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De vuelta don Enrique en su cámara con su primer escudero y con su favorito juglar, revolvía en su cabeza los medios de dar a su intriga la feliz conclusión que por tanto tiempo había deseado. Estorbábale la idea de Macías, pero dejó al tiempo el cuidado de iluminarle acerca de lo que de él podía temer. Despidió, pues, a Hernán, cuya probidad le incomodaba no poco para sus fines, y sólo el juglar, de cuya aparente estupidez nada recelaba, entró con él al secreto laboratorio.
-Libres estamos ya de la condesa, Ferrus -dijo -; pero merced a tu singular valor quédanos en campaña otro enemigo no menos terrible...
-Lo seré, Ferrus, o poco ha de poder don Enrique de Aragón; acabo de recibir un aviso secreto de que ha sido elegido papa en Aviñón don Pedro de Luna bajo el nombre de Benedicto XIV *. Esperaba este favorable acaecimiento de un momento a otro. Luna es aragonés, como yo, y vínculos de amistad nos unen; la lucha que habrá de sostener además con Urbano en este cisma de la Iglesia y la necesidad que tiene de Castilla y Aragón, unida a la influencia que él sabe que ejerzo en estos dos reinos, me aseguran su provisión para el maestrazgo; la piedad, por otra parte, de don Enrique III no podrá menos de pesar en la balanza en favor mío cuando éste sepa que mi allegado, el ricohombre de Luna, ha ceñido a sus sienes la triple corona. Ahora necesito sacar partido de la ignorancia en que de esta nueva está la Corte y de la feliz tardanza de la noticia de la muerte del maestre de Calatrava...
-Tu antecesor.
-Así lo espero, Ferrus. Tira el cordón que corresponde al cuarto del astrólogo y retírate a esa cámara inmediata.
Hízolo Ferrus como se le mandaba. Apenas había doblado tras sí las batientes hojas de la puerta, oyéronse los vacilantes pasos de una persona de edad que bajaba escalones con toda la prisa que sus cansados años le permitían.
-Entrad -dijo don Enrique, y se presentó en la habitación el físico de Su Alteza, Mosén Abrahem Abezarsal, el mismo que en la corte de la mañana había acompañado constantemente al Doliente rey. Su estatura era pequeña, su tez pálida y macilenta; brillaban sus ojos en su oscuro semblante como dos carbunclos en medio de las tinieblas de la noche, y era la expresión de toda su persona malignidad y avaricia; su mano descarnada y su barba larga le daban cierto aire de adusta gravedad. Su traje era un largo y amplio balandrán negro cogido con una larga correa; ayudábale a andar un nudoso y retorcido báculo semejante al bastón pastoral, y una toquilla con dos plumas malamente colocadas encubertaba su calva zolloa.
-¿En qué puedo servir al ilustre y eminente?...
-Tregua a las lisonjas; nos conocemos y entre nosotros no son necesarias.
-Sea en buena hora, conde -repuso con humildad el físico -. ¿Habéis menester de mi ciencia y de las relaciones que con el espíritu del ser conservo? ¿Queréis consultar el curso de las estrellas?...
-En cuanto a las estrellas, Abrahem, no creo saber menos que vos. Dejemos a los astros del cielo recorrer tranquilamente su carrera y no nos acordemos más de ellos que ellos se acuerdan de nosotros. Otros astros más humildes que cruzan sombríamente por esta esfera terrestre, haciendo sombra a mis vastos planes, son los que os será preciso desviar y no consultar.
-¿Queréis que amolde una semejanza de cera?... Señaladme la víctima: antes que la noche haya tendido sus densas sombras sobre el alcázar de Madrid, veréisla concluida y atravesado el pecho con punzante almarada; una lámpara arderá delante de ella; cuando gustéis, una vez pronunciado el funesto conjuro, vos mismo apagaréis el resplandor mortecino, y el que os haya ofendido, bien pudiera estar en el apartado polo, caerá herido de invisible mano...
-Tregua, viejo miserable, tregua al torpe manejo de vuestra pérfida ciencia. ¿Creéis, por ventura, que tengo yo mi tiempo libre para oír vuestras impertinencias? ¿Creéis que habláis con el imbécil don Enrique el Doliente, a quien su débil contextura arroja como una víctima inerme en vuestros groseros lazos? ¿Creéis que he pasado años enteros sobre los triángulos y los crisoles, llamando inútilmente a ese espíritu de las tinieblas, para dejarme deslumbrar de vuestra imprudente charlatanería? Guardad para el vulgo esa necia ostentación y acordaos de que es más fácil oír que adivinar.
Temblaba el viejo de mal reprimido coraje, pero no osaba arrostrar la indignación del impaciente Villena.
