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Muy avanzada estaba la noche y muy en silencio todos los habitantes de Madrid y de su fuerte alcázar. No todos, sin embargo, disfrutaban del sueño y del descanso, como hubiera podido cualquiera figurarse. Podemos asegurar que don Enrique de Villena y Ferrus conversaban muy animadamente en el laboratorio del hermético, como arriba dejamos dicho. El enamorado doncel había tratado inútilmente de conciliar el sueño, y se había entregado, desesperado ya de conseguirlo, a la más profunda meditación, buscando en su cabeza un arbitrio por medio del cual pudiese descubrir a la de Albornoz el peligro inminente que la amenazaba. Bien conocía que el aviso urgía, pues si antes de haber descubierto Villena su plan lo tenía aplazado para el día siguiente, era probable que tratase de atropellar la ejecución de sus ideas desde el momento en que había hecho partícipe de él al enemigo.
El doncel estaba determinado a dar su amparo a la de Albornoz, en primer lugar por pertenecer a la orden de caballería que principalmente se daba, como se lee en Amadís de Grecia, «para defender las dueñas y doncellas que tuerto reciben»; orden por la cual «el que la profesa debe ayudar a las dueñas y doncellas fijas dalgo», como en el instituto de la Banda, fundado por Alonso XI, se contiene; orden, en fin, por la cual se advertía a los que la recibían, como en el Doctrinal de caballeros consta al lib. I, tít. 3, que «al caballero o dueña que viesen cuitados de pobreza o por tuerto que hobiesen recebido, de que non pudiesen haber derecho, que pugnasen con todo su poder de ayudarlos». Agregábase a esta principal razón otra, si bien menos generosa y obligatoria, más fuerte acaso que todos los institutos y órdenes del mundo; a saber, cierta simpatía que con una persona - ligada a la suerte de la de Albornoz alimentaba Macías en todas sus acciones.
Pero si estaba decidido a favorecer a las débiles víctimas del poder del ambicioso conde, no por eso dejaba de conocer cuán dificultoso era, si no imposible, introducir a aquellas horas un saludable aviso en la habitación de la condesa o de su camarera.
Después de largo rato de discurrir, en que desechó unas ideas, adoptó otras, volvió a desechar éstas y a adoptar y desechar otras ciento, fijóse, por fin, decididamente en una que debió de parecerle la mejor y la menos arriesgada de ejecutar si la fortuna le ayudaba. No quiso despertar a Hernando, que sordamente roncaba, para no ser conocido en la expedición que premeditaba si llegaba a sorprenderle fuera del alcázar la madrugada que a largos pasos andando se venía; endosóse un basto sayo de montero de su criado, su gorro de lo mismo, su tosco tabardo de paño buriel, ciñó la espada, y tomando debajo del brazo un objeto que, como trovador, siempre llevaba consigo, salióse pasito de su estancia y sin ser sentido llegó hasta la puerta exterior del alcázar, evitando por corredores y patios conocidos de él las centinelas interiores, que hubieran podido interrumpir su proyecto; pero, llegado allí, estuvo tentado varias veces de volver a su aposento y desistir de su empresa, cuando se oyó dar el ¿quien va? del ballestero encargado de la guardia de aquel punto.
-Un caballero que desea salir.
-Atrás, ¡voto a Santiago! -le respondió una voz ronca del vino o del frío de la noche -. Buena hora de salir a tomar el fresco, cuando está un cristiano deseando el relevo para calentarse.
No había meditado el doncel este inconveniente; no quedaba, sin embargo, más remedio que desistir y abandonar a la condesa a su destino o descubrir su clase de doncel de Su Alteza, y como tal lograr que se le abriesen las puertas. Calculando que de todas suertes habría de saberse al día siguiente su entrada en el alcázar, puesto que ya no podía por entonces pensar en volverse a Calatrava, decidióse al segundo partido prontamente; hizo llamar al jefe del pequeño destacamento y no tardó en oír su voz, que denotaba el mal humor de un hombre a quien se ha sacado intempestivamente del sueño para cumplir con un deber.
-Por la Virgen de Atocha, vive Dios -exclamó observando y dejando ver su oblonga figura - , que he de escarmentar al borracho que a estas horas...
-Mirad lo que habláis -interrumpió Macías al oír hablar de sí, como quien está debajo de una campana, a aquel amalgama de gordura, de bestialidad y de sueño.
-¿Quién sois, voto va, el que habláis tan gordo? ¡Aah! -prosiguió bostezando.
-Por Santiago, ya os debía haber conocido en lo que tenéis de común con los jabalíes de El Pardo. ¿Sois vos, Bernardo?
-¿Quién es, repito, por las muelas de santa Polonia, quién es el que me conoce tan a fondo?
-Dejadme salir; soy un doncel de Su Alteza y voy a asuntos del servicio del Rey...
-¿Doncel? Metedme el dedo en la boca; más traza tenéis que de doncel de don villano -repuso el ingenioso Bernardo a caza del equivoquillo -. El vestido...
