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Todo le parece poco
Y a la honra esfuerzo y brazo.
Después del mal éxito que había tenido la tentativa de don Enrique de Villena y del judío Abenzarsal para quitar de en medio el estorbo de Macías, apenas quedaba a éstos otro recurso que esperar el sesgo que quisiesen tomar las cosas.
En realidad sólo podían temer ya de él fundadamente el juicio de Dios, que acerca de la acusación quedaba pendiente, porque las medidas que habían tomado para asegurar el maestrazgo habían sido tales y tan buenas, que aunque quedaban declarados por la parcialidad de don Luis de Guzmán gran número de castillos y lugares de la Orden, podía contar el maestre, sin embargo, con la mayor parte. Estaban por él Alhama, Arjonilla, Favera, Maella, Macalón, Valdetorno, la Frejueda, Valderobas, Calenda y otras villas del maestrazgo, con más infinitos castillos, en los cuales había puesto ya alcaides a su devoción. Con respecto a Calatrava, donde estaba el primer convento de la Orden y el clavero, hechura todavía del maestre anterior, no se habían apresurado a prestarle el homenaje debido, sino que habían respondido, tanto a él como a Su Alteza, que convocarían el capítulo para elegir y nombrar, según los estatutos de la Orden, al maestre. Lisonjeábase el clavero en su respuesta de que la elección de Su Alteza hubiese recaído en un príncipe tan ilustre y de sangre real, y se prometía que los votos todos unánimes de los comendadores y caballeros serían conformes con los deseos del rey don Enrique; pero esto era, en realidad, resistirse a la arbitrariedad y ganar tiempo con buenas palabras. El artificioso conde no había creído oportuno, sin embargo, intrigar para que se acelerase la reunión del capítulo, porque se prometía acabar de ganar las voluntades de sus enemigos en el ínterin, y sólo Luis de Guzmán era el que no perdonaba medio de llevar a cabo cuanto antes sus intenciones. Presentóse, en consecuencia, a Su Alteza con una humilde demanda, firmada por él y sus parciales; en ella alegaba el derecho de la Orden de elegirse su maestre, y no dejaba de apuntar el que creía tener a la dignidad de que estaba ya casi en posesión el de Villena. No fue tan bien recibida esta moción de Su Alteza como se esperaba; pero el rey Doliente era demasiado justiciero para atropellar abiertamente los fueros de una Orden tan respetable; convencido, además, de que el cielo había designado para maestre a su ilustre pariente, curábase poco de creer en la posibilidad de otra elección, y así, fue su decisión que el capítulo se reuniría en cuanto él recibiese las noticias que esperaba de Otordesillas, que eran en realidad las que más por entonces le ocupaban, pues deseaba ardientemente que su esposa doña Catalina diese a luz un príncipe digno de suceder en su corona, si bien estaba jurada ya princesa heredera por las Cortes del reino la infanta doña María, su primogénita. Más de un astrólogo de los que en aquellos tiempos de credulidad y superstición vivían especulando con la pública ignorancia, le habían lisonjeado con esperanzas conformes con sus deseos. Quedó, pues, pendiente por entonces el litigio del maestrazgo, y cada uno de los contrincantes procuró aprovechar aquel intervalo para engrosar su partido. Don Enrique era, entretanto, el mejor librado, pues disfrutaba a buena cuenta de las prerrogativas y de gran parte de las rentas y dominios del maestrazgo, que la adulación de sus parciales se había adelantado a poner a su disposición.
