Mariano José de Larra
El doncel de Don Enrique el Doliente

Capítulo vigésimosegundo

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Capítulo vigésimosegundo

 

                                        

Cuando la noche cerró,

 

Ambos se fueron armare,

 

Cabalgaron a caballo,

 

Salieron de la ciudade,

 

Armados de todas arma

 

A guisa de peleare.

 

Rom. del marqués de Mantua.

 

     Con feroz expresión de alegría llegó Abenzarsal a noticiar al conde de Cangas y Tineo el funesto resultado de su bien combinada intriga; gran parte había tenido en ella la casualidad; pero ni creyó oportuno declarárselo así al conde ni acaso lo creería él mismo. Regocijóse mucho don Enrique de Villena al principio de su narración, pero fue oscureciendo su rostro una nube de descontento cuando, llegando al desenlace de la escena referida en nuestro anterior capítulo, calculó que a la hora en que él estaba escuchando tranquilamente de boca del empedernido viejo la horrible maquinación, ésta podría estar costándole la vida a uno de los dos combatientes, pues no era difícil inferir que a pelear y no a otra cosa habían salido en aquella forma y a aquellas horas del alcázar el amoscado hidalgo y el impetuoso caballero. Parecióle de veras mal que pasase la burla tan adelante. Cuando había admitido para este asunto los auxilios del astrólogo judiciario o se había lisonjeado de que éste conseguiría colocar las cosas en cierto punto del cual no pasasen, y que bastase, sin embargo, para poner fuera de combate a sus enemigos; o lo que es más probable, no se había tomado el trabajo de reflexionar suficientemente que las pasiones no se manejan con la mano, y que el tino ha de estar en ver cómo se ha de soltar el león de la jaula, porque una vez suelto, ni hay retroceder ni hay calcular dónde y cómo habrá de parar el estrago. Como todos los hombres débiles y faltos de energía, había procurado ahogar en un principio los latidos de su conciencia, si se nos permite esta atrevida metáfora. En balde trató el viejo redomado de tranquilizar su espíritu y embotar sus remordimientos presentándole el caso menos arriesgado de lo que era y debía ser realmente; en balde le citó mil ejemplos de desafíos empezados y no concluidos, y enumeró infinidad de ellos terminados al llegar al campo por miedo de uno o de los dos adversarios, o por cualquiera extraña casualidad ; o llevados a cabo, en fin, a costa sólo de algunas heridas de poca importancia y gravedad. Para haber cedido a la insinuante persuasión del físico era preciso no haber conocido el pundonoroso espíritu del hidalgo, y haber ignorado completamente la fibra irritable y la arrojada decisión del doncel. Luchaba el conde con mortales angustias entre el deseo de ver perdido al doncel y el temor de que quedase envuelto en su ruina su fiel escudero, cuyos leales servicios y cuya probidad, sólo cariño y respeto le podían merecer. Si hubiera sido posible que por una causa ajena enteramente de él hubiera desaparecido Macías y callado para siempre la importuna honradez del hidalgo, hubiérase alegrado tal vez, pero la idea de que iba a recaer sobre su cabeza la sangre de un semejante suyo, no era bastante malvado para arrostrarla. ¡Estado infeliz del hombre que ni puede llamarse bueno ni malo completamente, en cuyo corazón domina todavía el conocimiento de lo primero, sin el suficiente vigor para desechar lo segundo! El tiempo, entretanto, corría, y era forzoso decidirse presto.

   -Abenzarsal -dijo por fin Villena con la violencia que se hace el enfermo para pasar de un trago la amarga medicina a que ha de deber mal su grado su salud - , Abenzarsal, me habéis perdido. Nada habéis hecho por mí si muere alguno. Corramos a evitar una catástrofe. ¡Ay de nosotros si llegamos tarde! No os mandé yo tanto.

   -¿Qué dices, señor? -repuso asombrado el astrólogo, que contaba todavía con la indecisión del conde y con su propia elocuencia para acabarle de determinar -. ¿Pretender lograr tus planes con semejante cobardía? ¿Nada quieres sacrificar? Nada, pues, lograrás. El entendido maestro corta un brazo para salvar los demás miembros. Los términos medios nada remedian. Dejémosles correr su suerte. Si su constelación, por otra parte, es morir, ¿qué poder tendremos para contrastar los astros?

