Mariano José de Larra
El doncel de Don Enrique el Doliente

Capítulo vigesimoséptimo

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Capítulo vigesimoséptimo

 

                                        

Eres mujer finalmente.

 

Rom. de Zaide a Zaida.

 

   -Jaime -decía una mañana Elvira a su paje, que sentado a sus pies la miraba de hito en hito con ojos ora tiernos, ora indagadores - , Jaime, ¿te habló hoy Fernán Pérez a ti?

   -¿A mí? Prima mía, ya sabéis que no soy santo de su devoción; siempre que me ve hablando con vos más de lo regular, hay motivo bastante ya para que tenga mala cara un día entero. Sin embargo, nunca le hice mal alguno; antes le deseo mucho bien, porque os le deseo a vos. Con que si no os ha hablado, lo que es a mí...

   -¡Ah! tampoco; no qué secreta melancolía le devora desde la noche...

   -Sí, aquella noche en que...

   -No la recuerdes; mi falta de confianza acaso... el paso que di... si llegó a cerciorarse de que era yo...

   -Pudiera ser, pero me parece que tiene alguna cosa más.

   -¿Qué cosa?

   -Yo he oído decir que los celosos hacen lo mismo que vuestro esposo.

   -¡Jaime! ¿Será posible que Hernán Pérez abrigase la menor duda acerca de la virtud de su consorte...?

   -No digo eso; antes creo todo lo contrario. Alguna vez le he solido sorprender hablándose solo a sí mismo; acaso me tenga rencor por eso... «Elvira me ama», decía antes de ayer cuando yo le encontré distraído, «me ama tanto como yo a ella; es imposible; no era culpable...»

   -¿Eso decía?

   -Eso le .

   -¡Dios mío! ¡Cuán ingrata soy! Y en ese caso, esos celos que dices...

   -Esos celos puede tenerlos de alguno, aun sin pensar que vos...

   -¿De alguno?

   -Escuchad. Ayer en la corte miró a un caballero, que conocéis, de una manera... ¡Ay! Si sus ojos hubieran sido rayos, con la velocidad del relámpago hubiera sido reducido a cenizas el caballero.

   -¡Cielos! ¿Qué os hice para merecer tanto rigor?

   -Y como se dice que ya en una ocasión ha tenido algún lance con el mismo caballero, y que sus heridas...

   -Basta, Jaime, no despedaces mi corazón; tú que le conoces, tú que sabes cuán inocente soy...

   -¡Oh! Si yo fuera esposo de la hermosa Elvira, ¡qué pocos cuidados me habían de dar los celos! ¡Cómo dormiría a pierna suelta! ¿No es verdad, prima?

     Un estremecimiento involuntario fue la única respuesta de Elvira, y un profundo silencio, indicio de la mayor distracción.

   -¿No es verdad, prima? -preguntó de nuevo el inexperto niño, volviendo a aplicar el dedo imprudentemente en la llaga -. Ello, por otra parte, a mí me da lástima.

   -¿Qué te da lástima? -preguntó Elvira.

   -Si vierais en qué estado está mi pobre amigo; el que solía llamar así...

   -¿Qué amigo?

   -¡Qué amigo queréis que sea! Si vierais qué rostro tan pálido... tan desfigurado... Por fuerza está muy malo... Si el amor es capaz de hacer tantos estragos, no quiero nunca enamorarme.

   -¿Qué dices, Jaime?

   -Lo que oís; sólo que yo no lo entiendo cuando oigo decir que Macías está así porque quiere bien. Yo os quiero bien; no os podrá querer él más, y, sin embargo, vame bien de salud. A pesar de eso, todos dicen que está enamorado.

   -¿Lo dicen todos? ¡Imprudente!

   -Un caballero tan aventajado, tan...

   -Jaime, te he prohibido que me hables de él. ¡Por piedad!

   -Bien, prima, bien; no os aflijáis. En confianza... -añadió sonriéndose - , es lo último que voy a decir... No tengáis cuidado... en confianza, se me figura que no estáis vos mejor que él...

     Elvira se cubrió el rostro con su pañuelo y apretó involuntariamente la mano del pajecillo, que continuó:

   -Yo os aseguro que si le vierais... y le hablarais...

   -Jaime -dijo volviendo en sí Elvira y levantándose - , nunca, ni verle, ni hablarle... ni hablarme nada de él; lo he dicho ya.