Quedaba en pie, solamente, la otra merced que en la mañana de la acusación de Elvira había dispensado Su Alteza al adversario de Villena. Pero no tardó mucho Macías en estar en disposición de concurrir de nuevo a la corte, y de acompañar al Rey en sus partidas de cetrería, especie de caza de que gustaba mucho Su Alteza, y en que su doncel sobresalía singularmente; afianzóse más en ella la amistad que el Rey le profesaba; en consecuencia, de allí a poco Su Alteza mismo quiso, como lo había prometido, poner el hábito de Santiago a su doncel; esta ceremonia, con toda la solemnidad que de tal padrino podía esperarse, se verificó en la iglesia de Almudena, con presencia del maestre de la Orden y de todos los comendadores y caballeros santiaguistas que asistían a la sazón a la corte; favor singular que hubiera lisonjeado singularmente el amor propio de Macías si hubiese él podido desechar la funesta idea que le perseguía siempre por todas partes desde que por primera vez había visto a Elvira, y en particular desde que la explicación desgraciada que había tenido en la cámara del judío no había podido dejarle a ella duda alguna acerca de su amorosa pasión. El doncel, desde aquella funesta noche, no había vuelto a ver al objeto de su amor, que viviendo en el mayor retiro, y cuidando sólo de la salud de su convaleciente esposo, evitaba toda ocasión de presentarse en público, fuese porque la tristeza, que cada vez se arraigaba más en su corazón, la hiciese no hallar gusto sino en la soledad, fuese porque se hubiese afirmado en quitar al doncel todo motivo de esperanza; fuese, en fin, por desvanecer en el ánimo de Fernán Pérez de Vadillo todo género de duda acerca de su irreprensible conducta. ¿De qué servía, empero, al doncel no ver personalmente a Elvira, si un solo momento no se separaba su recuerdo de su ardiente imaginación?
Entretanto se restablecía diariamente el hidalgo de sus heridos; el cuidado de su esposa, la flaqueza que aún le quedaba y la ausencia del doncel, si no habían bastado a aplacar su rencor, contribuían no poco a debilitar la fuerza de sus sospechas y a embotar en gran manera sus primeros celos, Pero conforme iba volviendo la serenidad al corazón de su esposo, conforme iba el peligro desapareciendo, volvía a tomar imperio sobre Elvira el recuerdo de su perdido amante. Le hubiera sido, además, imposible olvidarle del todo. En la Corte ningún caballero hacía más papel que Macías; era raro el día que no tenía que oír de sus mismos criados los elogios suyos, que de boca en boca se repetían. Ya había bohordado en la plaza con tal primor, que había dejado atrás a los mejores jugadores de tablas; ya había compuesto una trova o una chanzón tan tierna, tan melancólica, que no había dama que no la supiese de memoria, ni juglar que no la cantase al dulce son de la vihuela de arco, instrumento de quien dice el arcipreste de Hita, autor contemporáneo.
La vihuela de arco fas dulses de balladas,
Adormiendo a veces, muy alto a las vegadas,
Voces dulces, sonoras, claras, et bien pintadas
A las gentes alegra, todas la tiene pagadas.
¿Y cómo resistir, sobre todo, a este mágico poder, si al leer la trova o la chanzón donde los demás no veían más que una brillante poesía, Elvira no podía menos de leer un billete amoroso? Parecía que sus composiciones la estaban mirando continuamente a ella, como los ojos de su autor. Miraba a veces a su esposo, al parecer, Elvira, y su imaginación solía estar muy lejos de él. Una lágrima entonces, dedicada al doncel, solía asomarse a sus ojos. Vadillo, convaleciente aún, la miraba absorto y enternecido: «Elvira, le decía, da tregua a tu aflicción; todo peligro ha huido; me siento mejor ya, y esas lágrimas que por mí derramas sólo pueden contribuir a afligirme.» Volvía en sí Elvira al oír esas palabras; un oculto sentimiento de vergüenza teñía sus mejillas de carmín, y la despedazaba la idea de abusar, sin querer, de la credulidad de su esposo.