-Ea, Abrahem -dijo entonces don Enrique, más sosegado con el terrible efecto que en el réprobo habían hecho sus tonantes expresiones - , ¿cuánto oro habéis fabricado esta mañana?
-¿Oro? ¡Pluguiera al cielo! En vano he intentado encerrar en el crisol un rayo de ese sol que nos alumbra; él contiene la apetecida esencia del oro; pero el medio, el medio...
-¿No sabéis, pues, hacer oro con vuestra ciencia?
-Si supiera hacer oro, señor, ¿imagináis que fraguara, para ganarle, mentiras que algún tiempo yo mismo creí, pero que la experiencia me obliga en fin a desechar tristemente?
-Bien, Abrahem; ahora os ponéis en la razón, ahora habláis con el conde de Cangas. Ved, yo soy mejor alquimista. Sin andar a caza de la esencia del oro encerrada en un rayo del sol, yo hago ese precioso metal con los terrones de mis estados. Tomad esas doblas -añadió alargando al viejo, cuyos ojos brillaban ya de alegría, un repleto bolsón de cuero - , ése es el mejor conjuro; a la voz de ése no hay espíritu en el orbe que no responda.
-¿Y en qué puede serviros vuestro criado?
-Oíd: ¿sabéis qué os ha elevado al alto favor que en la corte de don Enrique gozáis?
-Con tu licencia, señor, mi padre Abrahem Abenzarsal era ya físico del rey don Pedro el Cruel.
-¿Y os sostendríais, Abenzarsal, en ese lugar, que creéis arrogantemente haber heredado, si el nieto del célebre y primer marqués de Villena quisiese patentizar a la corte entera que vuestra existencia toda, vuestras palabras, vuestra misma persona no son más que una prolongada impostura?
-Pero ¿esas preguntas?...
-Quiero asegurarme vuestra fidelidad. Conozco a los hombres; son fieles cuando tienen interés en serlo. Escuchad ahora. Quiero ser maestre de Calatrava.
-¡Por Israel! Comprendo; un rayo de luz acaba de iluminarme, y la muerte de la condesa no es ya un enigma para...
-Pues os advierto, precisamente, que debe serlo hasta para vos,
-En buen hora, señor; no digas más: confieso que no lo entiendo. Pero hay ya un maestre, y no suele haber dos en ninguna orden...
-Precisamente eso es lo que todas las figuras cabalísticas no os hubieran revelado nunca a vos antes que a los demás. No hay ninguno.
-¡Dios de Abraham! Dos muertos en menos de...
-Con respecto al maestre Guzmán, ese mismo Dios de Abraham que invocáis tuvo a bien llevarle a mejor vida.
-Ahora lo sabemos dos en Madrid. Vos y yo.
-¿Y creéis que Clemente VII...?
-Clemente VII estará probablemente ahora donde el maestre...
-¡Qué de importantes noticias!
-Don Pedro de Luna ocupa la santa silla de Aviñón. Ahora bien, ¿a qué hora veréis a Su Alteza?
-Debo asistir a su refacción de la noche.
-¿Qué más pudierais pretender? Deslumbrad a la corte. Allí podéis hacer uso de vuestra recóndita ciencia. Adivinad delante de Su Alteza las noticias que acabo de daros y adivinad también que el maestre de Calatrava ha de ser...
-Justo. Mañana me ha de saludar el Rey en la corte con ese pomposo título. Para el logro de nuestro fin es preciso que le conste al Rey que no nos hemos visto.
-Nada más fácil. Ya sabes, señor, que la quebrantada salud del joven Rey me obliga a habitar, ciñéndome a sus mismos órdenes, una habitación inmediata a la suya, y que todos ignoran que tengo una comunicación abierta con vuestro laboratorio. Su Alteza juzga que encanezco ahora sobre los crisoles, que consulto las estrellas sobre el éxito de la guerra de Granada y que revuelvo a Dioscórides buscando remedio a sus dolencias.
-Perfectamente. Esperad. Dos personas más me estorban para mis fines...
-Ya sabéis que he recibido no ha mucho de Italia un pomo de aquella agua clara, más cristalina que la que envían las sierras vecinas a esta villa, y que el que la llega una vez a sus labios no vuelve en sus días a tener sed.
-Basta, Abenzarsal, basta. Si el estudio endurece de esa suerte el corazón del hombre, quemaré mis libros, viejo empedernido en el pecado; soy ambicioso, pero creo que hay un Dios, y juzgo que ya he hecho lo bastante hoy para haberle de dar cuentas largas y terribles el día que se digne llamarme a su juicio.
-En ese caso...