   -¿Tan delincuente puede ser porque os ama?...

   -Porque es mi voluntad, paje. Callad.

   -Pero haceos cargo de que si está enamorado, según dicen, ¿cómo puede él dejar de amar, ni qué culpa tiene? Yo no creía que fuerais tan rencorosa. ¡Ah! Si de ese modo pagáis el cariño de los que os quieren bien, os dejaré yo de querer...

   -No hay remedio, Dios mío, no hay remedio -exclamó Elvira desesperada -. No he de volver los ojos donde no le vea. No he de oír hablar sino de él. Si no queréis, Dios mío, mi perdición, empezad por apartar su imaginación de mis ojos, su recuerdo de mis oídos. Yo os lo pido, y os lo pido de corazón. No quiero sucumbir, no quiero

   -Ved, prima mía, que siento pasos, y que si llega alguien y os ve de esa manera, pensará que os he reñido yo a vos, en vez de reñirme vos a mí.

   -Sí; voy a enjugar las lágrimas. Jaime, ríes, porque no conoces el mundo todavía; no crezcas, ¡ay! no salgas nunca de tu dichosa edad.

     Dichas estas palabras, que dejaron un tanto cuanto reflexivo y meditabundo al pajecillo, que no veía muy claro qué peligro podría haber en crecer como todos habían crecido antes que él, retiróse Elvira por no ofrecer su rostro descompuesto en espectáculo a la persona que iba a entrar, si no engañaba el ruido de los pasos, que cada vez se oían más cerca.

     Apenas había desaparecido, cuando un caballero, embozado en su capilla, entró mirando con espantados ojos a una y otra parte.

   -Tampoco -dijo - , tampoco está aquí.

   -¿Adónde vais, señor? -preguntó el paje, asombrado del desorden que reinaba en su fisonomía y en toda su persona -. ¿Adónde de esa suerte?

   -Jaime, ¿eres tú? Pues bien, he de verla.

   -¿Habéis de verla? ¿A quién?

   -¿A quién? ¿Hay otra en el mundo por ventura? ¿Conoces tú otra?

   -¿Estáis loco?

   -Sí, lo estoy; estoy lo que quieras con tal que me la enseñes. Verla, no más verla. ¿Dónde está?

   -¡Desdichado! ¿Y Hernán Pérez, señor?

   -¡Ah! Hernán Pérez no vendrá. Ahora halconeaba con el Rey en la ribera. Me he perdido de propósito por encontrarla.

   -¿Pero no veis cuán mal hecho es lo que hacéis?

   -¡Mal hecho! ¡Mal hecho! ¡Siempre la reconvención, siempre el deber y siempre la virtud! ¿Quién te ha dicho, paje, que estoy obligado a hacerlo todo bien? ¡Peor hecho es ser ella hermosa!

   -¡Qué palabras! Pues advertid que ver a mi prima es imposible.

   -¿Imposible? -repitió con una amarga sonrisa el doncel - ¿Por ventura no está?

   -Estar... -respondió con algún embarazo el paje -. Eso... Mirad: está; pero si queréis creerme, es como si no estuviera. Para vos debe ser lo mismo.

   -¿Por qué?

   -Porque está mala. ¡Ah, señor, si la vierais...! Tened compasión...

   -¡Compasión! ¿La tiene ella de mí? Pero, Jaime, ¿qué mal, qué dolencia?...

   -Yo no . Se entristece, no duerme, no come, llora...

   -¿Llora? ¿Sufre?

   -Ya veis, pues, que es imposible.

   -Ahora más que nunca la he de ver.

   -¿Qué habláis? Yo creía que con deciros...

   -¡Ah! ¿conque me engañas, paje?... ¿No es cierto cuanto me dices?...

   -Como el evangelio, señor caballero; pero... en una palabra, díjome no ha mucho... Mas, aguardad. Si no me engaño, ella viene...

   -¿Ella? ¿Elvira?

   -Salid, pues; ved que no gustará...

   -¡Que salga! No, paje, no.

   -Pero reparad... ¡Anda con Dios! ¡Allá os avengáis! Yo no pude hacer más -dijo el paje encogiendo los hombros al ver que Macías, apartándole con brazo poderoso, se dirigía hacia donde sonaba el ruido de los pasos.