En los primeros días había esperado Elvira a que Fernán Pérez la hablase del acontecimiento que le había reducido a aquel término; y lo había esperado con ansia y con temor, pero en balde. El hidalgo, fuese por amor propio, fuese por no tener bastante seguridad para emprender una explicación en que él no podía hacer todavía el papel de acusador, guardó el más riguroso silencio. En vista de esta conducta, parecióle a Elvira que lo mejor que podía hacer era aventurar alguna pregunta; pero igual suerte tuvo su arrojo que su expectativa. No sólo no consiguió ninguna explicación satisfactoria en este punto, sino que habiendo conocido que toda conversación relativa a la noche del duelo, alteraba visiblemente a Vadillo, hubo de renunciar a su importuna curiosidad. Creyendo el hidalgo, también, que su esposa le negaría haber sido ella la enlutada encontrada en el cuarto del astrólogo, y que mientras no tuviese otras pruebas irrecusables sería más bien espantar la caza que asegurarla el hablar del caso, observaba sobre este particular la misma conducta que sobre el duelo, reservándose, sin embargo, dos cosas: primero, el propósito de espiar más escrupulosamente en lo sucesivo todos los pasos de Elvira; segundo, la intención decidida de terminar cuanto antes, con cualquiera ocasión y pretexto que fuese, el suspendido duelo con el hombre primero que había aborrecido en su vida, y que había aborrecido como se aborrece cuando no se aborrece más que a uno.
Constante en estos propósitos, no bien estuvo Hernán Pérez restablecido, dirigióse a la cámara de su señor el conde de Cangas. Su semblante dejaba ver todavía la huella de la enfermedad.
-Hernán Pérez -le dijo don Enrique con afabilidad, ¿os han permitido ya dejar el lecho? Debierais recordar, sin embargo, que vuestra salud es harto importante para vuestro señor, y no exponerla con tan temerario arrojo a una recaída peligrosa.
-Las heridas del cuerpo, gran príncipe, aquéllas que hizo la lanza o la espada -repuso Vadillo con reconcentrada tristeza - sánanse fácilmente; las que recibimos en el honor son las que no se curan sino de una sola manera.
-¿Qué decís? ¿Será que, por fin, os habréis decidido a abrirme francamente vuestro corazón? -contestó don Enrique -. ¿Será que queráis explicarme los motivos de vuestra conducta, de ese duelo singular, cuyos efectos se ven todavía en vuestro rostro, y de esa reconcentrada melancolía que deja diariamente en él huellas aún más indelebles y duraderas?
-Señor -contestó Vadillo - , ya creo haber manifestado a tu grandeza en varias ocasiones que mi mayor pena es no poder confiarte las muchas que agobian a tu escudero.
-Quiero no darme por ofendido -contestó fríamente Villena - de vuestra inconcebible reserva.
-Perdónala, señor -dijo Vadillo, hincándose de rodillas - , y permite que puesto a tus plantas solicite tu escudero de tu grandeza una gracia, que acaso nunca te hubiera propuesto sino en el campo de batalla, si una ofensa, y una ofensa mortal, no le obligara a ello.
-Alzad, Vadillo, y decid la gracia, que yo os juro por Santiago que os será concedida.
-No me levantaré, señor, mientras que no sepa que nadie en lo sucesivo podrá decir impunemente a un hidalgo: «No ha lugar a pacto entre nosotros, pues no eres caballero.» Ármame, señor. Si mis largos servicios te fueron gratos; si pasando de la clase de doncel, en que fui admitido a tu servicio, a la honrosísima que ocupo hoy a tu lado, no dejé nunca de cumplir con esas sagradas obligaciones que los más grandes señores no se desdeñan de ejercer; si desempeñé los deberes de la hospitalidad con tus huéspedes y los de la mesa contigo; si fue siempre la fidelidad mi primera virtud; si has tenido pruebas de mi valor alguna vez, confiéreme, señor, esa orden tan deseada. Y si no bastan mis méritos, básteme esa hidalguía, de que en balde blasono, si puede cualquiera deshonrarme impunemente como a villano pechero.
