier; pero, solo,
pareceré indiferente a los murmullos del gentío que me rodeará. En una palabra:
seré un perfecto mirlo blanco, un auténtico escritor excéntrico, festejado,
mimado, admirado, envidiado, pero completamente gruñón e insoportable.