-¡Voto va, Bernardo, que os haga arrepentir de vuestra insolencia si insistís en faltar al respeto a!... Pero oíd -añadió acercándose a su oído - , ¿conocéis a Macías? Miradle aquí.
-¡Ballesteros!, echadme a ese aventurero en un cubo de agua fresca; dice que es un hombre que está en Calatrava. Voto va el santo patrón del sueño que, o ha trasegado de la botella a su estómago mucho del tinto, o es hechicero.
No pudo sufrir ya más tiempo el doncel el impertinente responder del ballestero; y asiéndole con mano vigorosa del cuello, llevóle sin dejarle gañir, ni aun para pedir socorro a los suyos, hacia un farol que cerca de ellos ardía, y enseñándole entonces su rostro descubierto:
-¿Conocéisme, don Bellaco, portero de los infiernos y hablador que Dios no perdone? ¿Conocéisme? ¿O habéis menester todavía que os abra yo los ojos con el puño?
Abría el ballestero unos ojos como tazas, y no acababa de comprender cómo podía salir del alcázar un hombre que no había entrado en él, pues lo creía en Calatrava; hubo, sin embargo, de convencerse, y tendiendo entonces la pierna hacia atrás y descubriendo su cabeza, pidió mil excusas al doncel, y fue preciso que éste pusiera treguas también a sus disculpas y cortesías como a sus impertinencias, sin lo cual nunca se hubiera visto donde por fin se vio, es decir, en medio del campo y recibiendo sobre sí una menuda lluvia que a la sazón comenzaba a caer, lo cual, añadido a la persecución del cerbero del alcázar, no era del mejor agüero para nuestro osado doncel, que dejaremos rodeando los altos muros de la fortaleza para dar cumplimiento a sus caballerescos proyectos.
Mientras que los acontecimientos paralelos de la conversación de don Enrique con Ferrus y la salida del doncel se verificaban en el alcázar a una misma hora, dormía inquietamente y luchando con los fantasmas que su imaginación le representaba, la hermosa Elvira, que en su lecho, medio desnuda, dejamos. Habíase quedado con sólo un vestido blanco; cubríale éste desde la garganta hasta los pies, que, desnudos, parecían dos carámbanos de apretada nieve; su cabello, tendido cuan largo era, velaba sus hombros, su seno, su talle y por algunas partes su cuerpo entero; una mano pendía del lecho, y la opaca claridad de la luna que penetraba por entre las nubes, no muy densas, y sus ventanas, entreabiertas por el calor de la estación, la hacía aparecer un verdadero ser fantástico, como la hubiera soñado un amante deseoso de una ocasión.
Su seno y su respiración interrumpida denunciaban la inquietud de su descanso y el trabajo de su imaginación aun en el sueño.
Fuese casualidad, fuese porque era el que más había dormido, el paje fue el primero que a un extraño rumor que en aquellas inmediaciones se oyó, hubo de interrumpir el reposo en que yacía. Un laúd suave y diestramente pulsado adquiría nueva dulzura del silencio de la noche; oyólo primero el paje entre sueños, pero la realidad tomó en su fantasía la apariencia de una representación ficticia y se creyó transportado a algún sábado de hechiceras, que era la especie de gentes que él más temía. Había templado algún rato el músico, para llamar la atención, pero sin ser oído de nadie; y cuando el paje echó de ver la aventura, y cuando don Enrique había notado la música que le había obligado a no cerrar su ventana, como arriba dejamos dicho, había cantado ya con melodiosa voz, si bien varonil, las dos siguientes coplas, cuyos ecos se llevó el viento antes que fuesen para nadie de provecho a que sin duda aspiraban:
Alza y parte, desdichada,
Primero que veas relumbrar su espada.
¡Guar del conde que la acecha!
Alza y parte, desdichada,
Primero que veas relumbrar su espada.
Al repetir estos dos últimos versos del estribillo fue cuando el paje, elevando la voz, llamó a la hermosa Elvira.
-¡Cielos! -exclamó Elvira sentándose sobre el lecho -. ¿A estas horas?...
-No he podido entender la letra...
Volvía efectivamente a empezar de nuevo el músico, despechado de no advertir ninguna señal de inteligencia en las bellas a quienes advertía su propio riesgo. Repitió, pues, la última copla, que hizo un efecto bien diferente en el paje que en su alterada prima, que aún no había vuelto enteramente en sí de su asombro, y en don Enrique y Ferrus, que prestando la mayor atención desde su cámara escuchaban.
-Ferrus -dijo don Enrique a la mitad de la copla - , desde aquí no podemos ver quién es el músico que tan delicadamente se viene a regalarnos los oídos a deshoras de la noche; el ángulo saliente del alcázar nos impide reconocerle, y aun su voz llega aquí tan desfigurada que es imposible entenderle.
-¿Qué quieres, pues, señor? -contestó Ferrus.
-Importa a mis fines confirmar o desvanecer mis sospechas; ¡voto a Santiago que si fuese!... Escucha, Ferrus: baja al soto lo más de prisa que pudieres...
-¿Yo, señor? -interrumpió Ferrus con algún sobresalto.
