Mariano José de Larra
El doncel de Don Enrique el Doliente

Capítulo noveno

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Capítulo noveno

 

                                        

   Ese caballero, amigo,

 

Dime tú qué señas trae.

 

Cancion. de Rom.

 

     La hora del alba sería cuando el famoso caballero dor Enrique de Villena, cansado de esperar inútilmente a su juglar, a quien había comprometido, como sabe el lector, en el misterioso y nocturno acontecimiento de la víspera, vacilando entre mil ideas confusas, había entregado al descanso sus miembros fatigados. Ni el miedoso juglar había vuelto, ni él, desde el punto en que le enviara a explorar quién fuese el músico, había tornado a oír más que el confuso ruido de las armas de los desconocidos combatientes. No habiendo querido dar sospechas a nadie en el alcázar de que pudiera tener la menor parte en los sucesos que él se figuraba haber ocurrido, no se había determinado ni a salir en persona a reconocer el estado de las cosas ni a despertar a ninguno de sus pacíficos sirvientes. Habíale, entretanto, sorprendido el sueño en medio de la encontrada lucha de sus opuestos pensamientos, y vestido como estaba, se había reclinado en su rico lecho, determinado a esperar el día y con él la aclaración de los acontecimientos de la noche. El sol, sin embargo, que a más andar se venía, amaneciendo por las doradas puertas del Oriente, daba la señal a caballeros y escuderos de tornar a las obligaciones diarias, porque en la época de nuestra narración no se había introducido aún la moda regalona de perder las gentes principales las horas más hermosas del día en el mullido y caliente lecho.

     La cámara principal del señor de Cangas y Tineo, inmediata a su gabinete alquimístico (cuya entrada no era a todos permitida), presentaba un aspecto imponente, tanto por el lujo y afectación con que se hallaba alhajada como por las diversas personas que en ella se veían reunidas, esperando a que se dignase recibir su acostumbrado homenaje el ilustre pariente de Enrique III. Gentileshombres, caballeros y escuderos de su casa, oficiales de su servicio, donceles y pajes, conversaban en diversos grupos, pendientes del menor ruido que pudiera anunciarles la deseada presencia de su señor. Notábase sólo la falta de dos personas, y no se oían más que preguntas misteriosas sobre su extraña ausencia.

¿Qué era del primer escudero? ¿Qué del juglar?

   -¿Qué puede causar la tardanza de Fernán Pérez?

   -Por el señor Santiago que es cosa difícil de comprender. Cuando volvíamos anoche de la batida, él se adelantó con un solo montero y se separó de nosotros. Desde entonces no le volvimos a ver.

   -Sí -reponía otro - , apostaría la mejor pieza de mi arnés a que fue a ver bajo las ventanas de su amada esposa si andaban moros en la costa.

   -Bravo modo de decirnos que el escudero es celoso.

   -¡Dios me perdone! Como un moro.

   -¡Oh! entonces -decía un tercero - ya se explica su ausencia. Habrá tardado en conciliar el sueño... al lado de su dama...

   -¡Chitón! La puerta de la cámara se ha abierto.

   -Es el camarero.

   -El camarero, el camarero -repitieron varias voces por lo bajo. Fijáronse las miradas de todos en Rui Pero, quien con la mayor inquietud preguntó:

   -¿No ha venido aún Ferrus? Su señoría pregunta por su juglar.

   -Estará haciendo alguna trova o pensando algún donaire -dijo el más atrevido de los caballeretes.

   -Cierto que comienza su tardanza a inquietarme -dijo Rui Pero. Y acercándose a los principales personajes de aquella corte -: Su Señoría no se ha desnudado esta noche; Fernán Pérez no aparece; Ferrus tarda... -les dijo misteriosamente -; temo grandes novedades. Voy a prevenir a Su Señoría -añadió en voz baja, y se entró.

     Duraron otro rato las misteriosas conversaciones de la cámara; pero no tardó mucho en venir a interrumpirlas la presencia del primer escudero.

   -Dios nos su bendición -dijo en entrando - al comenzar este día -y se santiguó devotamente.

   -Dios nos la -repitieron los circunstantes, e imitaron, como en las cortes se usa, la acción del valido -. Bien venido sea el escudero de Su Señoría -exclamaron después.

   -Bien venido, sí, y bien despierto; la trasnochada me ha hecho ser indolente. Vuestras mercedes me darán licencia que entre a tomar las órdenes de nuestro amo. Ya hace rato que debiera estar a su lado.

     No le dio lugar, sin embargo, a entrar la salida del conde en persona, a quien acompañaba su fiel camarero. Hízose, como los demás, a un lado respetuosamente Fernán Pérez; y el conde, que le había visto antes que a otro alguno, disimulándolo sin embargo, como para castigarle de su tardanza, dirigió comedidamente la palabra a sus principales cortesanos, después de las ceremonias y fórmulas de uso.

   -Caballeros -dijo el conde - , asuntos de alguna importancia me obligan a separarme de vuestras mercedes. Podréis esperarme en la antecámara de Su Alteza, adonde no tardaré en seguiros. Fernán Pérez, quedaos.

     Inclinaron la cabeza los circunstantes, y hablando entre sí por lo bajo, dejaron la cámara desocupada, no muy contentos con el frío recibimiento del distraído conde de Cangas y Tineo.