   -¿Qué altercado es ése, Jaime? -salió diciendo Elvira -. ¡Santo Dios! -añadió en cuanto vio al doncel, que arrodillado ya a sus pies parecía implorar el perdón de su audacia y su descortesía -. ¡Qué imprudencia, señor, y qué osadía! ¿Qué hacéis? ¿Vos en mi habitación?

   -Sí, bien mío -respondió Macías -. Vana es ya la porfía. Inútil la resistencia; yo os amo, Elvira.

   -¡Ah! ¿qué intentáis? Alzad, señor; volveos.

   -¿Adónde queréis, Elvira, que me vuelva? -dijo Macías, levantándose y estrechando entre sus manos las de su amante -. El mundo entero está para mí donde estáis vos. No hay mas allá.

   -¡Silencio! Si mi esposo...

   -Elvira, no temáis...

   -Salid. Os lo ruego, os lo mando.

   -¡Delirio! ¿Os parece que cuando me decidí a acción tan aventurada, cuando me expuse y os expuse a vos misma a los riesgos de esta entrevista, fue para volverme después de lograda?

   -Yo tiemblo, Jaime -dijo Elvira - , si por ventura oyeses...

   -Perded cuidado, prima mía... -respondió Jaime.

   -Corre, sí; si le vieses venir...

   -Jaime os probará fidelidad.

     Dicho esto, salió el inteligente pajecillo, bien resuelto a ejercer la más activa vigilancia para evitar que la locura imprudente del doncel acarrease a su prima más funesta consecuencia que la de haber de convencerle de cuán temerario era el paso que acababa de dar en aquel momento. Macías dirigió al paje, que desaparecía, una mirada en que se podía leer claramente una larga acción de gracias al cielo, que le proporcionaba por fin aquella secreta ocasión de vencer el desdén de la señora de sus pensamientos.

   -¡Ah!, Macías, si sois generoso, si sois caballero, oíd mis ruegos por piedad. Idos. Soy mujer, y os lo ruego. A vuestras plantas si queréis...

   -¡Elvira! -gritó Macías fuera de sí, levantando a la hermosa Elvira -. Oídme. Un momento no más. Oídme y partiré. Tres años, señora, hace que os vi la vez primera; tres años os amé, y os amo, yo os lo juro, como nadie amó jamás; igual tiempo callé. Mil veces fue a escaparse de mis labios la palabra fatal; mil veces la sofoqué; la inmensidad de mi amor la ahogó en el fondo de mi corazón. Mis ojos, sin embargo, os lo dijeron. ¿Cómo imponerles silencio? Ellos hablaron a mi pesar. ¿Por qué los vuestros me respondieron? Callaran ellos y muriese yo callando. Ellos me animaron, empero. Bien lo sabéis, señora. Mi amor es obra vuestra.

   -¿Mía? ¡Ah! ¡Sed, doncel, más generoso!

   -¿Pedísme generosidad? ¿La usasteis vos conmigo? ¿Vos me pedís virtudes? Pedid amor, señora. Es lo único que os puedo dar; amor, y nada más. Si es virtud el amar, ¿quién como yo virtuoso? Si es crimen, soy un monstruo.

   -¡Silencio!

   -¿Por qué? ¿Pensáis que la Naturaleza ha podido imprimir con caracteres de fuego en el corazón del hombre un sentimiento sublime, un sentimiento de vida, eterno, inextinguible, para que se avergüence de él? ¡Ah! No la hagáis injuria semejante. Cuando lanzó la mujer al mundo, la amarás, dijo al hombre; inútil es resistirla. Sus leyes son inmutables, su voz más poderosa que la voz reunida de todos los hombres. Os amo, y a la faz del mundo lo repetiré; harto tiempo lo callé...

   -¿Pero podéis ignorar, Macías, que mi estado?...

   -¿Vuestro estado? Preguntadle a mí corazón por qué latió en mi pecho con violencia cuando os vi por la vez primera. Preguntadle por qué no adivinó que lazos indisolubles y horribles os habían enlazado a otro hombre. Nada inquirió. Yo os vi, y él os amó. ¿Por qué, cuando dispuso también de vuestra hermosura? Si sólo para un hombre habéis nacido, ¿por qué os dio el cielo belleza para rendir a ciento?

