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Capítulo cuadragésimo | «» |
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Algunos años habían pasado ya desde los sucesos que dejamos referidos. Ocupaba el trono de Castilla el señor don Juan II, hijo del muy ínclito y poderoso rey don Enrique el Doliente, y ocupábale en su menor edad, regido y dominado por unos y otros bandos y parcialidades.
Dos caballeros, ricamente ataviados y montados, pasaban una tarde por la plaza de Arjonilla. Brillaba en el semblante del más lujosamente vestido la satisfacción que da el poder y la riqueza; distinguíase en el celo y en la oscura frente del otro la huella de antiguos pesares.
-Si no fuese detenernos mucho -dijo el primero al segundo - , vería de buena gana qué turba es aquélla que se agita en el extremo de la plaza. ¿Llegamos?
-Como gustéis, señor don Luis de Guzmán -repuso secamente su compañero -; si bien yo no puedo parar mucho en este pueblo maldito sin agravarse mis males.
Llegáronse, efectivamente, al grupo. Una infinidad de muchachos le formaban, y algunos habitantes de Arjonilla con ellos. Una mujer en medio parecía querer huir de la importuna concurrencia. Sus vestiduras se hallaban manchadas y rotas por diversas partes; su pelo suelto y descuidado parecía haber sido hermoso; sus facciones flacas y descompuestas debían de haber tenido en su juventud proporciones agradables. Esto era todo lo que se podía decir. Sus ojos, hundidos en el cráneo, brillaban con un fuego extraordinario y parecían querer devorar al que la miraba; sus ojeras negras, sus mejillas descarnadas, su frente surcada de arrugas y sus manos de esqueleto, manifestaban que alguna enfermedad crónica y terrible consumía su existencia.
Arrojábanla pellas de barro los muchachos y corrían tras ella.
-¡La loca! ¡la loca! -gritaban - ¿Cómo te llamas? ¿Nos dices la hora que es? ¡La loca! ¡la loca!
A toda esta algazara respondía la desdichada con una feroz y extraviada sonrisa; parábase, escuchaba un momento y soltando una estúpida carcajada:
-¡Es tarde! -gritaba con voz ronca -; ¡es tarde! -despedazábase al mismo tiempo las manos y dábase golpes en el pecho.
-¿Qué es eso? -preguntó don Luis a un muchacho.
-¡Ah!, señor maestre -contestó el muchacho, que parecía conocer al caballero - , ¡es la loca!
-Y, ¿quién es la loca?
-Aquí -repuso el muchacho - sólo por ese nombre la conocemos; de temporada en temporada se aparece por el pueblo; otras veces vive por el monte, y dicen los pastores que gusta mucho de pasar los días enteros mirando a los barrancos. No habla más que dos palabras. No llora nunca; ¿oís esa carcajada? Eso es lo que hace; aquí siempre estamos deseando que venga, porque es para todo el pueblo una diversión.
-¡Infeliz! -dijo don Luis -; ¿no queréis verla, señor Hernán Pérez?
-No; esos espectáculos me ponen de mal humor. ¡Miserable! Será acaso alguna madre que haya perdido a su hija. Vamos de aquí, señor don Luis.
-O alguna amante desdichada, señor Hernán Pérez -dijo riéndose con indiferencia don Luis, y picando espuelas a su caballo. De allí a poco ambos caballeros desaparecieron, apartándose la turba que seguía hostigan do a la demente, la cual sólo respondía de cuando en cuando con su acostumbrada carcajada y su desdichado estribillo:
Pocos años después entró una madrugada el sacristán de la parroquia de Santa Catalina de Arjonilla en la iglesia y parecióle ver un bulto extraordinario al lado de un sepulcro. Efectivamente, era la loca.
-Loca -le dijo dándole con el pie -. ¡Pues está bueno! Ésta se quedaría aquí ayer en la iglesia cuando la cerré. Vamos, buena mujer. ¡Estará borracha!
Dábale con el pie, pero el bulto no se movía. Acercóse el sacristán y vio que la loca tenía un hierro en la mano, con el cual había medio escrito sobre la piedra ¡Es tarde!, ¡es tarde! Pero ella estaba muerta. Sus labios fríos oprimían la fría piedra del sepulcro. Un epitafio decía en letras gordas sobre la losa:
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