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No necesité más de seis semanas para poner a punto mi
primera obra. Como me lo había prometido, era un poema en cuarenta y ocho
cantos. Podían encontrarse en él algunas negligencias como consecuencia de la
prodigiosa fecundidad con la que lo había escrito, pero pensé que el público
actual, acostumbrado a la bella literatura que se imprime en la parte inferior
de los periódicos, no me haría reproches.
Obtuvo un éxito digno de mí, es decir, sin par. El tema de mi obra no era otro
que yo mismo: en eso me acomodaba a la moda de nuestros tiempos. Contaba mis
sufrimientos pasados con una encantadora fatuidad; ponía al corriente al lector
de mil detalles domésticos del más excitante interés; la descripción de la
escudilla de mi madre no ocupaba menos de catorce cantos, pues había contado
las ranuras, los agujeros, las abolladuras, las astillas, las púas, los clavos,
las manchas, los matices diversos, los reflejos; mostraba el interior, el
exterior, los bordes, el fondo, los laterales, los planos inclinados, los
planos rectos; pasando al contenido, había estudiado las briznas de hierba, las
pajas, las hojas secas, los pequeños trozos de madera, los cascotes, las gotas
de agua, los despojos de moscas, las patas rotas de abejorros que allí se
encontraban: era una encantadora descripción. Pero no piensen que la imprimí de
un tirón; hay lectores impertinentes que se la habrían saltado. La había
dividido hábilmente en fragmentos y la había entremezclado con el relato, con
el fin de que no se desperdiciara nada; de tal manera que en el momento más
interesante y dramático aparecían de repente quince páginas de escudilla. He
aquí, en mi opinión, uno de los grandes secretos del arte y, como no soy
avaricioso, permito que lo aproveche el que quiera.
Europa entera se sintió emocionada cuando apareció mi libro, y devoró las
revelaciones íntimas que me había dignado comunicarle. ¿Cómo podía haber sido
de otra forma? No sólo enumeraba todos los acontecimientos relacionados con mi
persona, sino que además ofrecía al público un cuadro completo de todas las
ensoñaciones que se me habían pasado por la cabeza desde la edad de dos meses;
incluso había intercalado en el lugar más hermoso una oda que compuse cuando
aún me encontraba en el huevo. Queda claro, por supuesto, que no olvidaba
tratar, de paso, el gran tema que tanto preocupa al mundo, es decir, el futuro
de la humanidad. Este problema me había parecido interesante; en un momento de
ocio esbocé una solución que fue considerada satisfactoria.
Me enviaban a diario cumplidos en verso, cartas de felicitación y declaraciones
de amor anónimas. Por lo que respecta a las visitas, seguía estrictamente el
plan que me había trazado; mi puerta estaba cerrada para todo el mundo. No
pude, no obstante, librarme de recibir a dos extranjeros que se habían
anunciado como parientes míos. Uno era un mirlo de Senegal y el otro un mirlo
de China.
-¡Ah! señor, - me dijeron mientras me abrazaban hasta asfixiarme -, ¡qué gran
mirlo es usted! ¡qué bien ha descrito en su poema inmortal el profundo
sufrimiento del genio no reconocido! Si no fuéramos ya todo lo incomprendidos
que es posible, lo llegaríamos a ser después de haberlo leído a usted. ¡Hasta
qué punto simpatizamos con su dolor, con su sublime desprecio de lo vulgar!
¡Nosotros también, señor, conocemos en carne propia las penas secretas que
usted ha cantado! Aquí tiene dos sonetos que hemos escrito y que rogamos
acepte.
-Aquí tiene además - añadió el chino - la música que mi esposa ha compuesto
sobre un pasaje de su prefacio. Expresa maravillosamente la intención del
autor.
-Señores, - les dije - por lo que puedo juzgar, ustedes me parecen dotados de
un gran corazón y de un espíritu lleno de luces. Pero perdonen que les haga una
pregunta: ¿De dónde procede su melancolía?
-¡Ah, señor! - respondió el habitante de Senegal - mire cómo estoy hecho. Mi
plumaje, es verdad, es agradable a la vista y estoy cubierto del bello verde
que se ve brillar en los patos, pero mi pico es demasiado corto y mi pie
demasiado grande; y ¡mire qué cola tengo! la longitud de mi cuerpo no alcanza
los dos tercios de ella. ¿No es esto motivo para sentirse endemoniado?
-Y yo, señor - dijo el chino - mi infortunio es aún más doloroso. La cola de mi
colega barre las calles, pero a mí me señalan los pilluelos con el dedo porque
no tengo.
-Señores - contesté - les compadezco de todo corazón; es siempre fastidioso
tener demasiado, o demasiado poco de lo que sea. Pero permítanme decirles que
en el Jardín de Plantas hay muchos individuos que se les parecen y que
permanecen allí desde hace mucho tiempo, apaciblemente disecados. De la misma
forma que no basta a una mujer de letras ser desvergonzada para hacer un buen
libro, tan poco basta para un mirlo estar descontento para ser genial. Yo soy
único en mi especie y me aflijo por ello; tal vez esté en un error, pero es mi
derecho. Yo soy blanco, señores; conviértanse en blancos y ya veremos qué saben
decir.