   -Vos deliráis, Macías.

   -Si es delirio el amaros, deliro, y deliro sin fin. Si en mis acciones, si en mis palabras echáis de menos por ventura la razón, vos la tenéis sin duda, que vos me la robasteis. Vuestros son también mi locura y mi delirio.

   -Falso es, Macías, lo que habláis; es falso. Ni vos me amáis ahora ni me amasteis jamás. ¿Dónde aprendisteis a amar de esta manera? Me veis, y vuestros ojos, funestamente clavados en los míos, están diciendo a todo el mundo: ¡Yo la amo! Corro al campo a buscar la tranquilidad que en vano me pide mi corazón en la ciudad, y allí Macías, allí donde yo voy. Veis a mi esposo, que al fin, Macías, es mi esposo, es cosa mía, y hacéis gala de decir a las gentes con vuestras miradas: Porque ella es suya le aborrezco. ¿Y por qué, imprudente, no he de ser suya? ¿Qué hizo él acaso para merecer tanto odio? ¿Qué hacéis vos que él no haya hecho, y antes, doncel? ¿Gustáis de mí, decís? También él lo decía. ¿Puede ser en él crimen el amarme, y en vos?...

   -Crimen, sí, crimen imperdonable, que sólo con mi sangre o con la suya...

   -Basta ya, temerario. ¿Y vos me amáis, doncel? ¡Y vos me lo decís! ¿Os encuentra ese esposo a mis plantas casi, no hunde su acero en vuestro corazón, como debiera sin duelo alguno, y vos le provocáis y osáis contra él alzar el insolente acero? ¿Eso es amar, Macías? Nadie hay en la corte que al pronunciar vuestro nombre no pronuncie el mío al mismo tiempo. ¿Por qué esa unión fatal? Vuestra imprudencia acaso...

   -¡Mi imprudencia!

   -Y no contento con perderme para siempre, no contento con haber llenado de luto mi corazón, con haber hecho de mis ojos dos fuentes de lágrimas inagotables, ¿osáis aún, a riesgo de ser hallado, traspasar el dintel de mi puerta, osáis comprometer mi vida..., mi honor?...

   -¿Yo, Elvira? ¡Maldición sobre mí!

   -¿Eso es, decidme, lo que debía yo prometerme de ese amor tan decantado? ¡Ah!, Macías, si os amara, ¡cuán infeliz sería!

   -¡Si me amara!

   -¡Cuán infeliz! Vos mismo habéis cavado entre los dos un abismo insondable...

   -Abismo que se llenará, que yo traspasaré, o donde entrambos nos hundiremos. Me amas, Elvira, me amas. Tu llanto, tus acentos, esa voz trémula y agitada, la tempestad que anuncian tus palabras son señales harto ciertas que descubren el volcán inmenso que arde en tu corazón. Si fui imprudente, lo confieso, tú tuviste la culpa. ¿Por qué no me inspiras una de esas débiles pasiones, un amor pasajero, de esos que es dado al hombre disimular, de esos que no se asoman a los ojos, que no hablan de continuo en la lengua del amante, de esos que pasan y se acaban y dan lugar a otros? ¡Ay! Tú lo ignoras, Elvira. Hay un amor tirano; hay un amor que mata; un amor que destruye y anonada como el rayo el corazón en donde cae, que rompe y aniquila la existencia, y que es tan fácil de encerrar, en fin, en lo profundo del pecho, como es fácil encerrar en una vasija esos rayos del sol que nos alumbra.

   -Macías, ¡por piedad!

   -No; sufre ahora, que yo sufrí también, y sin consuelo y sin indemnización y sin premio. Una vez no más te hablo en la vida, pero me has de oír. ¿Temes el mundo? Bien. Habla, es verdad, habla imprudente lo que sabe, lo que no sabe, lo que existe y lo que acaso jamás existirá. Témele tú en buen hora. Yo le aborrezco. Huyamos de él, huyamos para siempre. Una lanza para mí y un caballo para los dos. Basta.

   -¿Qué escucho? ¿Adónde queréis llevarme?

   -Donde no haya hombres, Elvira; donde la envidia no penetre. Una cueva nos cederán los bosques; amor la adornará; tú misma con tu presencia. Sólo nosotros hablaremos de nosotros. El león allí no contará a la leona, con maligna sonrisa, que Macías ama a Elvira. Las fieras se aman también, y no se cuidan como el hombre del amor de su vecino. El viento sólo lo dirá a los ecos, que nos lo repetirán a nosotros mismos. Ven, Elvira, bien mío.

