Mariano José de Larra
El doncel de Don Enrique el Doliente

Capítulo decimotercero

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Capítulo decimotercero

 

                                        

¿Qué es aquesto, mi señora?

 

¿Quién es el que os hizo mal?

 

Cancion. de Rom.

 

     Largo tiempo hacía que Elvira, atada a la columna y sin poder pedir a nadie auxilio a causa del pañuelo que le tapaba la boca, esperaba con insufrible paciencia a que la casualidad o el transcurso del día le deparase un libertador que de tan crítica situación la sacase. Por fin llegó el momento deseado, y el paje que tanto había tardado en la averiguación de lo que se encomendara a su cuidado, abrió las puertas de la cámara que de prisión servía a la afligida hermosa. Miró en derredor y a nadie veía, hasta que, fijando los ojos en la columna, ofrecióse a su vista el espectáculo de su aprisionada prima. Asustóse primero y exclamó:

   -¡Santo Dios! ¿Qué ha ocurrido aquí?...

     Mal podía responderle Elvira sino con los ojos; pero cuando vio el pajecillo que no parecía nadie, ni había asomos de peligro, soltó la carcajada, impertinente a la verdad en aquel momento, y comenzó a dar brincos.

   -¿Quién os ha puesto así, mi señora Elvira? ¿Os ató el señor escudero por?...

     Diole lástima al llegar aquí el ver que su prima no parecía gustar de la prolongación de tan pesada chanza. Llegóse entonces el atolondrado a Elvira y desató sus crueles ligaduras.

   -¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Elvira en viéndose libre -. Alguna desgracia está sucediendo a mi señora la condesa. Corramos...

   -¿Adónde vais tan de prisa? -repuso el paje deteniéndola -. ¿Y quién me paga mi recado? ¿Quién escucha las nuevas que traigo? ¿Quién, sobre todo, me cuenta lo que os ha sucedido y la razón de haberos encontrado así mano a mano con esa columna negra?

   -¿Traes nuevas? -preguntó Elvira olvidando todo lo demás -. ¿Traes nuevas?

   -Y buenas -contestó el paje -. El caballero de las armas negras era el que tañía...

   -Lo ... y...

   -Pero sabed que le esperé inútilmente dos largas horas, más largas que las del arenero...

   -¿Inútilmente?

   -Sí, pero por fin llegó.

   -¿Llegó? ¿Con que no era él el?... ¡Yo os bendigo, Dios mío!... Sigue.

   -¡Si le vierais qué agitado! Descompuesto el cabello, espantados los ojos, entró en su cámara y no me vio. ¡Negra suerte! -exclamó, y despedazó con sus manos el laúd que traía cruzado sobre la espalda -. ¿No me serviréis -dijo rompiendo las cuerdas - sino de gemir eternamente? Viome en seguida. ¿Qué haces aquí? -me dijo con voz terrible; pero al reconocerme templóse toda su ira -. Paje -me dijo entonces con voz mesurada - , ¿tornas aún con nuevas demandas del hechicero?

Ah! si supierais quién me envía -dije entonces -; si supierais que una hermosa dama...

-Silencio exclamó - , no pronuncies su nombre... ¿Es posible? Díjele entonces la comisión que me disteis en nombre de la señora condesa; largo rato suspiró y miró al cielo sin hablar. Paje -me dijo en fin - , no nos veremos más. He creído que mi brazo podía ser útil a una inocente; pero si es fuerte contra los hombres, es impotente contra los recursos de una ciencia misteriosa y... maldecida. El infierno me envía enemigos en medio de la soledad y la Madre de Dios me abandona. Un acontecimiento extraordinario ha interrumpido mis avisos. He rondado la noche toda para volver a entrar en el alcázar; las órdenes más rigurosas, dadas no por quién después de mi salida, me han impedido verificarlo. He debido esperar a que entrase el día para que no fuese mi entrada sospechosa. Pero mañana el alba me encontrará lejos, bien lejos de Madrid. Si alguna mujer necesita mi amparo en cualquier ocasión, mal pudiera negársele un doncel de don Enrique. Dígame qué puedo hacer, por mí lo ignoro. Adiós. Apretóme la mano de una manera, prima, que yo creí que le atormentaban otros recuerdos que los de nuestra amistad. Envolvióse entonces en su pardo gabán, y cubriéndose con él la cabeza, oíle sollozar y salí. He aquí, prima, las nuevas.

   -Tristes, bien tristes -dijo pensativa Elvira -. ¿Y de la condesa supiste?...

   -¿La condesa? ¿Es su confidenta la que me pregunta?

   -Sí, ¿nada sabes?

   -Pero, querida prima, ¿qué tenéis? Vuestra palidez, vuestra agitación me asustan...

   -¡Ah, Jaime!, la condesa es víctima en este momento de la más espantosa villanía... Volemos a su socorro: no adónde me dirija; la menor imprudencia mía puede comprometer su suerte y el éxito mismo de mis diligencias. Si supiera... pero la más completa oscuridad reina en todas mis conjeturas.

     Meditó un momento Elvira el partido que tomaría, mientras que hacía nudos a uno de los cordones, que de su cintura pendía, el distraído paje. De pronto pareció que había iluminado su entendimiento un rayo de luz.

