José Zorrilla
Entre pardos nubarrones

III

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III
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y un año pasado había,
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.

Lloraba la bella Inés,
su vuelta aguardando en vano,
oraba un mes y otro mes
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.

Todas las tardes venía
después de transpuesto el sol,
y a Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.

Y siempre al anochecer,
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer,
el campo salía a ver
al alto del Miradero.

¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos
que abrasan el corazón.

Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera, desespera.

Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.

En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor,
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.

En vano a Ibán acudía
llorosa y desconsolada;
el padre no respondía,
que la lengua le tenía
su propia deshonra atada.

Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo
y suspirando la bella,
porque nació mujer ella,
y el viejo nació altanero.

Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras acabaron,
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.

Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría;
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.

Era una tarde serena;
doraba el sol de Occidente
del Tajo la vega amena,
y apoyada en una almena
miraba Inés la corriente.

Iban las tranquilas olas
las riberas azotando
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.

Algún olmo que escondido
creció entre la hierba blanda,
sobre las aguas tendido
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.

Y algún ruiseñor colgado
entre su fresca espesura,
daba al aire embalsamado
su cántico regalado
desde la enramada obscura.

Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,
saltaba a besar las flores
que exhalan gratos olores
a las puntas de una rama.

Y allá en el trémulo fondo
el torreón se dibuja,
como el contorno redondo
del hueco sombrío y hondo
que habita nocturna bruja.

Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba,
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.

A lo lejos, por el llano,
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano,
que en pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir, zozobrosa,
más inquieto el corazón.

Tan galán como altanero,
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero,
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.

Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera,
y sin pluma, al diestro lado
el sombrero derribado,
tocando con la gorguera.

Bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido,
y a una cadena prendido
agudo cuchillo moro.

Vienen tras este jinete,
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en adarga y coselete
diez peones castellanos.

Asióse a su estribo Inés,
gritando: -Diego, ¡eres tú!
Y él, viéndola de través,
dijo: -¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!

Dió la triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido,
sin que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar.

Frunciendo ambas a dos cejas,
encomendóla a su gente,
diciendo: -¡Malditas viejas,
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!

Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,
y a trote cruzando van
las obscuras callejuelas.


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