-En el acto, Ferrus; ni una palabra más, y quiero darte instrucciones acerca de lo que en todos casos deberás hacer.
No había medio de replicar a una orden tan positiva; oyó Ferrus las instrucciones que le daban y se propuso no traspasar los límites del puente levadizo sin llevar consigo a cierta distancia alguno que otro ballestero del destacamento de la puerta para que le guardase las espaldas contra el músico, que podía no gustar de que saliesen a escucharle al claro de la luna.
-¡Cielos! -exclamó la agitada camarera saltando del lecho al oír las primeras palabras de la letra -. Conozco la voz. ¿Es cierto, pues, que ha vuelto de Calatrava? ¿Sueño todavía? Mas ¿qué sentido encierran esas palabras? ¡El conde, un caballero te avisa! ¡Entiendo, entiendo!
El músico, que oyó aquel rumor en la habitación donde sabía que habitaba Elvira, clavó los ojos en la ventana, abierta ya de par en par: distinguió un leve contorno blanco, que parecía salirse del mismo fondo de las tinieblas, como nos dicen que salió el mundo del caos; olvidó la prudencia que debiera haber sido su norte y no pudo resistir a la tentación de poner en su carta una posdata para sí.
Volviendo a preludiar en su instrumento, añadió a las dos ya cantadas la siguiente estrofa:
Al llegar aquí no pudo Elvira contener más tiempo el sobresalto y la agitación que la ofuscaba: ¡Basta!, oyó decir el caballero, ¡basta, trovador imprudente! a una voz que resonó en su oído como la campana de la población inmediata en el del caminante perdido, y oyó en pos cerrar con un ¡ay! doloroso la ventana.
Mas no tardó mucho en volverse a abrir. Cesó de pronto el laúd; el músico, cuyo bulto había visto hasta entonces Elvira al pie de su ventana, había mudado entretanto de sitio o había obedecido a la voz celestial; un ruido como de voces ofensivas y alteradas se oyó un breve instante; sucedió un confuso ruido de armas, el cual cesó de allí a poco; sacó Elvira la cabeza por entre los hierros de la reja, como saca el cuello del agua el infeliz, asido de una tabla, que se siente ahogar en medio del mar; un prolongado gemido se siguió al silencio, y retumbó el ruido hueco y resonante de un cuerpo armado que cae en tierra cuan largo es.
Helóse la palabra en la garganta de la infeliz Elvira, que era todo oídos, pues nada alcanzaba a ver. Un momento después oyó el ruido de un hombre que monta a caballo y parte aceleradamente.
-¡Infeliz! -exclamó Elvira después de un momento de pausa glacial; pero un nuevo rumor la obligó a prestar atención.
-¿Dónde está? -dijo una voz de hombre que sobrevino de allí a poco.
-¡Qué sé yo! ¡Voto a tal? ¿No le oísteis por aquí? -respondió otra.
-Y también debió levantarse.
-O debieron levantarle; según yo oí, no quedó muy bien parado.
-Volvamos, y el diablo le lleve.
-¿Qué es eso? ¿Os caéis?
-Voto a tal que con el lodo está el piso que parece mármol. Heme caído.
-¿Con el lodo, eh? A ver, volveos; poneos a la luz de la luna. Por el alma del cobarde, que es el diablo quien le ha llevado o el hechicero, porque aquí ha dejado... toda... su... vida...
-¿Qué decís?
-¿No veis cómo os habéis puesto?
-¿De qué?
-¡De sangre, voto a tal! ¡Y que esto pase por alguna desvanecida!
El diálogo era en todas sus partes destrozador para la infeliz Elvira, que por los antecedentes que tenía no podía prescindir de ver claro en este desdichado asunto; cada palabra retumbaba en su alma como el golpe del martillo que hace entrar a trozos la cuña en la madera; así entraba la horrible realidad en el alma de Elvira. Pero al oír la palabra sangre un estremecimiento involuntario la sobrecogió; la atmósfera pesó como plomo sobre su cabeza al resonar en el aire el amargo reproche con que la frase concluyó; un ¡ay! penetrante se escapó de su pecho desgarrado; dio consigo en tierra, privada de sentido la triste camarera, sonando su cabeza sobre el pavimento como piedra sobre piedra, y nada volvió a oír.
Llegó el ay dolorido a los oídos de los dos que hablaban, y era, efectivamente, tan penetrante e inexplicable, que no sólo en aquel siglo de ignorancia, sino aun en éste, más de un valiente hubiera temblado al escucharle a aquellas horas, en aquel sitio, sin ver de dónde saliese, y sobre el pedazo de tierra que acababa de ser teatro de una muerte, según todas las apariencias.
-¿Has oído? -dijo uno al otro -. ¡Cuerpo de Cristo! Aquí ha quedado su alma para pedir venganza a todo el que pase; ese grito no es de persona; huyamos.
-Huyamos -repuso el compañero, y sonaron un momento sus pasos precipitados al rededor del muro. De allí a un momento nada se oía ni dentro ni fuera ni en las inmediaciones del funesto alcázar.