   -¡Los astros!, ¡los astros! Acostumbrado a ese pérfido lenguaje, queréis deslumbraros a vos mismo. Si uno de ellos está pereciendo en este instante, ¿qué astro sino vuestra intriga les habrá perdido?

   -Eso querrá decir, don Enrique, que su constelación era que les perdiese mi intriga.

   -Basta, Abenzarsal -gritó Villena mirando al reloj -. Cada grano de menuda arena que veis caer en la parte inferior de esa vasija es una gota de sangre tal vez, y no encierran tantas gotas las venas de ningún hombre como granos contiene ese arenero. Abenzarsal, yo quiero que su constelación no ordene su muerte; venid conmigo...

   -¿Adónde? ¿Quién es capaz de adivinar dónde han dirigido sus pasos en medio de las tinieblas de la noche, dos locos, que...

   -Locos, sí, locos; pero hombres, en fin, que cuerdos o locos no tienen más que una vida, y ésa la perderán si les dejamos.

   -¿Y bien? ¿Serán los primeros que hayan muerto víctimas de su necedad? ¿Soy yo, por ventura, quien les ha persuadido de que vale tanto una hermosura pasajera como la vida del hombre? Si no han aprendido a conocer a la mujer, ¿será nuestra la culpa de su muerte? ¡Insensatos! Los que consienten en morir por un ser pérfido no merecen que nadie dos pasos para salvarles la vida. ¿Serán por ventura más felices cuando la conserven para vivir esclavos y fascinados por el loco capricho de un sexo envenenador, para creer gozar en una falsa sonrisa, para llorar lágrimas de sangre ante un injusto desdén? Su muerte será acaso su felicidad.

   -¡Sofisma, Abenzarsal, bárbaro sofisma!

   -Es decir, pues -replicó el viejo, batido en sus últimos atrincheramientos - , es decir...

   -Es decir, viejo insaciable, que no consiento réplicas. ¿Cuánto oro necesitas para ceder? ¿En cuánto aprecias la vida de dos hombres?

   -Si por eso lo decís, en nada. De balde les salvaré.

   -Tomad, sin embargo -repuso Villena arrojándole otro bolsón parecido al que poco antes le había dado - , tomad y acallad con oro vuestra conciencia, si es que os remuerde de obrar bien alguna vez. Vamos de aquí, ¡Quiera el cielo oír mis votos! Aseguraremos sus vidas, y no nos faltarán medios después para deshacernos de ellos de un modo menos culpable.

     Al decir esto asió del brazo al astrólogo, que obedeció de mala gana a la violencia que se le hacía.

   -¡He aquí el hombre! -salió diciendo entre dientes detrás de Villena, que a pasos precipitados se lanzó fuera del aposento -. Inventa recursos, Abenzarsal -añadió hablando consigo mismo - , imagina arbitrios para engrandecer a un ser débil y de carácter indeciso, y él mismo derribará la obra que hayas edificado. ¡Remordimientos, remordimientos dos hombres! Sin embargo, si mueren por una hermosa, la hermosa al saber su muerte, la colgará como trofeo en el altar de sus conquistas, y volverá los ojos a emponzoñar tranquilamente con sus nuevas sonrisas y desdenes la existencia de un tercero. ¡Y nosotros, entretanto, con remordimientos!

     Mientras esto pasaba en la cámara de don Enrique de Villena, caminaban hacia el soto de Manzanares con el mayor silencio nuestros dos competidores. El hidalgo, al salir por la puerta del cubo de la Almudena, se había vuelto a Macías, que le seguía con la indiferencia y serenidad de un hombre que nada espera y que está por consiguiente dispuesto a todo, y le había dicho:

   -Caballero, mientras más apartados de la población, reñiremos con más libertad.

