Mariano José de Larra
El doncel de Don Enrique el Doliente

Capítulo duodécimo

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Capítulo duodécimo

 

                                        

Por dar al dicho don Cuadros

 

Dado ha al Emperador.

 

.................................

 

-¿Por qué me tiraste, infante?

 

¿Por qué me tiras, traidor?

 

-Perdóneme la tu Alteza,

 

Que no tiraba a ti, no.

 

Rom. ant. del Infante vengador.

 

     No bien hubo llegado don Enrique a su cámara, despachó a sus caballeros y sólo quedó a su lado su predilecto escudero; depuesta allí la falsa máscara de la pena, cuando hubo quedado solo el intrigante conde con Fernán Pérez de Vadillo, trabó con él una breve conversación.

   -Fernán, nada tenemos que temer.

   -Siempre tiene que temer quien no obra bien, señor.

   -¡Fernán!

   -Perdonadme, pero no apruebo lo hecho. Y ahora que he obedecido tus órdenes sin murmurar tengo algún derecho a descargar mi conciencia.

   -Vadillo -díjole al oído el conde - , de nada tiene que acusarme la mía.

   -¿De nada?

   -Bien; convengo en que el medio ha sido violento - , pero era preciso ser maestre de Calatrava.

   -Callo, señor; obedezco, pero no lo apruebo. Permíteme que te lo diga por última vez.

   -En buen hora; vuestro silencio y vuestra obediencia es lo que necesito. Y vamos a lo que más importa. Tiéneme inquieto el camino que habrán tomado los armados.

   -En cuanto a los que llevaron a la condesa, yo te respondo de su silencio y de su fidelidad.

   -Bien; ¿y Ferrus?

   -¿Tanto sentís la pérdida del juglar?

   -¡Sí, la siento, Hernán! Aquél nunca desaprueba nada; su conciencia es la del estúpido; nada le dice nunca; yo soy harto débil y harto bueno todavía para no necesitar tener a mi lado en mis fines un hombre honrado como vos. Quiero un instrumento, no un amigo. ¿Y el trovador prisionero?

   -Podemos verle.

   -¡Podemos!... Es indispensable. ¿No os dije yo que era él? Ved si ha estado detrás del sillón del trono, como acostumbra hallándose en la corte. El golpe nuestro será tanto más seguro cuanto que nadie tiene noticia de su llegada. Habrá desaparecido del mundo, y quién sabe si alguien notará la coincidencia de su desaparición y de la condesa.

   -Eso, señor, pudiera no convenirte.

   -Conviéneme mucho ser maestre de Calatrava. Partamos. Guíame a donde esté.

     Inquietos iban los dos acerca de la entrevista que con el nocturno músico les esperaba. Al odio que contra él, por la denegación referida, abrigaba don Enrique, agregábase cierto recelo de que hubiese en su conducta algo más que ley de caballería y pura generosidad hacia la condesa; y aunque no amaba a su esposa, como bien a las claras lo acababa de probar, irritábale, sin embargo, la idea de que un simple caballero hubiese puesto los ojos en cosa suya y en tan alta persona. Con respecto a Vadillo, no dejaba de tener alguna inquietud, pues no estaba muy claro para él si daba serenata a la condesa o si acaso su esposa... Imposible y horrorosa le parecía tan descabellada sospecha de la virtud de Elvira - , pero la duda se había hecho lugar en su corazón, y es huésped por cierto que, una vez alojado, no se arroja del pecho a voluntad.

     A entrambos parecía cosa indisputable que el músico era Macías, y nosotros, que desde la noche anterior nada sabemos de su existencia, no podemos menos de abundar en la opinión de los que tal pensaban.

     Llegaron, por fin, a una puerta pequeña que en el extremo de una larguísima galería se encontraba.

   -Alvar -dijo llamando Vadillo, y se abrió la puerta inmediatamente. Alvar era el montero a quien en la noche anterior había confiado el escudero la importante presa. Entraron en una pequeña habitación, cerrándose tras ellos la puerta.

   -¿Y el preso? -preguntó Vadillo.

   -Descansa en la pieza inmediata; debía no haber dormido en un mes, ronca tranquilamente.

   -¿Ronca? ¿No está, pues, herido de peligro?

   -Más daño debió de hacerle el miedo que vuestro venablo, señor escudero. Tiene algo arañada la cara de la caída y un brazo vendado; pero el maestro que lo ha reconocido esta mañana asegura que podrá salir después del medio día.

   -Despertad a ese caballero -repitió entre dientes Alvar.

   -¿Qué respondéis en voz baja? Despachad -dijo Fernán -. ¿Hase quejado de la violencia que con él se ha usado?

   -Ayer noche todo era pedir que se le condujese a presencia de su amo el ilustre conde...

   -¿Su amo? -dijo el conde -. El trovador ha perdido la cabeza.

   -Voy a advertirle que vuestras señorías...

   -Presto, Alvar, presto.

     Entróse Alvar en la inmediata pieza, mientras que don Enrique y Fernán se preparaban a la extraña entrevista que iban a tener. No tardó mucho en volver a salir Alvar, asegurando que había despertado al enfermo, quien, sintiéndose completamente reparado de fuerzas con el pasado sueño, metía sus vestidos para salir a recibir a sus ilustres huéspedes.