-Oíd. La una persona es un doncel de Enrique el Doliente, un mancebo valeroso; las armas no pueden nada con él... pero es mozo de pasiones vivas; acaso manejándolas y volviéndolas contra él mismo...
-¿Se llama?
-Macías.
-En el alcázar, por mi desgracia.
-Tranquilizaos. Vos ignoráis, acaso, algunas circunstancias que derraman gran luz sobre mis ideas. Mañana os he de decir...
-Bien; sabed que ese mancebo ha estado fuera de la Corte por una pasión que le domina...
-¿Qué decís? Yo creí que mis servicios sólo...
-Os equivocáis.
-¡Ah! ¡De esa ignorancia nació mi error! Proseguid.
-Es bizarro, pero preocupado, supersticioso como los jóvenes todos de esa corte ciega y atrasada...
-En una ocasión halléle en mi habitación; iba a consultarme sobre su horóscopo; examiné su temperamento, ardiente, arrebatado; hícele varias preguntas al parecer indiferentes; pero un joven de veinte años mal hubiera pretendido encubrir su flaco a un hombre de mi experiencia. Díjome sin querer decirlo que amaba, y de sus respuestas, que yo aparentaba despreciar, inferí que amaba a una dama casada...
-¿Casada?
-Mi predicción fue vaga. Deseoso de informarme mejor, tomé tiempo para responderle más claramente. Observéle entretanto; de allí a pocos días un ramillete cayó del pecho de una dama desde un corredor al patio de los leones de Su Alteza; recordaréis que un caballero incógnito, armado y calada la visera, se precipitó a recoger el ramillete a riesgo de su vida...
-El ramillete era de Elvira; el caballero, Macías. En la corte, y entre los que no tenían antecedente ni interés alguno en observarlos, esta anécdota sonó dos días y se olvidó después. De allí a poco anuncié al mancebo que un astro fatal le perseguía en la Corte.
-El crédulo mancebo me creyó y desapareció. No me cabe duda: ama a Elvira, y la ama como un frenético. Mas, debe de ser correspondido; la dama no pensó en recoger su ramillete. Creedme, le he examinado atentamente; es de aquellos hombres en quienes el amor es siempre precursor de la muerte.
-¡Qué descubrimiento! ¿Y pensáis que...?
-Pienso que si logramos poner en juego esa pasión, pienso que si el doncel no ha olvidado su amor, vuestros enemigos se destruirán por sí solos, sin que necesitéis cargar vuestra conciencia con un crimen.
-Hacedlo, Abenzarsal, hacedlo -gritó don Enrique fuera de sí - , quitáisme un peso horrible.
-Un medio para reunirlos, una ocasión, y son perdidos.
-Un medio, una ocasión... es más fácil decirlo que...
-Sí; una vez impuesto Hernán Pérez su ruina es cierta; el escudero es osado, pundonoroso, valiente...
-¡Ah! pero me hacéis recordar... Si ha de envolver su desgracia la de mi escudero... Mirad que me ha prestado servicios...
-Tranquilizaos, ilustre conde. ¿Qué mal le podrá venir? ¿Haber de encerrar a su mujer en una reclusión para toda su vida? Supongo que sabéis que un esposo de tres años no se morirá de tristeza por tan terrible golpe... Vos erais también esposo y...
-Abrahem, Abrahem, ya os he dicho que no consiento alusiones en esa materia; dejadme tiempo a lo menos para reconciliarme conmigo mismo.
-Señor...
-En buen hora, concluyamos en ese asunto, pues vos me respondéis de mi inocencia y de la vida de mi escudero; de consuno buscaremos un medio para reunirlos, y acaso la Virgen Santísima de Atocha, de quien soy devoto, nos le proporcione presto. Si lo consigo, ofrezco edificarla un santuario en la mejor villa del maestrazgo...
-Besad este escapulario, señor, que representa su efigie -dijo entonces el redomado físico, alargando el que del cuello traía pendiente - , y ella y su Hijo os ayuden.
-Amén -dijo levantándose don Enrique, con aquella incomprensible mezcla de devoción y de imprudencia, de religión y de vicios, que distinguía así a los hombres vulgares como a los más ilustrados de la época, sin que dejemos de inclinarnos a creer que en hombres como nuestros dos interlocutores eran aquellas prácticas exteriores hijas sólo de la costumbre -. Amén -repitió, y apretando la mano del físico, separáronse con una afectuosa mirada de inteligencia; volvió a subir el astrólogo la escalera escondida por donde había bajado, para meditar en los medios de cooperar a los planes ambiciosos de don Enrique, y éste cruzó su laboratorio alquimístico en busca de Ferrus, que en la cámara impaciente le esperaba.