-Alzad, Vadillo -dijo don Enrique viendo que había acabado su petición el afligido escudero -. Por mucho que me sorprenda vuestra demanda en esta coyuntura -continuó - , por mucho que me dé que recelar, mal pudiera negaros una gracia, a que sois, Vadillo, tan acreedor.
-Guarde el cielo, señor, tu grandeza...
-Remitid, Vadillo, vanos cumplimientos. Os armaré; os lo prometí en pública corte y no ha mucho tiempo, y tomo a repetíroslo ahora. Pero decidme, ¿qué causa en esta ocasión más que en otra?...
-Tu honor y el mío. Has sido calumniado, atrozmente calumniado; porque tú dijiste, señor...
-Calumniado, sí, Vadillo, calumniado. Pongo al cielo por testigo que podéis, fiado en la justicia de mi causa...
-Bástame tu palabra a desvanecer mis dudas todas. Quiero, pues, que mi primer hecho de armas, en que gane mi divisa, sea la defensa de mi señor. Yo alcé en tu nombre el guante que un mancebo temerario arrojó públicamente en testimonio de desafío. Yo responderé de él; si tu causa es justa, la victoria es segura.
-¿Cómo pudiera no aceptar vuestra generosa oferta, Fernán Pérez? Quédame, sin embargo, una duda; duda que, en obsequio vuestro, quisiera desvanecer. Solos estamos; abridme vuestro corazón; decidme, ¿no tenéis alguna otra causa que os mueva?...
-Señor...
-¿Presumís que puede tenerse noticia de vuestro encuentro con Macías en el soto... y del arrojo con que os adelantasteis en la corte a alzar el guante, al punto que visteis ser él el mantenedor de la acusación, sin sospechar al mismo tiempo que causas muy poderosas?... Hablad...
-Acaso las hay. No lo niego.
-Escuchad -añadió Villena en voz casi imperceptible - , ¿sería cierto que tuvisteis celos?
-¿Celos, señor, yo celos? -exclamó Fernán con mal reprimido amor propio -. ¿Quién pudo decir?...
-Nadie, Fernán, nadie; yo solo soy el que he creído en este momento...
-¿Y bien? ¿A mí por qué no descubrirme?... ¿Vuestra esposa, sin embargo?...
-Basta, señor, no hablemos más de eso. ¡Mi esposa, Dios mío! ¡Mi esposa! Si mi esposa pudiese faltar...
-Si pudiese tan sólo con su pensamiento empañar la más pequeña porción de mi honor, no necesitaría castigar a ningún caballero; dagas tengo aún; la última gota de su sangre, la última, no sería bastante indemnización de tan insolente ultraje. ¡Elvira, a quien amo más que a mí propio! ¡Mi bien! ¡Mi vida!
-Sosegaos, Vadillo; nunca fue mi propósito ofenderos; pero pudierais, sin que Elvira hubiese empañado nunca vuestro honor...
-Jamás, señor. Si un atrevido hubiera osado poner sus ojos en mi esposa, ¿viviría aún, viviría? -contestó el hidalgo pudiendo disimular apenas la lucha que existía entre sus palabras y sus ideas.
-Entonces, pues, ¿qué ofensa?...
-Permite, gran señor, que la calle. La hay, lo confieso, y si alguien pudiera vencerme en la lid, si me pudieran vencer todos, nunca Macías; un fausto presentimiento me dice que lavaré en su sangre mis ofensas. Confiéreme la orden de caballería, y yo te respondo, gran señor, de una victoria pronta y segura.
-Sea -contestó don Enrique - como lo deseáis. Mañana os la conferiré. Mañana juraréis en mis manos defender la fe, el honor y la hermosura.
Después de este breve diálogo, el candidato besó las manos del conde de Cangas y se retiró a esperar con mortal impaciencia el nuevo día, que había de poner término a todas las esperanzas que contentaban por entonces su ambición.