   -No hay más recurso -dijo - , para los casos extremos son los remedios violentos. Jaime..., deja ese cordón, déjale te digo... Vamos a buscar a mi esposo; averigüemos primero qué voces corren de lo ocurrido y qué se cree en el alcázar... Después, si eres prudente, si has de ser callado, pero callado como la muerte, tú, que sabes el camino, me guiarás adonde pienso ir.

   -Puede que algún día pruebe Jaime a su hermosa prima que no es tan atolondrado como le llaman.

Elvira apretó la mano del inteligente pajecillo con expresión de gratitud, y ambos salieron de la cámara que acababa de ser teatro de tan extraordinarias escenas.

     Buscó Elvira a su esposo sin más demora, porque si bien sospechaba que don Enrique hubiera tenido parte en la pérfida desaparición de la condesa, ni veía claro en esto ni menos lo podía asegurar. ¡Tan bien se había representado por todos la farsa que dejamos descrita! Ni por otra parte, aunque a pies juntillas hubiera creído la traición del conde, cabía en su imaginación la menor sospecha acerca del extremado honor de su esposo; sabíale ligado a los intereses de su señor, pero que él hubiese tomado parte activa en el mal hecho no le era lícito a Elvira imaginarlo siquiera.

     Así era la verdad: hidalga sangre corría por las venas del escudero y hacía vanidad de honradez y de rectos sentimientos; no era uno de los pocos hombres ilustrados de la época; no hubiera sostenido una intrincada tesis con un teólogo; participaba de las preocupaciones de su siglo; pero era en sus acciones hidalgo, y esto es por lo menos tan recomendable como el talento. Alguna parte había tenido en el criminal proyecto de don Enrique, pero sólo aquélla que no había podido excusar en calidad de escudero suyo; así que se había opuesto constantemente a las miras de su señor, habíale afeado los medios y le había reconvenido después, como arriba dejamos indicado; pero la misma probidad que le impulsaba a manifestar francamente sus sentimientos en tan delicado asunto, a riesgo de perder la gracia del conde, le impedía oponerse de hecho a sus deseos: era forzoso obedecer y callar por el propio honor del deslumbrado magnate; propúsose, pues, ser completamente pasivo y guardar el más riguroso silencio. Sospechando, sin embargo, que la primera que había de poner a prueba su fidelidad había de ser su esposa, no había vuelto a desatar las crueles ligaduras en que había quedado presa, y de que había sido él la causa, pues desde luego había manifestado al conde la imposibilidad de separarla de él y la dificultad que hubiera encontrado para realizar su voluntad mientras Elvira pudiese obrar libremente en los primeros momentos. Había, pues, dejado a alguna casualidad que no podía tardar en sobrevenir el cuidado de su esposa, deseoso de retardar a cualquier costa el instante de una explicación con ella, para la cual no tenía todavía muy meditadas las respuestas.

     Avínole mal, no obstante, pues poco tardó Elvira en presentarse ante sus ojos, con una agitación tal, que no le pudo quedar duda al infeliz del objeto de su intempestiva venida. Hubiera él querido hallarse a cien leguas entonces de su consorte y del mundo entero, en cuyas miradas creía ver a cada paso otras tantas reconvenciones a su reservada y ambigua conducta. Repúsose, con todo, lo mejor que pudo, y ni las preguntas sencillas de Elvira, ni sus halagos, ni sus reconvenciones, lograron recabar de él la menor noticia que pudiese dar luz sobre lo ocurrido a la desconsolada hermosa. Obstinóse en negar constantemente la menor participación del conde en el robo de la condesa; en una palabra, manifestó con toda entereza hallarse en la misma ignorancia que la corte toda, y aun se indignó con notable aire de verdad a la menor idea de sospecha presentada por Elvira. Comenzaba ya ésta a dudar si serían sus juicios temerarios, pero nunca pudo convencerse a sí misma; vio además a don Enrique y parecióle que brillaban al través de su aparente dolor sentimientos de otra especie. Difícil cosa es, por cierto, engañar la natural penetración de una mujer; la inutilidad de los esfuerzos del de Villena para dar con los robadores y el horrible atentado cometido en una mujer que a nadie había hecho daño, reunidos a los antecedentes particulares que de aquel matrimonio desgraciado sólo ella acaso tenía, la hacían ver más claro en tan atroz intriga que todos los demás. Inexplicable fue su dolor cuando llegó a sus oídos la funesta nueva, que de boca en boca corría por el alcázar, de la desdichada muerte de su señora; afirmábanse al recordarla todas sus sospechas, ardía en deseos de venganza, y la idea de la impunidad la hacía padecer tormentos imponderables. Resolvióse, pues, a realizar el plan que tenía meditado, arriesgado en verdad, y delante del cual había retrocedido muchas veces. El amor, en fin, que a la condesa había tenido, una voz superior y celestial que creía oír continuamente, pidiéndole venganza y reparación, la hicieron creer que el cielo mismo y que su conciencia la obligaban a volver por la inocencia, y constituyóse entonces campeón de la ultrajada virtud. Seguida del inquieto paje, que, tan asombrado como ella, lloraba también la desgracia de doña María de Albornoz, entróse en su aposento, donde la dejaremos poniendo los medios que más propios creía para dar cima a la importante empresa que sobre sí tomaba, sin comprometer su honor por otra parte, su virtud y hasta su misma tranquilidad.

 

 


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