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IX | «» |
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Tras lo cual me eché a volar
llorando, y el viento, que es el azar de los pájaros, me condujo de nuevo a una
rama de Mortefontaine. En esta ocasión, todos estaban durmiendo. ¡Qué
matrimonio! - me decía - ¡Qué desatino! Es con buena intención, sin duda, con
la que esta pobre criatura se ha pintado de blanco, pero no por eso yo soy
menos digno de lástima y ella menos pelirroja.
El ruiseñor seguía cantando. Solo, en medio de la noche, se regocijaba de todo
corazón por el favor de Dios que lo convierte en superior a los poetas, y
comunicaba libremente su pensamiento al silencio que lo rodeaba. No pude
resistir la tentación de acercarme a él y hablarle.
-¡Qué feliz es usted! - le dije - no sólo canta cuando quiere, y muy bien, y
todo el mundo lo escucha, sino que además tiene una esposa e hijos, un nido, amigos,
un buen cojín de musgo, la luna llena y no tiene periódicos. Rubini y Rossini
no son nadie a su lado: vale tanto como el uno y adivina al otro. Yo también he
cantado, señor, y es lastimoso. He formado las palabras en batallón como
soldados prusianos, y he coordinado simplezas mientras usted estaba en los
bosques ¿Su secreto puede aprenderse?
-Sí - me contestó el ruiseñor - pero no es lo que usted imagina. Mi mujer se
aburre, no la quiero en absoluto; yo estoy enamorado de la rosa: Sadi, el
persa, ha hablado de ello. Me desgañito toda la noche por ella, pero ella está
durmiendo y no me escucha. A estas horas su cáliz está cerrado y en su interior
mece a un viejo escarabajo, y mañana por la mañana, cuando yo me retire a
dormir agotado de dolor y de cansancio, entonces ella se abrirá y dejará que
una abeja le coma el corazón.
FIN
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