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V
Era entonces de Toledo,
por el Rey, Gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra,
reclinado en un sillón,
escuchando con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;
los jueces, medio dormidos,
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan
sus pergaminos al sol;
los corchetes, a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que en el mercado venden,
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de grande aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el cabello y el manto,
tomó plaza en el salón,
diciendo a gritos: -¡Justicia,
jueces; justicia, señor!
Y a los pies se arroja, humilde,
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.
Alzóla cortés don Pedro,
calmando la confusión
Y el tumultuoso, murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo: -Mujer, ¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le presté.
-Y ¿no te le han vuelto?
-No.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿Y promesa?
-Sí, ¡por Dios!
que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.-
Quedó en silencio la sala,
y a poco, en el corredor,
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: -El capitán don Diego.-
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
-Sois el capitán don Diego,
díjolo don Pedro, vos?-
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
-Yo soy.
-¿Conocéis a esta muchacha?
-Ha tres años, salvo error.
-¿Hicísteisla juramento
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado?
-Sí juro.
-Pues id con Dios.
-¡Miente! clamó Inés, llorando
de despecho y de rubor.
-Mujer, ¡piensa lo que dices!
-Digo que miente: juró.
¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios,
y dispensad que, acusado,
dudara de vuestro honor.
Tornó Martínez la espalda
con brusca satisfacción,
o Inés, que le vio partirse,
resuelta y firme gritó:
-Llamadle: tengo un testigo.
¡Llamadle otra vez, señor!
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó,
mirándonos desde arriba.
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que estaba en un suplicio,
donde ha tiempo que expiró.
-Luego ¿es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
- El CRISTO de la Vega,
a cuya faz perjuró.-
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:
-La ley, es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos.... lo que sepamos:
escribano, al caer el sol,
al CRISTO que está en la vega
tomaréis declaración.