Mariano José de Larra
El doncel de Don Enrique el Doliente

Capítulo décimo

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Capítulo décimo

 

                                        

Mate el conde a la condesa,

 

Que nadie no lo sabría,

 

Y eche fama que ella es muerta

 

De un cierto mal que tenía.

 

Rom. del conde Alarcos.

 

     Cuando Fernán Pérez de Vadillo hubo dejado su presa al cuidado del montero, se apresuró a desvanecer las sospechas que en su alma comenzaban a nacer acerca de la dueña a quien podría haber sido la serenata dedicada. Era evidente que el trovador se hallaba debajo de las rejas de doña María de Albornoz; ¿rondaba, empero, a la condesa? ¿Era acaso Elvira el objeto de tan intempestiva música? La conducta irreprensible de la condesa y de su esposa las ponían en cierto modo a cubierto de cualquier juicio temerario. Los maridos, sin embargo, que nos lean, no extrañarán que el celoso escudero fabricase en el aire mil castillos fantásticos hasta la completa aclaración, por lo menos, de sus terribles dudas.

     El taimado pajecillo, entretanto, al oír saltar de su lecho a su hermosa prima, se había levantado y había conseguido hacer que ella volviese en sí de su aturdimiento, golpeando a su cerrada puerta y preguntándolanecesitaba algún auxilio, y cuál era la causa de aquel ¡ay! doloroso y del extraordinario ruido que acababa de oír.

     Repúsose Elvira lo mejor que pudo, y tranquilizando al paje, mandóle que se retirase a su lecho, y aun le trató de visionario y de curioso impertinente. A lo de curioso tenía el pobre Jaime que responder, pero en cuanto a lo de visionario, él sabía muy bien que no había soñado lo que realmente había oído, y si obedeció por entonces, no fue sin reservarse el derecho de averiguar todo el caso en amaneciendo. Elvira, satisfecha con el silencio del paje, tornó a escuchar, pero no oyendo ruido alguno que pudiese ponerla en camino de dar con la verdad de lo sucedido, volvióse al lecho también; de suerte que a la venida inesperada del celoso escudero, pudo disimular convenientemente la reciente turbación. Después de las primeras preguntas que entre los dos pasaron acerca de aquella imprevista llegada, en balde trató Fernán Pérez de sondear mañosamente el alma de su avisada esposa. Nada había oído, nada sabía de cuanto a Vadillo traía inquieto. Hubo éste, pues, de conformarse y remitir a otra ocasión más favorable la satisfacción de sus deseos. Concilió el sueño de que tanta falta tenía, y cuando despertó se vistió apresuradamente, y despidiéndose de su amada esposa, se dirigió a la cámara de don Enrique, como arriba dejamos indicado.

     No deseaba Elvira otra cosa; cada vez más inquieta acerca del oscuro sentido de las trovas de la noche pasada, presagiaba ya mil próximas desventuras; determinó dar aviso a la condesa, quien había oído muy confusamente los sucesos referidos. Antes, empero, de dar este importante paso, llamo al paje y le dijo cómo era inútil que guardase por más tiempo el secreto de la venida del caballero de Calatrava, puesto que ella lo había reconocido; añadióle que importaba mucho a la seguridad de su señora la condesa saber cuál había sido el desventurado lance de la noche, y hablar al caballero, si habla quedado de él con vida y libertad, para que le aclarase sus misteriosos avisos; prometió el paje indagar cuanto hubiese en el asunto, tanto por dar contento a su querida prima, como por el interés que en las cosas del caballero trovador se tomaba. Salió, pues, en busca de él, resuelto a no volver mientras no diese con él y no le indicase el deseo de la condesa, de agradecerle su fina amistad e implorar al mismo tiempo su protección y amparo, si algo sabía que fuese en contra de ella o de los suyos.

     Más tranquila después de esta primera diligencia, acudió la triste Elvira a la cámara de su señora, a quien encontró levantada, pero no repuesta de las terribles escenas de la víspera. No contribuyó a aquietarla lo que Elvira le refirió, y entrambas a dos determinaron vivir con cautela, no dudando que las palabras del trovador tuviesen alguna relación con los proyectos que el irritado conde había dejado traslucir la noche antes en medio de su colérico arrebato contra su inocente esposa.

     Bien quisiera la condesa penetrar el arcano que las nocturnas trovas encerraban, y aún más quisiera traslucir quién podía ser el caballero generoso que tan bien informado se hallaba de las asechanzas que contra ella se prevenían y que tan singular interés por su seguridad tomaba. No eran pequeñas, por otra parte, las zozobras y la duda que a entrambas nuestras heroínas agitaban acerca de los resultados de la desgracia que al caballero le había acarreado su generosidad.