     Al decir estas palabras, que fueron sin duda oídas, aunque no contestadas, hizo un ademán con la mano dando a entender que debían seguir algún trecho más adelante, camino de la casa de El Pardo, que a la sazón edificaba don Enrique el Doliente en medio del famoso soto. Macías manifestó su asentimiento a tal proposición, siguiéndole a pocos pasos. Así anduvieron largo trecho, conservando siempre entre sí igual distancia y el mismo silencio; parecían en medio de la oscuridad dos troncos cortados a igual altura, que movidos de impulso extraordinario, se trasladaban a otro punto, por entre sus muchos lozanos compañeros, que desafiaban a las nubes con sus altas copas, por cuyas ramas pasaba, agitándolas y susurrando tristemente, el viento de las vecinas sierras. Por fin, llegaron a una especie de plazoleta formada por los leñadores, que habían hecho su carga en aquel paraje derribando algunos arbustos y matorrales. Paróse al entrar en ella el hidalgo, miró en derredor, y dando con el pie en el suelo y desembozando su corto capotillo:

   -Aquí -dijo con voz alterada por la cólera - , aquí.

     Imitó el doncel su acción, y desenvainando su espada sosegadamente, esperó a que le acometiera su contrario con resuelto continente. Desenvainó la suya también el escudero, pero antes de proceder al combate cruel que les esperaba:

   -No creo inútil -dijo al doncel - que fijemos los pactos de nuestro duelo. En primer lugar deseo preguntaros si tenéis noticia de una música que se dio no hace muchas noches al pie de la ventana de mi señora la condesa de Cangas y Tineo.

   -Sí -contestó Macías secamente -. Defendeos.

   -Esperad. ¿Y sabéis quién era el músico?

   -No me creo obligado a contestaros -repuso Macías en el mismo tono, volviendo a hacer ademán de dar principio al combate.

   -¿Y queréis decirme quién era la dama enlutada que acusó esta mañana en pública corte a mi señor el conde?

   -Los mismos datos tenéis para conocerla que yo.

   -¿Qué motivos tuvisteis para abrazar su defensa?

   -Los que creí justos.

   -¿Cómo os he encontrado solo con ella en el laboratorio del judío? ¿Sabéis que soy su esposo?

   -He dicho una vez por todas que no me creo obligado a responderos. No acostumbro a sufrir interrogatorios.

   -No me podréis negar que una entrevista de esa especie supone relaciones que mi honor...

   -Vuestro honor está ileso. Vuestra esposa, inocente.

   -Probádmelo.

   -Con la punta de mi espada, al momento.

   -¿No tenéis, pues, otras pruebas?

   -Para hablar, hidalgo, no necesitábamos habernos apartado tanto de Madrid.

   -Decís bien -repuso el hidalgo, en quien la ira crecía más y más en el corazón con cada respuesta del arrogante mancebo -: vengamos, pues, a los pactos de nuestro duelo. El que venza...

   -El que venza -dijo Macías irritado ya por la tardanza -enterrará al otro, o lo dejará, si le parece mejor, para pasto de los cuervos de Castilla.

   -Si le venciese, empero, sin matarle, podrá imponerle...

   -Os prevengo, hidalgo, que no me venceréis sino matándome. Por lo demás, recordad que no estáis armado caballero, y cuando me sujeto a reñir con vos, no puede haber pacto por consiguiente entre nosotros.

   -No estoy armado, pero soy hidalgo. Por no haberla recibido no desconozco la orden de caballería...

   -Probadlo, pues.

     Bien vio el hidalgo que en balde intentaría obtener de su adversario más amplias explicaciones. Meditó un momento buscando en su imaginación algún medio que pudiera hacerle conocer si era realmente tan culpada su esposa como él lo había imaginado o si habría procedido de ligero; pero no hallando ninguno, y temiendo, por fin, que sus dilaciones diesen motivo al doncel para dudar de su valor, púsose en actitud de acometer sin proferir más palabras, y dentro de pocos instantes sonaban ya las espadas cruzándose con desapacible y temeroso ruido. La oscuridad no permitía una defensa tan hábil como la exigía la seguridad de cada uno; pero en cambio podemos decir que realmente entrambos a dos tiraban más bien a ofender al contrario que a resguardar su propia vida del contrapuesto acero. Por otra parte, los dos manejaban las armas y las conocían perfectamente. Imposible nos fuera enumerar y describir los golpes que se tiraron y las heridas que recibieron: nada dicen de esto las leyendas. Lo único que podemos asegurar, como si lo hubiéramos visto, es que a poco rato de encarnizada refriega, se hallaba ya tinto el suelo en más de un paraje con la roja sangre de los combatientes. Ni una palabra se oía; ni una exclamación involuntaria que exhalara alguno al sentirse herido o al conocer que su estocada había dado en el cuerpo del contrario; y el aullido de algún lobo, que al ruido del hierro huía precipitadamente todo espantado del sitio del combate, era el único rumor que en gran trecho a la redonda se percibía.