   -¿Es segura esa puerta, Alvar? -preguntó el conde.

   -Las fuerzas de diez hombres reunidos no bastarían, señor, a violentarla -respondió Alvar -. Además dos monteros le guardan conmigo y está indefenso; de aquí no saldrá sino para donde vuestras señorías determinen. Pero aquí está.

     Salía, en efecto, el asombrado prisionero, el cual, no bien hubo visto al conde, cuando, acercándose a él, como quien ve a su libertador, se echó a sus pies, y con lágrimas de gozo y de temor:

   -Señor -exclamó besándoselos - , ¿en qué ha podido ofenderte para merecer tan dura prisión tu fiel Ferrus?

     Dos estatuas de mármol parecieron a tan inesperada vista el conde y su escudero. No sería mayor el asombro y la indignación del rústico pastor que se viese torpemente cogido en el propio lazo que hubiera preparado para el raposo.

   -¿Tú, Ferrus? -exclamó después de la primera sorpresa el furioso conde -. ¿Tú, Ferrus? Fernán, nos han vendido. Venid acá, don villano -añadió derribando por tierra de un empellón al desesperado juglar -; venid acá vos, Alvar, ¿es éste el preso que se os ha confiado? ¿Qué hicisteis, don bellaco, del doncel de Su Alteza?

     Asíale de la garganta, y ahogárale sin remedio, si no se le pusiera por medio Hernán, que más sereno comenzaba a vislumbrar la verdad del caso.

   -¿Qué doncel, señor? -gritó cuando pudo Alvar. Lleve mi alma el diablo si tuve yo jamás en mi poder más preso que el que el señor escudero me entregó, y si no es ése el mismo de que me encargué.

   -¿Qué es esto, Hernán? -dijo don Enrique soltando la presa.

   -¡Qué ha de ser, señor! Que sin duda debió de ser Ferrus el músico que yo cogí.

   -Negra fortuna mía -gritó don Enrique -. ¡Qué músico habíais de coger, ni qué!... ¡Por Santiago! Venid acá, Ferrus; ¿qué hicisteis vos de cuanto os encargué? ¿Quién era el músico, juglar? Acabad o...

   -Serénate, señor -respondió temblando el aterrado Ferrus -. Yo obedecí tus órdenes ciegamente; yo rodeaba el muro y me acercaba ya al que tañía, cuando él, echando de ver mi bulto, calló y hundióse precipitadamente en la tierra; el diablo debía de ser sin duda que tomó la forma de músico para perderme en tu estimación...

   -¿El diablo? Malandrín... -no pudo menos de sonreírse don Enrique al oír la simpleza de su juglar -. ¿El diablo?

   -Señor, lo jurara; lo cierto es que yo no le volví a ver más; y cuando, todo ojos y orejas, me acercaba al sitio donde le había visto y buscaba el boquerón que habría dejado al hundirse, sin saber por dónde encontréme con un caballo encima y un caballero... Bien sabe Dios que en aquel trance me santigüé...

   -Adelante, miserable, acaba.

   -Por acabado, señor; desde aquel punto ni vi ni ; cuando recobré el uso de mi razón, halléme en ese camaranchón donde me curaban las heridas que el mal enemigo me había hecho.

   -Calle el necio -interrumpió, no pudiendo sufrir más, don Enrique -. ¡Vive Dios que nada comprendo, Hernán!

   -Yo infiero, señor -dijo Hernán - , que el músico debió ser, si no diablo, muy ligero por lo menos, y yo debí tomar a Ferrus por el que tañía.

   -Eso debió ser sin duda. Pero ¡voto a Santiago! que todos los deseos que de encontrar a Ferrus tenía no me pagan del pesado chasco. Alza, Ferrus, y vente con nosotros. ¡Necio de mí que fui a escoger para tan delicada empresa al mandria mayor que vio la tierra! ¿Enviéte yo para que cogieras al músico o para que te dejaras coger por el primero que llegase?

   -Perdóname, señor -contestó algo repuesto Ferrus -; dijérasme lo que había de hacer contra el diablo en viéndole...

   -¿Vuelves a mentar al diablo, menguado? ¿Dónde está el diablo, mal servidor? Enséñamele, desalmado.

   -¡Jesús! Líbreme Dios. ¡Jesús! -exclamó Ferrus, santiguándose a más y mejor.

   -Vamos de aquí, Hernán. Juro no abrir libro ni hacer trova, y júrolo por el apóstol Santiago, hasta no tener en mi poder al insolente doncel que de tal manera ha burlado mi esperanza. Ahora está libre, ¡vive Dios! y puede hacernos mucho mal. Alvar, tu fidelidad será recompensada.

     Inclinóse Alvar, y nuestros tres predilectos personajes salieron silenciosamente a la galería; regocijado Ferrus de verse libre, en poder de su señor legítimo, y disipado ya el nublado que sobre su cabeza tronaba desde la noche anterior; disimulando Hernán la risa que en el cuerpo le retozaba al recordar a sangre fría el chasco inesperado y mohíno por demás el desairado conde, a cuya imaginación se agolpaba, entre otros peligrosos recuerdos, el del secreto que había imprudentemente confiado al perseguido doncel, y dándole no poco cuidado la reflexión de no haberle visto en la corte, siendo así que no era la causa que él había pensado la que podía habérselo impedido.

 

 


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