     Era para Elvira evidente que poco después de haber callado el desventurado cantor, le había sobrevenido un trance de armas; la caída de un cuerpo había resonado luego funestamente en sus oídos y en su corazón, y el silencio y la duda habían sucedido a la catástrofe. Era de presumir que el muerto o herido fuese el músico; pero era imposible saber nada a punto fijo antes de la vuelta del paje. Corría entretanto el tiempo, si bien no tan aprisa como al desgraciado que espera le suele comúnmente convenir, y el paje no daba noticias de su persona.

     Si nuestros lectores han esperado alguna vez podrán formar una idea aproximada de la penosa agonía de la de Albornoz y Elvira, porque idea exacta de ninguna manera la podrán concebir.

   -¿Has oído? -preguntaba en medio del mayor silencio la condesa.

   -¡Es Jaime! -respondía Elvira -; mas no, no suena nada -añadía después de un momento de inútil expectación.

   -Ahora... ahora sí -exclamaba de allí a un rato la condesa.

   -Sí; ahora; pasos son, y pasos acelerados...

   -De muchacho.

   -Jaime, Jaime es... ahora sí... -repetía Elvira atenta a la puerta, los ojos fijos en sus batientes hojas y palpitándole el seno aceleradamente con el movimiento de las olas azotadas por la brisa; veíala abrirse ya, se medio incorporaba en su asiento, entreabría los labios para hablar a Jaime... La puerta, sin embargo, cerrada, fija, inmóvil como una pared. Los pasos se alejaban, apenas se oían. Nada ya.

   -Sería algún criado que pasaba.

     Una vez, en fin, la puerta se movió al morir en ella el ruido de los pasos; todavía no se podía ver al que iba a entrar; parecía sacudirse lo bastante para dar paso al paje, que era sin duda el que iba a entrar, la condesa y Elvira unánimemente inspiradas de uno de esos raptos del primer momento, tan comunes e irreprimibles como inexplicables en las mujeres, habían gritado:

   -¡Jaime!, entra, Jaime.

     Abrióse por fin la puerta enteramente y entró don Enrique de Villena. Hay una inclinación natural en el que espera a creer que nadie puede venir sino el esperado; nada tienen, pues, de particular el asombro y la repentina frialdad de la condesa y su camarera al ver echado por tierra tan inesperadamente todo el aéreo castillo de sus fantásticas esperanzas. Miráronse una a otra en el primer momento de estupor; el lector hubiera adivinado en sus semblantes infinidad de ideas que bullían en sus imaginaciones y que por la vista se cruzaban, se comunicaban, se hablaban, se refundían en un solo objeto de entrambas comprendido sin más verbal explicación.

     Examinó un momento don Enrique de Villena las cambiantes fisonomías de la señora y su camarera.

   -Bien veo -dijo pausadamente después de un momento - bien veo, doña María, que no esperáis a vuestro esposo. ¿Pudiera yo merecer vuestra confianza hasta el punto de saber cuál interés os liga al imprudente paje que ha abandonado de una manera tan imprevista mi envidiado servido? ¿Calláis? ¿Me conserváis rencor aún por la escena de anoche?

     Dijo estas palabras con tal acento de dulzura y de reconvención que no pudo menos la ilustre víctima de manifestar a las claras en su semblante su singular asombro. Tenía, efectivamente, el de Villena gran facilidad para revestir la máscara que a sus fines mejor convenía. Nadie hubiera reconocido en sus modales y palabras al tirano esposo de la víspera.

   -¿No queréis, señor, que extrañe tan singular mudanza en vuestras acciones? ¿Debo creeros o prepararme para otra?...

   -Basta, doña María; ¿es posible que no acabéis de conocer los sentimientos de don Enrique de Villena? No negaré que pudierais estar justamente ofendida; pero vengo a reclamar mi perdón. He pensado mejor mis verdaderos intereses, he reconocido mi error; vuestras virtudes me han hecho abrir los ojos; si sois la misma que habéis sido siempre, Elvira puede ser testigo de nuestra reconciliación.

   -¡Don Enrique! -exclamó alborozada la de Albornoz. Miró, sin embargo, a Elvira como para preguntarla con los ojos si podría creer en la sinceridad de las palabras del conde. Elvira bajó los suyos y dejó sin respuesta la muda interrogación de su señora.

   -Desechad las dudas, doña María. Vengo a datos una prueba positiva de mi afecto. Espero que esta noche os presentaréis brillante de galas y preseas en la corte de Enrique III. Quisiera que vencieseis en esplendor a todas vuestras émulas, y que la corte toda, a quien hemos dado harto motivo de murmuración con nuestras anteriores contiendas, presenciase los efectos de nuestra nueva alianza. ¿Dudáis aún?