   -Macías -dijo Elvira desasiéndose de los opresores lazos del doncel - , vos os dejáis llevar de vuestro loco arrebato. Vos me tuteáis...

   -¿Y qué importa, señora, que no se tuteen nuestros labios, si nuestros ojos se tutean?

   -¡Ea! partid, dejadme -añadió Elvira con una emoción difícil de explicar -. Por la última vez, dejadme.

   -Decidme que me amáis y partiré. Una vez sola, una vez; decidme que he de volver a veros, que he de volver a hablaros...

   -Soltad; es imposible.

   -Amadme, Elvira, ¡por piedad!

   -¡Nunca! ¡jamás! Os aborrezco.

   -¿Me aborrecéis? ¿No hay en el cielo rayos? ¿No hay quien me mate? ¡Hernán Pérez!

   -¿Qué hacéis?

   -Llamarle. Lleve mi vida quien se llevó mi dicha. ¡Hernán Pérez!

   -¡Teneos! Macías. Bien; yo...

   -Acaba, acaba.

   -Yo os... imposible, jamás. Os aborrezco.

   -¿Y lo dices llorando? Tus lágrimas ardientes corren hasta mis manos. Huyamos. Los amantes son sólo, Elvira, los esposos... Inútil es la lucha...

   -No, no. Macías, hay un Dios. Hay un Dios que nos ve. Mi deber es primero. ¡Santo Dios! -exclamó prosternándose la desdichada Elvira - , dadme fuerza y virtud. Sola no basto a resistir.

   -¿Qué escucho? ¡Es mía, es mía!

     Macías estrechaba sobre su corazón a la infeliz Elvira, que exánime y sin sentido no oponía a su loco arrebato más resistencia que la pasiva inmovilidad del estupor y del asombro.

   -Él viene -gritó de pronto una voz harto conocida a los oídos de Macías y de Elvira -. Él viene -repitió de allí a un momento. Así resonó en el corazón del doncel, como el eco lúgubre del bronce que anuncia al amante parado en la playa la despedida del buque que lleva consigo el tierno objeto de sus ansias.

   -¿Viene, Jaime?... -preguntó Elvira fuera de sí -. ¡Dios mío! Salid, señor, salid. ¿Veis a qué extremidad me reduce vuestra imprudencia?

   -Decidme, pues -contestó Macías deteniéndola aún - , decidme una palabra sola de consuelo.

   -¡No, no! -contestó Elvira mirando a todas partes con la mayor agitación.

   -Ved que no es tiempo ya -repitió el pajecillo, mirando por entre los coloreados vidrios de una rasgada y gótica ventana.

   -¡Mi honor, mi honor, Macías! -exclamó Elvira.

   -Hablad pues...

   -Bien, sí; lo que gustéis diré, pero ocultaos.

   -Sólo por ti...

   -¡Hacedlo, por mí! Sí. Ved ese gabinete. Armas es lo que hay dentro. Rara vez llega a él. Presto; ocultaos.

     Echó Macías una ojeada de dolor a Elvira y otra de despecho hacia la puerta por donde debía tardar muy poco en entrar el hidalgo; impelido, sin embargo, por el brazo de Elvira, que suplicante le rogaba con lágrimas en los ojos, que salvase su honor, ocultóse en el gabinete y cerróse por sí misma tras él la pesada puerta.

   -¡Dios mío! -exclamó Elvira -. ¡Perdón, perdón! ¡Vos veis, Señor, mi inocencia desde los cielos! ¡Dadme valor para la amarga prueba que me falta!

     No bien había acabado de decir estas palabras y de enjugar precipitadamente las lágrimas que se habían agolpado a sus ojos, rogó al pajecillo, no menos asustado que ella, que no se separase de su lado en aquel crítico momento, en que necesitaba su serenidad toda y la de un amigo además, para no revelar ante los perspicaces ojos de su marido la terrible emoción que dominaba en su pecho. Poco después entró Hernán Pérez. El lector nos perdonará si dejamos para otro capítulo la prosecución del cuento de las cuitas de la infeliz Elvira.

 

 


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