Alfred de Musset
Historia de un mirlo blanco

IX

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IX

Tras lo cual me eché a volar llorando, y el viento, que es el azar de los pájaros, me condujo de nuevo a una rama de Mortefontaine. En esta ocasión, todos estaban durmiendo. ¡Qué matrimonio! - me decía - ¡Qué desatino! Es con buena intención, sin duda, con la que esta pobre criatura se ha pintado de blanco, pero no por eso yo soy menos digno de lástima y ella menos pelirroja.

El ruiseñor seguía cantando. Solo, en medio de la noche, se regocijaba de todo corazón por el favor de Dios que lo convierte en superior a los poetas, y comunicaba libremente su pensamiento al silencio que lo rodeaba. No pude resistir la tentación de acercarme a él y hablarle.

-¡Qué feliz es usted! - le dije - no sólo canta cuando quiere, y muy bien, y todo el mundo lo escucha, sino que además tiene una esposa e hijos, un nido, amigos, un buen cojín de musgo, la luna llena y no tiene periódicos. Rubini y Rossini no son nadie a su lado: vale tanto como el uno y adivina al otro. Yo también he cantado, señor, y es lastimoso. He formado las palabras en batallón como soldados prusianos, y he coordinado simplezas mientras usted estaba en los bosques ¿Su secreto puede aprenderse?

-Sí - me contestó el ruiseñor - pero no es lo que usted imagina. Mi mujer se aburre, no la quiero en absoluto; yo estoy enamorado de la rosa: Sadi, el persa, ha hablado de ello. Me desgañito toda la noche por ella, pero ella está durmiendo y no me escucha. A estas horas su cáliz está cerrado y en su interior mece a un viejo escarabajo, y mañana por la mañana, cuando yo me retire a dormir agotado de dolor y de cansancio, entonces ella se abrirá y dejará que una abeja le coma el corazón.

FIN


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