   -Esta duda, señor -repuso la de Albornoz - , puede seros garante del deseo que en mi alma abrigaba de veros, por fin, esposo algún día. ¡Ah! si vuestro amor, si esta reconciliación fuesen una nueva artería, si fuesen un lazo...

María!

-Perdonadme; vos habéis dado lugar a mi desconfianza; si esta paz aparente fuese sólo la calma precursora de nuevas borrascas, seríais bien cruel y bien pérfido caballero. ¿Qué gloria podría prestarle al león el jugar con la inocente y crédula oveja? Ved mi alma: yo os perdono, don Enrique; perdonémosnos entrambos. Oíd, empero. Si sólo intentáis divertiros a costa de mi loca credulidad, Dios confunda al malsín, abandone la Virgen Madre al engañador de las damas y el buen Santiago al mal caballero. Apodérese el ángel malo del alma del traidor, y no le sean bastante castigo las penas todas de los condenados al fuego eterno. He aquí mi mano y mi amor, don Enrique.

     Las últimas palabras enérgicas que la de Albornoz había pronunciado con toda la entereza de la virtud y el entusiasmo de la inspiración habían hecho bajar los ojos al imperturbable don Enrique; un estremecimiento involuntario le había cogido desprevenido, y estrechó la mano de la de Albornoz, diciendo balbuciente y confuso:

   -Ved aquí la mía; el cielo sabe la verdad de mis palabras.

     Abrazáronse los consortes en presencia de la asombrada Elvira, quien, acostumbrada a la táctica de don Enrique, no hacía sino examinar su semblante como buscando en sus facciones y en el más insignificante de sus gestos pruebas contra sus palabras. La de Albornoz, deslumbrada por su mismo deseo y su amor al conde, se entregaba más fácilmente a la esperanza de ver, por fin, su suerte mejorada. ¿No era, por otra parte, muy posible que sus virtudes hubiesen hecho realmente en don Enrique el efecto que éste acababa de suponer? Nada hay más fácil que hacernos creer lo que con vehemencia deseamos. La de Albornoz tragó, pues, el cebo y el anzuelo.

   -Repuesto don Enrique de su primera turbación, no perdonó medio alguno de inspirar confianza a su esposa; las palabras más tiernas fueron por él prodigadas y las más vivas protestas de amor y fidelidad. Un amante no hubiera dicho más que el hipócrita marido.

     Poco tiempo podía hacer que esta escena duraba en la cámara de doña María de Albornoz, cuando la puerta misma que el día antes había proporcionado a don Enrique retirada, se abrió con admiración de los circunstantes, y se aparecieron seis figuras fantásticas, que un hombre del vulgo hubiera llamado entonces seis endriagos. Venían armados, al parecer, de pies a cabeza, pero unas especies de sayos que sobre la armadura traían, y cuya capucha cubría su cabeza y rostro, a manera de los que usaban los almogávares, no permitían ver quiénes ni qué especie de hombres fuesen.

     Suspensas quedaron a tan extraña aparición doña María y su camarera; mirábanse alternativamente, y miraban luego con atención exploradora a don Enrique, deseosas de reconocer en su fisonomía si se presentaban los intrusos allí por su orden o si tendrían ellas motivo para temer algún nuevo peligro.

   -¡Vive Dios! -exclamó don Enrique levantándose -; ¿quién es el osado que os envía? ¿Quién se atreve a interrumpir de un modo tan incivil las conversaciones del conde de Cangas y Tineo? Salid fuera y...

     No le dieron tiempo a proseguir los encubiertos; el que parecía ser el jefe de ellos desenvainó una espada, a cuya señal se acercaron los demás con sendos puñales a las aterradas damas, todo sin proferir una palabra.

   -¡Don Enrique! -exclamó la de Albornoz arrojándose a sus pies y estrechando sus rodillas; al paso que éste, con el acero fuera ya de la vaina, parecía protegerla de todo extraño acometimiento.

   -Traición, señora -gritó Elvira -; traición; ¡nos han vendido! -y quiso arrojarse hacia la puerta para demandar socorro. No se lo consintieron dos de los fantasmas, que arrojándose a su paso, la sujetaron fuertemente y pusieron término a sus alaridos cubriendo su boca con un fino cendal y procediendo en seguida a sujetarla a una de las columnas de la cámara. Don Enrique, entretanto, gritaba y maldecía.

   -¡Por Santiago! he olvidado mi silbato de plata en mi cámara y ningún criado me oirá aunque los llame. Pero venid -añadía al jefe de los invasores -; llegad y arrancadme la vida antes que el honor.