     De allí a poco, parándose de pronto el doncel y clavando en tierra la punta de su espada:

   -Hidalgo -dijo en voz baja - , teneos; ¿no habéis oído algo?

   -Nada -respondió el hidalgo, cesando de pronto en el acometer.

   -Imaginé haber oído pies de caballos en el camino inmediato, y aun si mi oído no me engaña, pasos de alguno persona entre esos espesos matorrales.

   -Alguna fiera que busca su guarida. ¿Estáis cansado?

   -De vivir y de que me resistáis. Espero que no podré temer una emboscada ni...

   -¿Qué decís? ¿No hemos salido juntos?

   -Perdonad.

   -¿Estáis herido?

   -No -contestó Macías con voz que reprimía el dolor, tal vez, de los golpes recibidos -. No es vuestra la herida que me duele.

   -Ahora creo yo oír gente -dijo a su vez Fernán -; sintiera que nos interrumpiesen.

   -¿Interrumpir, hidalgo? ¡Ea!, acabemos de una vez. A buen tiempo llegan; enterrarán al vencido.

   -Acabemos -respondió Fernán.

     Y volvieron con nuevo furor al interrumpido combate, no ya como hasta entonces batiéndose según las reglas de la caballería, y atacando y respondiendo. Alzadas a un tiempo mismo las espadas, descargábanlas simultáneamente, sin cuidar más de la defensa que si tuvieran dos vidas. Iban a acabarse muy presto uno a otro, pues que si bien Macías llevaba indudablemente ventaja en el manejo de las armas, la oscuridad y su rabia no le permitían usar de ella, y el hidalgo reñía con celos. La casualidad, empero, quiso que Hernán Pérez, al arrojarse sobre su adversario, pusiese el pie en un paraje del suelo humedecido con la sangre que ambos habían perdido, y por tanto resbaladizo; no bien le había sentado, cuando el mismo impulso que su cuerpo llevaba le hizo venir a tierra a los pies del enfurecido doncel. Vencedor ya éste, dirigió la punta de su espada al rostro del caído.

   -¡Sois muerto! -le gritó; pero al mismo tiempo una mano, más fuerte que las manos unidas de diez hombres, asiendo del brazo del vencedor, no sólo le detuvo en su mortífero intento, sino que levantándole en el aire, le apartó largo trecho del sitio de la pendencia, con la misma facilidad que lleva el viento un ligero copo de nieve de una parte a otra. No volvía el doncel de su aturdimiento, ni acababa de entender el caído hidalgo cómo le duraba la vida todavía.

     Oyóse al mismo tiempo gran ruido de caballos que se abrían paso por entre la espesura de la selva.

   -¡Aquí están -decían unos a otros - , aquí!

     Llegándose en seguida dos de los jinetes, que para alumbrarse traían teas en la mano, al que en el suelo yacía, y no debía de estar muy bien parado según lo indicaba su extrema palidez; probó a levantarse al sentir sobre sí aquella máquina de gentes extrañas, pero inútilmente; el terrible golpe que acababa de llevar, cayendo cuan largo era, había abierto más sus heridas, y así permaneció en tierra, esperando en silencio el desenlace de aquella extraordinaria interrupción. Macías, en tanto, buscaba con los ojos, por todo lo que alcanzaba a ver a la luz de las teas, al atrevido que había osado apartarle de aquel modo, tan incivil como peregrino, de su ya conseguida victoria; pero en cuanto los de las teas hubieron reconocido al hidalgo y -a su contrario, matando las luces de repente:

   -El caído es Fernán Pérez -dijo el que parecía principal de ellos -; el otro el doncel.