   -Y bien. Fernán Pérez -dijo a éste luego que quedaron solos - supongo que habéis encontrado en completa salud a la hermosa Elvira.

   -Esa pregunta, señor...

   -¡Oh! No, hacéis bien; no se puede vacilar entre el servicio de una hermosa y el de un conde. Voy viendo que os debo de armar caballero, porque ya, sin serlo, cumplís perfectamente con la orden de caballería. ¿A qué hora habéis entrado en Madrid? Rui Pero, dispondréis que se busque dentro y fuera del alcázar a Ferrus. Su ausencia me inquieta. Ya estamos solos, Vadillo. ¿A qué hora habéis entrado?.

   -Podrían ser las cuatro, si dicen las horas las estrellas.

   -¿Las cuatro? A esa hora... ¿no habéis visto a la entrada a Ferrus?

   -Ojalá, señor, que hubiera visto a Ferrus; algo peor es lo que he visto.

   -¿Peor? Explicaos presto.

   -Y peor lo que he oído.

   -¿Habéis oído?

   -Volvía, señor, de la batida, como me dejaste mandado, a la cabeza de los caballeros y monteros de tu casa; al llegar al alcázar habíame adelantado algún tanto para hacer la señal de que nos echaran el rastrillo, cuando creí oír hacia cierto punto del alcázar, pero de la otra parte del foso, un laúd asaz bien templado.

   -Seguid, Vadillo.

   -Parecióme mal que a tales horas se diesen serenatas hacia la parte precisamente del alcázar que habita...

   -Seguid.

   -Apreté los ijares al caballo; cuando llegué, la música había cesado; pero un hombre que rodeaba el muro exterior, y que a la sazón se hallaba debajo de las ventanas de mi señora la condesa...

   -¡Vadillo!

   -De Elvira, señor... Perdonad si mi lengua... ¡maldita sospecha! ahora caigo en que... Aquel hombre, pues, no me pareció bien, y le acometí.

   -Por Santiago que acertaste. ¡Es mi hombre! ¿Era el músico?

   -Sin duda, puesto que por allí otro alguno no se veía.

   -¿Se defendió?

   -Trató de defenderse y trató de hablar; pero mi venablo no le dio todo el espacio que él quisiera. Le disparé y cayó.

   -¿Cayó? Adelante, Vadillo. Tu recompensa igualará tu servicio.

   -Apeéme del caballo para reconocerle, pero fue imposible; había llovido, y él cayó en el fango; mi venablo le había pasado por la frente, y su cara estaba llena de lodo y de sangre; la oscuridad, además, y mi turbación no me permitieron conocerle. Figuréme, sin embargo, que no debía de estar muerto aún, pues latía su corazón y se quejaba. Deseoso de saber quién fuese el músico que a aquellas horas osaba comprometer el honor de las dueñas del alcázar, atravesélo en mi caballo; sin embargo, antes de entrar lo encomendé al cuidado del montero que se había adelantado conmigo; respondióme de su seguridad. Fui a dar órdenes para hospedar a la gente de la batida, y ahora sólo espero las tuyas, gran señor, para reconocer al insolente trovador,

   -¡Ah! ¿No sabéis aún quién sea?

   -Sólo que no está herido de muerte; pero el montero al anunciármelo añadió que el maestro a quien había recurrido, al hacerle la cura, había encargado que no se le viese ni hablase. Creí, pues, del caso esperar a la mañana. Parecióme, sin embargo, joven y gallardo mancebo.

   -Él es, no hay duda. Te tengo en mi poder, mal caballero. Vadillo, es preciso tenerle a buen recaudo.

   -¿Conócesle tú entonces, gran señor?

   -Sí, le conozco; tú le conocerás también. Necesito sin embargo a Ferrus. A esa misma hora de las cuatro le envié a reconocer al músico; de entonces acá ha desaparecido. El villano cobarde ha tenido miedo sin duda; acaso luego se aparecerá y creerá desarmar mi enojo con alguna juglaría. Entretanto Rui Pero está en el encargo de encontrármelo muerto o vivo. Sus orejas servirán de pasto a mis lebreles si ha cometido villanía, por Santiago. Ahora, Vadillo, es preciso no perder tiempo; supuesto que está en nuestro poder quien pudiera únicamente desbaratar mis planes, dentro de una hora he de quedar servido. Hernán Pérez, ¿tenéis valor y resolución?

   -Dispón, señor, de mi vida.

   -Venid conmigo; prontitud y secreto.

     Dicho esto, salieron don Enrique y su primer escudero, y atravesando apresuradamente las galerías del alcázar, se dirigieron a las caballerizas del conde; dieron allí varias órdenes, al parecer de la mayor importancia, y separáronse en seguida. El primer escudero buscó y habló misteriosamente a algunos escuderos de la casa de Su Señoría. El movimiento y el sigilo con que ciertos preparativos se hacían, pronosticaban algún proyecto de la mayor importancia. Reuniéronse de nuevo el conde y su primer escudero, y en otra secreta conferencia aquél pareció dar a éste instrucciones de grave peso, después de las cuales se dirigieron entrambos, seguidos de los escuderos y armados que para su plan habían escogido, y desaparecieron entrándose por la cámara de don Enrique. Nada se trasluce en las crónicas del objeto de aquellas ignoradas conferencias. El lector, sin embargo, si presta un poco de paciencia, podrá tal vez adivinarlo por sus prontos resultados.

 

 


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