     En vano trató la de Albornoz de separar a su esposo del trance que le esperaba. Don Enrique la rechazó y cruzó la espada con la del desconocido, en tanto que los compañeros de éste, apoderándose de la casi desmayada doña María, vendaban su boca con su propio pañuelo, en cuyas puntas se veían ricamente recamadas en oro las armas reunidas de su casa y la de Aragón; cubriéronla toda con un largo manto negro, que de pies a cabeza la ocultaba, y comenzaron a sacarla fuera de la cámara por la puerta secreta, sin que pudiese oponerles resistencia alguna la consternada y ya enteramente enajenada víctima.

     Combatía entretanto don Enrique con el desconocido, el cual, visto lo hecho por sus compañeros, se replegaba defendiéndose con destreza. Miraba Elvira con atención el semblante de don Enrique por ver si descubría en él alguna señal que manifestase estar mancomunado con los traidores. Ofendía y se defendía éste, empero, con bizarría; voceaba llamando a sus criados y persiguiendo siempre al fuerte caballero que protegía la retirada de los suyos con su presa, mas sin poder herirle; al llegar a la puerta secreta el desconocido hizo su último esfuerzo para desembarazarse de su molesto perseguidor, y tirándole un furibundo mandoble desarmó al conde. Bien trató el al parecer irritado Villena de recoger su acero en cuanto vio que el encubierto no se había aprovechado de su ventaja para rematarle, pero la acción de don Enrique dio tiempo al fugitivo; lanzóse a la escalera cerrando tras sí la puerta con el oculto cerrojo, de modo que cuando el conde, apoderado ya de su arma, volvió a la carga, no halló más que una pared tersa e insuperable delante de sí, procurando en vano tocar el resorte que solía abrir.

     Volvióse atrás entonces el conde, y no parando mientes en Elvira, que atada y amordazada permanecía, salió por la puerta principal de la cámara llamando socorro y armas contra los robadores, como los llamaba, y malandrines que acababan de arrebatar a su cara esposa de entre sus mismos brazos, allanando su propia habitación por arte sin duda de Luzbel y con auxilio de todas las potestades del abismo, contra su robusto y valeroso brazo.

   -A la mina, mis escuderos, al campo -gritaba, al campo del moro, al Manzanares; allí los alcanzaremos; la escalera secreta no tiene otra salida.

     No tardó mucho en esparcirse por el alcázar la noticia del extraordinario robo y desacato cometido en la persona de la condesa de Cangas y Tineo; caballeros y escuderos acudían todos a la voz del conde, y en menos de media hora estuvo éste en disposición de traspasar el rastrillo en busca de los robadores. Quién enlazaba este acontecimiento con la música oída la noche antes bajo la ventana de la condesa, quién suponía que el hecho era imposible, en vista de que sólo don Enrique poseía las llaves de los candados que cerraban aquella salida al campo. Todos conjeturaban, todos hablaban, nadie veía clara la verdad.

     No era, sin embargo, menos cierto que los robadores habían hallado el secreto de introducirse en la cámara de la de Albornoz por la puerta que la unía con la del conde, y que tenía salida a la escalera, y de allí a la larga mina no conocida de todos. Nada más frecuente en los alcázares antiguos, y de construcción morisca sobre todo, que estas minas secretas; hacíanse prudentemente con la mayor reserva y secreto, y solían parar a una o dos leguas, a veces, del alcázar a que pertenecían. Varias puertas y trampas de hierro, bien cerradas y puestas a trechos, impedían la entrada en ellas a los enemigos, aun en el caso de ser su boca descubierta, cosa de suyo poco menos que imposible, y podían ser de mucha utilidad a los poseedores del alcázar, tanto para hacer una salida imprevista como para introducir víveres, como también para salvarse por ellas en una noche la guarnición del castillo en el caso de verse reducida al último extremo por un ejército aguerrido y numeroso. Por una de estas minas, pues, escaparon los encubiertos; de suerte que ya se hallaban muy lejos de Madrid cuando pudieron llegar sus perseguidores a la boca de la mina, habiéndoles sido preciso reunirse, armarse, salir del alcázar y dar un gran rodeo para su objeto, pues perseguirlos por la mina era caso imposible, puesto que habiendo sustraído y llevado las llaves de las diversas puertas los encubiertos, era claro que habrían ido cerrándolas todas sucesivamente tras sí, como con la primera de la cámara había hecho el jefe de ellos, con el prudente objeto de asegurarse las espaldas.

     Dejemos a don Enrique a la cabeza de los ofíciales de su casa corriendo el Campo del Moro en busca de su robada Elena y pidamos al lector un ligero descanso que, después de la pasada refriega y aventura extraordinaria referida, habemos en gran manera menester.

 

 


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