     Y no bien hubo acabado estas palabras, cuando precipitáronse tres jinetes sobre el doncel, que se dirigía ya hacia ellos con el objeto de reconocer qué gente fuese, desenvainaron las espadas y comenzaron a acometerle todos a una con la ventaja de los caballos y con la de gente no cansada ya como él de pelear. Amparó Macías en tan inminente peligro sus espaldas del tronco de un árbol, y defendíase como un león acosado a la puerta de su caverna por una manada de hambrientos lobos.

   -Date -le gritó uno de los tres -; no queremos tu vida, sino tu persona.

   -Jamás, cobardes -les gritó Macías defendiéndose con bizarría, y a los primeros golpes acertó a dejar a uno desmontado, hiriéndole peligrosamente el caballo. Los compañeros, que vieron tan indeciso el combate, acudieron en número de otros tres al auxilio; y era evidente que Macías no hubiera podido resistir mucho tiempo a lucha tan desigual.

   -Date -repitió el mismo que había hablado al ver llegar el socorro - , date o eres...

     No pudo acabar la frase, porque dio consigo en tierra desde el caballo, con no poca admiración del doncel, que entretenido con otro, no había podido ofender al que hablaba. Igual suerte tuvo de allí a un momento el que más acosaba a Macías.

   -¡Mueren por sí solos mis enemigos! -exclamó Macías -. Villanos -prosiguió cobrando ánimo con la invisible protección que el cielo le daba - , rendíos, y decid quién sois, y qué intento os ha traído. Si sois salteadores...

   -¡Muera! -dijo uno de los tres que le quedaban acometiendo -. ¡Muera! Yo daré cuenta de su muerte. Él ha muerto a tres de los nuestros. Abalanzóse sobre él Macías, pero antes que su espada hubiese llegado a tocarle -: ¡Cielos!, ¡soy muerto! -y cayó cuan largo era.

     Al oír esta exclamación tan inesperada, llenos de terror sus compañeros, dieron a correr gritando:

   -¡Es hechicero! ¡Es hechicero! ¡El diablo le defiende!

     Arrojóse tras ellos Macías, pero conoció que sería vano intento querer alcanzarlos; detúvole en aquel punto la misma mano que parecía haberle salvado aquel día de tantos peligros.

   -¿Quién eres? -iba a decir Macías a su invisible protector, cuando una voz ronca que parecía hablar sola en medio de las tinieblas, dijo con reposado continente:

   -¡Voto va! dejad ese venado, que ni sirven esas piezas para yantar, ni menos para vestir. El montero de ley no ha de cazar nunca raposas, cuando puede cazar venado más noble.

   -¡Cielos! -exclamó Macías -; ¿eres tú, Hernando? ¿Es a ti a quien debo esta noche la existencia acaso?...

   -¡Por Santiago! Yo creí que ya sabía mi amo el doncel Macías que donde está la fiera allí está Hernando.

   -¡Hernando! -exclamó Macías arrojándose en sus brazos.

   -Vaya, dejemos eso. Si esta noche me debéis la vida, yo os la estoy debiendo todo el año, pues me mantenéis. ¡Voto va!, ¿y qué pieza era ésa que estaba ahí tendida?

   -Hernando, me recuerdas mi deber; busquemos a ese desgraciado. Está vencido y debemos dar treguas al rencor.

     Pusiéronse a buscar en seguida al hidalgo, pero inútilmente.

   -¡Esta es buena! -dijo Hernando - Los pícaros lo han llevado. ¡Bella presa! ¿No dije yo, señor, que no podía salir nada bueno de ese astrólogo? A mí líbreme Dios de hombre que no caza. En su vida ha cogido un venablo.

   -¡Ea! Hernando, esas reflexiones son para otro lugar; puesto que el hidalgo no parece y que nosotros cumplimos ya con nuestro deber, partamos. Necesito curar mis heridas...

   -¿También eso? Vamos, señor; ¡vive Dios! Hernando quiere que lo manteen a él si vuelve a suceder, mientras estemos en esta maldita corte, que se separe un punto de su amo y señor.

     Concluida esta imprecación, hicieron otro rebusco por si a una parte u otra podrían encontrar vivo o muerto al escudero. Y yendo apoyado Macías en su fiel montero, por el dolor que empezaban a causarle las heridas, tomaron en seguida el camino de Madrid, por el cual ningún vestigio habían dejado los de los caballos, si es que por él habían pasado.

 

 


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